Las empresas públicas chinas están en el ojo del huracán. Mastodontes a la vieja usanza, aunque no tanto como a menudo se pretende, que emplean a millones de personas y dilapidan recursos a gran escala, son señaladas con el dedo acusador por «frenar el desarrollo» o «acaparar la casi totalidad del crédito» a precios muy […]
Las empresas públicas chinas están en el ojo del huracán. Mastodontes a la vieja usanza, aunque no tanto como a menudo se pretende, que emplean a millones de personas y dilapidan recursos a gran escala, son señaladas con el dedo acusador por «frenar el desarrollo» o «acaparar la casi totalidad del crédito» a precios muy ventajosos en perjuicio del sector privado. Además, no son «eficaces», incluso dificultan el estímulo de la creatividad e impiden el avance de las reformas económicas, dicen sus detractores.
Lo cierto es que China lleva décadas reformando el sector público. Es, sin lugar a dudas, una de las señas de identidad del proceso de reforma iniciado a finales de los años setenta. Otrora era el gran empleador, por no decir casi el único. Hoy, sin embargo, la realidad es bien diferente. Millones de pequeñas y medianas empresas proporcionan ocupación a cientos de millones de trabajadores, en torno al 50 por ciento del total. Muchas de ellas fueron en sus orígenes de propiedad colectiva (de organizaciones sociales, de cantones y poblados, etc.) y pasaron a manos de sus gerentes a través de mecanismos de privatización relativamente consensuados. En cualquier caso, sin duda, su acceso a los factores de producción no es comparable al sector público.
El ex primer ministro Zhu Rongji (1998-2003) fue el artífice en los años noventa de una primera oleada de quiebras y fusiones de numerosas empresas públicas deficitarias dando paso a un sector reordenado y pujante tras un doloroso proceso con notables impactos sociales en numerosas áreas del país, en especial en las provincias norteñas de la vieja Manchuria. Al tándem Hu Jintao-Wen Jiabao (2003-2013), que prosiguió la labor de sus predecesores a favor de un mayor reconocimiento de la economía privada, se le acusa de haber aumentado el peso de las empresas estatales, reinando en sectores estratégicos como la energía, el acero, la banca, las telecomunicaciones, la aeronáutica o la defensa, al tiempo que fortaleció la condición subsidiaria del sector privado. Fue sin duda una decisión política meditada y, a juzgar por los resultados (China pasó de la sexta a la segunda posición en el ranking de las economías globales), ni tan errada ni tan perdida. Hay poco más de un centenar de grandes empresas controladas directamente por el gobierno central aunque miles de empresas públicas controladas por los gobiernos locales. Las primeras acostumbran a presentar beneficios, incluso de dos dígitos, mientras que en las segundas el panorama es más diverso y complejo.
Las reclamaciones tienen dos frentes principales. El primero, eliminar los «privilegios» y acotar su presencia (por ejemplo en el sector inmobiliario) y su dimensión. Es decir, equiparar progresivamente su status al de las empresas privadas en los órdenes principales, al tiempo que se va reduciendo su condición monopolística en sectores clave de la economía estatal. El segundo, abrir más espacio a la participación privada lo que, en función de los límites que puedan establecerse, podría conducir al cambio en la naturaleza de la propiedad. Si bien este proceso no se verificará de golpe sino progresivamente, las urgencias parecen ganar terreno esgrimiéndose como una cuestión de vida o muerte, sobre todo desde oráculos externos, para garantizar la continuidad de la bonanza de la economía china. No faltan, claro está, adalides internos, muchos de ellos «tecnócratas» formados en las escuelas de negocios dentro y afuera de la Gran Muralla, en el mundo «bárbaro».
La moderación del crecimiento chino en virtud del agotamiento del modelo de desarrollo ungido en las tres décadas pasadas y la atonía de la economía internacional sugiere un momento propicio para convertirlas en el chivo expiatorio que, al igual que en nuestros lares, distraiga la atención de un sector privado que en numerosos casos presenta una agenda de problemas bien similar en muchos aspectos. El temor a un estancamiento en el crecimiento como consecuencia de la suma de adversos factores internos y globales aúpa a los sectores que en China abogan por un impulso a esta liberalización acusando a quienes se oponen de defender «privilegios» burocráticos, razón última de sus resistencias, lejanamente asociadas a imperativos ideológicos o a la preservación de intereses colectivos.
El problema es doble. El papel del Estado en la economía es un tema inevitable: ¿fomentador de la ineficacia o garante de un poder lo suficientemente sólido y capaz para no dejar el interés público inerme y a merced de los mercados? El Consejo de Estado dice querer enfatizar un mayor papel para el mercado, a tono con las recomendaciones sugeridas por el Banco Mundial. Es posible que se necesiten nuevos equilibrios. Es posible también que el sector público precise reformas profundas que faciliten su adaptación a una economía que debe centrarse más en la innovación y menos en la inversión. Pero si de esto se trata -y sin duda es una de las claves de futuro menos cuestionable-, quienes apelan a la reforma como sinónimo de la alteración del carácter de la propiedad deberían exigir también aquellas reformas políticas que garanticen la expresión de una mayor libertad en todos los sentidos, incluyendo la académica e investigadora que se vería favorecida por una atmosfera menos asfixiante. Si por otra parte uno de los problemas mayores es la corrupción y el despilfarro, no sería descabellado reivindicar mayor transparencia y libertad en los medios, control independiente, etc., y no solo «liberalización» confiando en que dicha mutación tendrá efectos sanatorios universales. No es así.
El avance a marchas forzadas de un proceso de homologación económica como el que parece plantearse, en apariencia neutral y orientado a lograr una mayor eficiencia, no debiera perder de vista los aciertos y errores de procesos similares registrados en las últimas décadas en los países desarrollados de Occidente y que explican en gran medida el profundo malestar e indignación acumulado en nuestras sociedades. A fin de cuentas, con la excusa de la libertad y la eficiencia económica se han operado transformaciones profundas de las estructuras productivas de nuestros países de las que se han beneficiado cuatro privilegiados perjudicando a una inmensa mayoría cuya calidad de vida se ha visto deteriorar a pasos agigantados, situando el poder público en condiciones hiperprecarias y al servicio, ahora sí, de una casta de usurpadores y sus políticas de conveniencia.
Si la búsqueda de un crecimiento ciego que, por ejemplo, ninguneó los factores ambientales ha caracterizado el desarrollismo chino durante el post-maoísmo, podríamos hallarnos a las puertas de nueva ceguera, de otro signo, y que nuevamente acabe por sacrificar los intereses de las mayorías, con el riesgo añadido de desestructurar gravemente las respectivas sociedades cuando siquiera estas han podido acceder a una mínima satisfacción de las compensaciones debidas por sus enormes esfuerzos.
Continuador del viejo mandarinato, como antaño, el PCCh se enfrenta a la vieja tesitura de perseverar en la base económica que le proporciona buena parte de su poder o ceder terreno a nuevos actores emergentes que acabarán limitando el holgado espacio de acción que hoy le permite influir de forma tan clara en la evolución económica, ya hablemos del sector público o privado. Si entonces el protagonismo correspondía a la burguesía emergente, ahora, siglos después, podría acontecer otro tanto, proyectando su ambición hacia aquellos sectores de cuya gestión hoy se beneficia el Estado-Partido aunque no sean «rentables» o no tanto como si estuvieran en sus manos. La promoción y asunción del concepto de la triple representatividad como edulcorante de un PCCh en el que proliferan las castas más adineradas e influyentes facilitaría esas proyecciones a nivel interno.
Sin duda, el sector público chino necesita reformas, no solo económicas, también sociales y políticas. Que ello deba afectar necesariamente a la naturaleza de la propiedad no debiera entenderse como un dogma y menos en China cuya trayectoria le señala como heterodoxa en tantos campos. Su pérdida de relevancia no solo supondría el fracaso del proyecto en su formato original sino probablemente incidirá en la frustración de una sociedad que solo podrá aspirar a soñar pero no a hacer realidad su parte del sueño chino. En tal contexto, si llega, la China rica y poderosa acabará siendo para mayor gloria de los ricos y los poderosos.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China y autor de «China pide paso. De Hu Jintao a Xi Jinping» (Icaria editorial).
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