«Se llama ‘vértigo’ a toda atracción cuyo primer efecto sorprende y desorienta al instinto de conservación».
Eso escribía Roger Caillois en un texto de su exilio sudamericano, publicado en 1943, pero que data de los años inmediatamente anteriores, cuando la catástrofe de la guerra mundial se acercaba y estallaba. En este caso, explicó, «el ser es arrastrado a la ruina y como persuadido por la visión de su propia aniquilación no resiste la poderosa fascinación que lo seduce aterrorizándolo».
Para el insecto, añadió, «es el parpadeo de la llama, para el pájaro son los ojos fijos de la serpiente». Para el hombre es la atracción irresistible del vacío. En particular, ese vacío extremo que es la guerra: la vorágine de destrucción en la que toda voluntad individual se ve abrumada ante el dominio absoluto de lo elemental, y privada del poder, constitutivo de la existencia, de «decir no». He estado pensando en estas palabras durante las últimas semanas, cuando la guerra ha invadido nuestras vidas y mentes sin resistencia, arrastrándonos a todos, sociedades e individuos, a su vórtice, con sus categorías totalizadoras y totalitarias que no dejan lugar al pensamiento complejo, y sobre todo que absolutizan el recurso único de las armas (el instrumento por excelencia diseñado para «hacer el vacío»).
Y, en efecto, tras repasar rápidamente los distintos tipos de vértigo que escenifican «la abdicación extrema del hombre» ante las «tentaciones que lo llevan a la ruina» -la figura de la femme fatale, la intoxicación patológica del juego…-, Caillois se detiene en el «vértigo de la guerra», el más poderoso de todos por su transformación a ojos del propio hombre de su entrega a la atracción del abismo en «deber, grandeza, intoxicación». La destrucción, y la autodestrucción, como destino, al que es dulce abandonarse, dejando de intentar nadar contra una corriente que parece ser el curso ineluctable del mundo.
Es así que en el discurso público y en el relato predominante que lo envuelve, hasta la solidaridad o es armada o no es. Y quien intente imaginar formas alternativas de apoyo a las víctimas ucranianas de la agresión se convierte automáticamente en partidario de la rendición, amigo del carnicero, belicista del bando equivocado. Como si, en el vértigo de la guerra, no existiera ninguna alternativa creíble a las armas, ni la diplomacia, ni la movilización radical de la opinión pública, ni esas técnicas de no violencia, hoy probadas y que a menudo se muestran más eficaces, en condiciones de choque asimétrico, que la desnuda resistencia armada. En esta condición, la imaginación se reduce a cero, mientras la adrenalina se dispara, borrando toda articulación del razonamiento porque, en la regresión al nivel elemental del ser, sólo cuentan las alternativas instintivas: luchar o huir, matar o ser matado, dominar o ser dominado…
Y mientras, la palabra “paz” parece cada vez más una blasfemia en el fragor de las armas, suscitando miradas de lástima o reproches ceñudos para las «almas bellas» (sólo se podrá hablar de ella «después de que las armas hayan definido la verdadera relación entre las fuerzas en el terreno»), y hasta el más autorizado de los líderes de opinión mundiales, el Papa Francisco, se ve obscurecido, colocado en la lista de los poco fiables, ignorado en los salones testosterónicos de las tertulias televisivas. Sin embargo, no propone en absoluto el evangélico «poner la otra mejilla» (como afirman superficialmente sus críticos con expresión de suficiencia superior), sino que habla pragmáticamente el lenguaje de una política a la altura de los tiempos, invitando a pensar en una forma diferente de gobernar el mundo, que no acerque el fin.
Por otra parte, a tal punto han penetrado las feroces leyes de la guerra en nuestro universo de sentido (o más bien de sinsentido) que hasta se disecciona incluso al doliente pueblo de los desplazados y refugiados, con la distinción entre desplazados buenos y malos, refugiados verdaderos y refugiados falsos –oírlo para creerlo-, donde la distinción entre unos (salvados) y otros (hundidos) pasa por las horcas caudinas del par «amigo/enemigo» schmittiano, y amigos son los que libran (¡sobre el terreno, y «como europeos»! ) nuestra misma batalla (virtual), y malos todos los demás, no importa si vienen del infierno de Alepo (nada distinto del de Mariúpol), o del Yemen bombardeado con bombas fabricadas y vendidas por nosotros, o del Kurdistán usado y abandonado…
Un corte en la piel de los últimos es claramente visible en las fronteras polacas, polarizadas entre la carrera por acoger del lado sudeste, por donde pasan los amigos, y el alambre de espino y la tortura del lado noreste, donde el pueblo doliente de la «ruta balcánica» se ve empujado hacia los bosques y la escarcha, y donde la solidaridad de los faroles verdes sigue siendo considerada delito por las autoridades polacas.
En este mundo que se revuelve atrapado en su propio vértigo, toca entonces ver a viejos postfascistas tejiendo el elogio de aquellos partisanos que hasta ayer señalaban como feroces asesinos de las fosas y que hoy, en tanto que «armados», se convierten en modelo a imitar. O que un partido como el Partido Democrático, heredero, aunque a distancia, de una cultura que había hecho de la paz un valor fundacional de la vida civil, se convierta de repente en «partido de la guerra», líder de la política de rearme masivo con miles de millones sustraídos al bienestar, la sanidad y el apoyo a las familias y a las empresas, en favor de los buenos negocios de Finmeccanica y Leonardo.
En cuanto a nosotros, me refiero a los que queremos resistir esta progresiva «caída en la catástrofe» -«movimiento que se acelera sin necesidad de intervenir y que no podemos ni queremos frenar»- sólo podemos proclamar nuestro pacifismo, como condición cultural previa a la política para mantener abierta al menos una pequeña puerta al retorno a la razón. Seremos vox clamantis en el desierto, pero si ese desierto es el espíritu del tiempo actual, no será un testimonio inútil.
Marco Revelli (1947) antiguo militante del autonomismo obrero italiano y celebrado estudioso del fordismo y el postfordismo, es catedrático de Ciencia Política, Sistemas Políticos y Administrativos Comparados y Teoría de las Administraciones y Políticas Públicas de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad del Piamonte Oriental «Amedeo Avogadro». Sus últimos libros publicados en español son La política perdida, Trotta, Madrid, 2008, y Postizquierda. ¿Qué queda de la política en el mundo globalizado?, Trotta, Madrid, 2015.
Fuente: https://ilmanifesto.it/lirresistibile-vertigine-della-guerra
Traducido por Lucas Antón para Sin Permiso