La finalidad de toda guerra es imponer la propia voluntad sobre la del enemigo, para obligarle a aceptar decisiones que favorezcan al vencedor y para establecer los términos de la subsiguiente paz según los designios de éste. A la luz de esta simple definición, es evidente que EE.UU. no ha ganado la guerra de Iraq […]
La finalidad de toda guerra es imponer la propia voluntad sobre la del enemigo, para obligarle a aceptar decisiones que favorezcan al vencedor y para establecer los términos de la subsiguiente paz según los designios de éste. A la luz de esta simple definición, es evidente que EE.UU. no ha ganado la guerra de Iraq y parece cada día más dudoso que pueda hacerlo en Afganistán.
El abandono militar de Iraq no se ha hecho según las intenciones de Washington, sino como consecuencia de una decisión del Gobierno de Bagdad. A pesar de los iniciales esfuerzos de EE.UU. por mantener en ese país una presencia militar que le asegurara la deseada influencia estratégica y política (también económica, sobre todo petrolífera) en esta crítica zona del planeta, en último término fue la negativa del Gobierno iraquí a garantizar la inmunidad de las tropas de ocupación la que obligó a cambiar el discurso oficial. Hubo que convertir la humillación en una victoria, insistir en que la retirada obedecía a una meditada decisión del Pentágono y anunciar que las tropas abandonaban el país con «la cabeza bien alta».
La retórica brilló en una de las ceremonias recientemente organizadas con motivo del regreso de las tropas. Habló Obama sobre el «extraordinario éxito» tras nueve años de esfuerzo y afirmó: «Todo lo que los soldados americanos han hecho en Iraq ha conducido a este momento brillante: su lucha y su muerte, la sangre y la reconstrucción, la enseñanza y la ayuda. Dejamos atrás un Iraq soberano, estable y autosuficiente, con un gobierno representativo elegido por el pueblo».
Si este era el discurso oficial, otro discurso más realista anunciaba la reanudación de la violencia sectaria, el aumento de los atentados terroristas, la fragmentación del país en grupos étnicos enfrentados entre sí, una producción petrolífera que no superaba a la de la época de Sadam y unos servicios públicos deteriorados, que inducían a algunos iraquíes a añorar la época del ahorcado dictador. La aparición de la rama iraquí de Al Qaeda, producto de la invasión, y la creciente influencia de Irán son otras tantas pruebas de que la guerra no ha terminado con la imposición de la voluntad del vencedor, sino al albur de unas circunstancias que éste ha sido incapaz de dominar. Con la inestimable ayuda de los medios de comunicación favorables, la forzada salida de Iraq se convirtió en una operación modélica, que solo las más selectas fuerzas armadas que jamás han existido podrían llevar a cabo con éxito.
No mejores perspectivas ofrece la guerra en Afganistán. Aunque la OTAN lo niega, según datos de Naciones Unidas los atentados a la seguridad en los once primeros meses de 2011 fueron un 20% más numerosos que en el mismo periodo del año anterior. Aunque la retirada del país de las tropas de combate (sin incluir técnicos y asesores, instructores, fuerzas de seguridad privada y de operaciones especiales) está prevista para el último día del 2014, un alto mando militar de EE.UU. ya ha asegurado que es imposible alcanzar el éxito si no se aplaza hasta 2016 o 2017.
Las operaciones afganas, además, tienen una grave vulnerabilidad que no existía en Iraq: su voluminosa alimentación logística (salvo por la costosa vía aérea) se hace mediante rutas de comunicación terrestres que requieren la cooperación de otros países, no necesariamente aliados. Aunque de esto apenas se habla oficialmente, la guerra que EE.UU. y la OTAN desarrollan en Afganistán depende de la buena voluntad de otros Estados: Pakistán, al sur, y varios otros países al norte, a través de las rutas de Rusia o de Uzbekistán.
No es en esta posición de dependencia estratégica como puede seguir manteniendo su prestigio y su hegemonía militar la que se tiene por única gran superpotencia mundial, cuyos ejércitos superan al poder combinado de los diez siguientes países que le siguen en la lista, y ser capaz de intervenir unilateralmente en cualquier lugar del planeta.
Por esta razón, entre otras, en su reciente discurso sobre la nueva estrategia de Defensa, con el que Obama ha iniciado 2012, ha anunciado su propósito de no implicarse de nuevo en el continente euroasiático y volcar su atención al espacio del Pacífico y Extremo Oriente, sobre el que tiene mayores y más directas posibilidades geoestratégicas. Sigue siendo objeto de discusión si el Imperio Americano está mostrando sus primeros síntomas de declive, frente al todavía incipiente despertar de nuevas potencias, entre las que destaca China, pero es evidente que EE.UU. desea desentenderse algo más de la OTAN y sus problemas -a la que reprocha su bajo nivel de cooperación en el conflicto libio- y dedicar más atención a lo que ocurre en la orilla oriental de Asia.
Para iniciar con buen pie esta nueva andadura estratégica, EE.UU. tendrá que acabar aceptando que los diez años de implicación en el Oriente Medio y Asia Central han sido un fracaso que ha regalado al mundo una crisis prolongada, ha empeorado la situación de los pueblos a los que se pretendió ayudar y ha creado unas tensiones de nueva naturaleza que costará mucho desactivar. Una vez más, el recurso impulsivo a la guerra ha vuelto a alejar las esperanzas de paz.
Publicado en CEIPAZ, el 8 de enero de 2012.
Fuente: http://www.javierortiz.net/voz/piris/estados-unidos-cambia-su-foco-estrategico