En octubre de 2022, una información del Diario del Pueblo, el periódico central del Partido Comunista de China, daba cuenta de la difícil situación de la infancia en Bangla Desh: «Muchas niñas corren riesgos de salud extremos trabajando por salarios diarios muy bajos en un vertedero de Halishahar, en Chittagong.” El diario acompañaba la información con algunas fotografías de ellas.
Un mes después, se reunía en Sharm el Sheij, Egipto, la vigésimo séptima conferencia de la ONU sobre el cambio climático, COP27, donde se advirtió que millones de vidas están en peligro en el mundo a causa del desastre ecológico. Uno de los países más afectados por la codicia capitalista que está quebrando el planeta es Bangla Desh, que ya nota las consecuencias. El gran objetivo de la COP27 es conseguir que la temperatura no supere 1,5° C en relación al período preindustrial. De ello depende el futuro de muchos territorios, la existencia de muchas ciudades costeras, la vida de grandes comunidades campesinas en los cinco continentes; también, que se pueda conseguir otro porvenir distinto a la mugre y el barro donde trabajan las niñas de Halishahar.
La conjunción del cambio climático, la degradación del medio ambiente, el aumento de la población y la persistente pobreza forman un cóctel tóxico que atenaza a Bangla Desh, como a muchos otros países. Disminuyen las tierras cultivables, aumenta la deforestación; y los bajos salarios, la desenfrenada especulación y la manipulación de precios que ha causado una elevada inflación, atacan la débil economía de los pobres. La mitad de la población bengalí (ochenta millones de un total de 165) vive con menos de un euro diario. La pobreza se redujo en los años anteriores a la pandemia gracias al crecimiento económico, pero de nuevo ha aumentado: la enfermedad ha creado doce millones de nuevos pobres. Solo en los cinco primeros meses de 2022, el número de pobres aumentó en más de dos millones, a causa de la crisis.
El gobierno de la Liga Awami, un partido centrista presidido por la primera ministra Sheikh Hasina (hija del primer presidente del país), cuenta con 288 escaños de los 300 del parlamento, que consiguió en unas elecciones boicoteadas por la oposición derechista y donde apenas votó la cuarta parte de la población: quienes detentan el poder están muy alejados de las necesidades populares. El denominado “empleo informal” alcanza al 85 % de la población. Las empresas atacan a los sindicatos, incumplen la legislación, aumentan las jornadas abusivamente e incluso pagan salarios más bajos de lo estipulado por la ley. Aunque no pasa solo en Bangla Desh: The Guardian daba cuenta hace unos meses de que en el Estado de Karnataka, en la India, las grandes compañías textiles (Nike, Zara, Marks&Spencer, H&M, C&A, etc) llevan dos años negándose a pagar el salario mínimo: es un robo a los trabajadores, impuesto por la fuerza. Lo mismo ocurre en Indonesia, Sri Lanka y Pakistán. Y en otros sectores de la economía bengalí los empresarios imponen también trabajos próximos a la esclavitud, con bajos salarios, y con niños realizando tareas peligrosas, como en los hornos que producen ladrillos.
Muchos ríos bengalíes están envenenados, el país es el más contaminado del mundo. Los sedimentos del brazo del Ganges que corre por Bangla Desh, el Padma, junto a los de los ríos Meghna y el Brahmaputra, se derraman por el gigantesco delta y llegan hasta Chittagong y, más abajo, a la isla de Kutubdia y hasta Cox’s Bazar donde se hacina casi un millón de rohinyás, los musulmanes de Myammar de lejano origen bengalí que son perseguidos con saña por el ejército birmano, el Tatmadaw. En Bangla Desh los rohinyás no disponen de agua potable, y grupos de refugiados han sido trasladados a Bhasan Char, una isla de la bahía de Bengala. Prácticamente todos dependen de la asistencia, y muchos tienen que vender a veces sus raciones de comida para atender otras necesidades urgentes. Pese a la ayuda humanitaria, los rohinyás no pueden satisfacer sus necesidades alimentarias, y en las zonas que ocupan aumenta la deforestación porque necesitan madera para cocinar: no tienen nada más.
Bangla Desh es un país de campesinos, pero los grandes propietarios de la tierra dedican a la exportación buena parte de las cosechas que deberían alimentar a los bengalíes. La industria textil ha prosperado; trabajan en ella cuatro millones de personas, de las cuales casi tres millones son mujeres que soportan a las grandes multinacionales de venta de ropa, entre ellas las españolas, que imponen salarios de miseria. Como si fuera un interminable castigo, los frecuentes desastres naturales e inundaciones que trae el cambio climático, y la férrea alianza entre la oligarquía agraria, las multinacionales extranjeras y el gobierno bengalí, unido a una enorme corrupción, ensucian una tierra maltratada y fértil.
Las niñas del vertedero de Chittagong están atrapadas en la telaraña de las mentiras, la pobreza y el desamparo. Aunque se ha avanzado en la escolarización, muchas pequeñas son víctimas de matrimonios acordados, y quienes más padecen la escasez de alimentos. Las niñas de Halishahar pasan los días revolviendo en la inmundicia, buscan materiales que puedan reciclarse, llevan después esos desechos a los comerciantes de chatarras y vuelven al vertedero.
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