Gyanendra Bir Bikran Shah Dev atraía la mala suerte. Así lo dictaminaron cuando nació los doctos astrólogos que consultaron las estrellas de Katmandú aquel verano de 1947. Ahora, el tiempo parece confirmar los augurios de las constelaciones y el duodécimo maharajadhiraja de la dinastía Shah está a punto de pasar a la Historia como el […]
Gyanendra Bir Bikran Shah Dev atraía la mala suerte. Así lo dictaminaron cuando nació los doctos astrólogos que consultaron las estrellas de Katmandú aquel verano de 1947. Ahora, el tiempo parece confirmar los augurios de las constelaciones y el duodécimo maharajadhiraja de la dinastía Shah está a punto de pasar a la Historia como el último rey de Nepal. La fatalidad se cuela así en el relato de las grandes agencias de comunicación que nos dan cuenta de la nueva república que despierta a los pies del Annapurna. Y ciertamente resulta tentador proyectar la sombra funesta del destino para explicar los avatares de estas pobres tierras que dan cobijo al Himalaya. No en vano, el acceso al trono de Gyanendra se vio envuelto por una espesa niebla que sólo recurriendo a la estoica ayuda de la fatalidad parece posible disipar.
Así, los instantes finales de su hermano mayor el rey Birendra parecen seguir el desarrollo dictado por un dios enojado y caprichoso: la irrupción del príncipe heredero Dipendra Bir Bikram aquella noche del 1 de junio de 2001, ebrio, enloquecido por la prohibición de su matrimonio con la joven Devyani y con la rabia hecha fuego indiscriminado. Y tras el estruendo de disparos, el suelo de la sala de billar y los jardines del Palacio Narayanhiti se quedó cubierto por la sangre y los cuerpos esparcidos del rey y la reina Aishwarya, del príncipe Niraján y la princesa Surtí, de dos hermanos del monarca y de las princesas Shanti, Jayanti y Sharada y su esposo. Después el enamorado borracho giró el cañón de su arma hacia su cabeza. Aquella última caricia al gatillo situó a Gyanendra ante las puertas del Palacio Hanuman, donde fue solemnemente coronado mientras su esposa se recuperaba de las heridas sufridas en una matanza de la que, para sorpresa de muchos, salió ileso su hijo.
Desde entonces el nuevo rey gobernó, pero lo hizo, eso sí, con afán modernizador. Para ello no tuvo problemas en cambiar los derechos feudales por una cuantiosa participación en el negocio turístico, boyante por las ansias de miles de europeos por alcanzar el nirvana en las altas cumbres del país, ni en sustituir el tradicional poder absoluto del panchayat por las occidentalizantes formas del estado de excepción y el autogolpe de estado. Todo ello frente a una rebelión maoísta impulsada por un Partido Comunista desplazado del poder por intrigas palaciegas y parlamentarios después de haber sido la primera formación de izquierdas de Asia que llegaba democráticamente al gobierno en 1994. Y como trasfondo social, una población donde más de un millón de personas malvive con menos de un dólar diario y el 48,3% de los niños menores de cinco años pasa hambre, según el Banco Mundial, o donde dos de cada diez nacidos no llegarán a cumplir los cuarenta años, tal y como augura el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo con la misma fatalidad que los antiguos astrólogos de palacio.
Sin embargo, las agencias nos recordarán estos días que Gyanendra atraía la mala suerte, como si el ocaso 270 años de dinastía fuera un presagio encarnado en su maldición. Por su parte, El País se sorprenderá a grandes titulares de la victoria comunista en las urnas, evidenciando una vez más su mala memoria selectiva. Luego, los expertos y los editoriales se mantendrán a la espera. Nunca se sabe si dentro de poco será necesario rescatar un nuevo perfil de Gyanendra. De hecho, en algún momento llegó a considerarse a los reyes de su familia la reencarnación del dios Vishnú. Y ya se sabe, el hinduismo tiene buena acogida en el materialista Occidente. Al menos tanta como el budismo y al Dalai Lama no le va nada mal.