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Filipinas: termitas en los zapatos

Fuentes: El Viejo Topo

Como Duterte, también el siniestro Ferdinand Marcos fue elegido en unas elecciones en 1965, aunque después derivó hacia la feroz dictadura que sigue siendo recordada por los ciudadanos por la dura represión del ejército, por el robo y la corrupción que enriquecieron a la familia del dictador, por las lujosas fiestas que Imelda Marcos organizaba en el Hotel Manila y por su colección de miles de zapatos que guardaba en grandes salas del palacio de Malacañang. La revuelta de febrero de 1986 terminó con la dictadura y dio paso a Corazón Aquino: fue la revolución  EDSA, por el nombre de la calle de Manila (Avenida Epifanio de los Santos) donde se sublevaron los filipinos, en una rebelión que fue secuestrada después, como había ocurrido también con la revolución iraní de 1979, raptada por los ayatolás. Los gobiernos amarillos (una denominación despectiva, surgida años después, para referirse a los miembros del Partido Liberal de Aquino) que se sucedieron fueron fieles a la oligarquía, y acabaron integrando a la familia Marcos, liquidando las esperanzas de un cambio real en el país. Treinta años después del fin de la dictadura, el desengaño se había apoderado de los filipinos: nada era como esperaban, Filipinas seguía siendo un país atenazado por la corrupción, la pobreza y la delincuencia. En esa decepción, nació Duterte.

En Filipinas, un país con más de cien millones de habitantes controlado por diez familias ricas, la economía se ha triplicado en los últimos quince años pero la tercera parte de la población vive en la miseria y, aunque el desempleo se ha reducido, padece una enorme desigualdad y sigue prisionero de la pobreza y la corrupción, como en los años del dictador Marcos. Para colmar su infortunio, soporta la hipoteca de las bases militares norteamericanas; sólo le faltaba un personaje como Rodrigo Duterte, que preside el país desde 2016.

Era un político local, un abogado, beneficiario del sistema corrupto que permite áreas y feudos para beneficio de la burguesía local y de señores de la guerra, y que se disfrazó de hombre que hablaba con el lenguaje de la calle. Así, en 2016, Duterte consiguió ganar las elecciones como candidato del PDP-Laban (un partido nacionalista con un limitado barniz progresista) tras haber sido alcalde de Dávao, la principal ciudad de la isla de Mindanao, durante más de veinte años, donde ya aplicó una dura política contra la delincuencia y la droga, que causó centenares de asesinatos; incluso organizó escuadrones de la muerte para asesinar a comunistas. Su hija, Sara Duterte, es ahora la alcaldesa de Dávao. Duterte, creciendo en la ola de la decepción y el hartazgo, consiguió un gran apoyo entre los pobres gracias a su promesa de que garantizaría la seguridad y pondría fin a la corrupción y la pobreza, utilizando en su campaña, deliberadamente, un lenguaje tosco y ordinario, con groseras alusiones sexuales, y aprovechando las redes sociales. Su figura es similar a la de otros caciques locales que participan de la corrupción y cuentan con grupos armados privados, camuflados como guardias de seguridad y que actúan con frecuencia como escuadrones de la muerte. Aunque no pudo probarse su implicación directa, posteriormente Duterte ha reconocido que, en Dávao, llegó a matar personalmente a algunos delincuentes. Su crueldad no tiene nada que envidiar a Marcos, y mantiene una excelente relación con la viuda Imelda.

Duterte era uno de los denominados señores de la guerra locales, que consiguió navegar la ola del descontento contra los amarillos de Benigno Aquino en 2016. La coalición que le llevó a la presidencia estaba compuesta por una mezcla contradictoria de caciques locales que querían asegurar su propio poder, por fuerzas políticas con ansia por ocupar parcelas gubernamentales que aseguran el clientelismo, por sectores de la burguesía que apoyaron a anteriores presidentes del país como la corrupta Gloria Macapagal y Benigno Aquino (Noynoy, hijo de Corazón Aquino), e incluso por facciones políticas progresistas que creyeron ver en Duterte una oportunidad de cambio, aunque ligada también a sus propios intereses personales: algunos ámbitos han llegado a disfrazar de programa revolucionario sus propósitos de conseguir cuotas de poder. La coalición de Duterte se enfrentaba a los denominados dilawan, o “amarillos”, y consiguió cambiar el escenario sin afectar al viejo poder económico. Ya en la presidencia, Duterte no abandonó su lenguaje misógino y sucio: en 2018, justificó el aumento de violaciones y abusos sexuales en Dávao porque, afirmó, «mientras haya muchas mujeres bonitas también habrá más casos de violación», y a las pocas semanas de mandato llegó a calificar a Obama de “hijo de puta” por cuestionar su forma de combatir el tráfico de drogas.

Tras ganar las elecciones, el programa de Duterte recibió el apoyo del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. Junto a su programa económico neoliberal, Duterte lanzó su plan de liquidación de delincuentes, volvió a implantar la pena de muerte, y abogó por negociar con la guerrilla comunista, aunque también ha facilitado la universidad gratuita y el acceso de las mujeres a medios anticonceptivos, y prometió la reforma agraria, la atención sanitaria a la población más pobre, e incluso criticó a los empresarios de la contaminante minería (aunque, después, cesó a la ministra que se había enfrentado a los dueños de las minas), atacó a la desprestigiada Iglesia católica, y ha defendido a los homosexuales. Llegó a proclamarse socialista, en una desenfrenada carrera hacia la demagogia más burda que, sin embargo, le granjeó el favor popular. Hoy, la mayoría de los pobres sigue sin tener acceso a la sanidad gratuita, el presupuesto para salud ha disminuido, y su programa persigue la privatización de bienes públicos, mientras su gobierno defiende la liberalización económica y una legislación laboral regresiva, pese a que prometió acabar con la contratación precaria.

La vieja oligarquía y los sectores burgueses ligados a los Aquino (que también recurrieron a masacres y asesinatos extrajudiciales, como la matanza de Maguindánao, durante la presidencia de Macapagal) vieron crecer el movimiento de Duterte, basado en las élites locales contrarias al poder tradicional de Manila, que consiguió un amplio apoyo popular con sus promesas de garantizar seguridad a los ciudadanos, perseguir el crimen y el narcotráfico, mejorar la vida de los más pobres y acabar con la corrupción. Ese programa consiguió incluso el sostén de una parte de la izquierda, hasta el punto de que algunos vieron la posibilidad de una evolución antiimperialista de Duterte, que tuvo la habilidad de integrar a personas progresistas en su gobierno, como el abogado Carlos Isagani T. Zárate, del partido Bayan, o Joel Maglunsod, dirigente del sindicato Kilusang Mayo Uno (KMU, una organización obrera que perdió a decenas de sus activistas, asesinados por escuadrones de la muerte) y, en la primera etapa de su gobierno, a personas próximas al Partido Comunista, que continúa siendo clandestino, al tiempo que Duterte daba su aprobación al inicio de negociaciones de paz con la guerrilla comunista en agosto de 2016, en Oslo. El espejismo no duró mucho: en febrero de 2017 el Partido Comunista rompió las negociaciones por desacuerdo con Duterte y éste lo calificó como “grupo terrorista” y dio la orden a los militares de disparar a matar contra los miembros del Nuevo Ejército del Pueblo, BHB, la guerrilla comunista, que respondió incrementando sus operaciones. En 2018, Duterte fue más lejos: ofreció quinientos dólares a cualquiera que matase a un comunista, y en febrero de ese año animó a los soldados a que “disparasen en el coño” a las mujeres comunistas. También ordenó la persecución contra los grupos armados musulmanes en Mindanao (isla donde viven veinticinco millones de filipinos), algunos ligados a Daesh, y estableció el estado de guerra prometiendo impunidad para los militares y policías, incluso si robaban y violaban durante la ley marcial. Los grupos armados islamistas, que se han dividido en varias facciones, se enfrentaron al ejército: las operaciones causaron centenares de muertos en Marawi, una ciudad de doscientos mil habitantes donde los combates se prolongaron durante meses en 2017 y obligaron a los habitantes a permanecer en sus casas guareciéndose de francotiradores, de yihadistas, de la policía y de los bombardeos del ejército.

Duterte consiguió también apoyo entre la policía y la milicia; aunque los lazos históricos de las fuerzas armadas están ligados a la oligarquía, a Estados Unidos y a los círculos burgueses de los Aquino, Duterte incorporó a su gobierno a militares y designó a otros mandos del ejército en puestos de responsabilidad. Estados Unidos confió en Duterte en el inicio de su presidencia, tanto por su política económica como por la tradicional alianza militar plasmada en sus bases en el país. Sin embargo, ya en 2016, Duterte respondió a las críticas norteamericanas por las violaciones de derechos humanos con amagos de renegociar el Tratado que une a los dos países, e incluso con expulsar a sus tropas del país, y acercarse a China y Rusia, amenazas que no se concretaron en nada, más allá de algunos viajes a Pekín, aunque sedujeron al difuso nacionalismo filipino. Esos gestos alarmaron a Washington, que estuvo detrás del impulso a una investigación en el Senado filipino sobre la implicación de Duterte en los asesinatos de Dávao, para presionarlo o, incluso, derribarlo.

Desde el inicio de su mandato, Duterte promovió los asesinatos protagonizados por escuadrones de la policía y del ejército, y de grupos armados privados compuestos por matones organizados por la propia policía, en una cacería que ha causado miles de víctimas en todo el país (algunas fuentes creen que supera los diez mil asesinatos), aterrorizando a los barrios pobres de muchas ciudades, acompañada de una demagogia, que ha calado en buena parte de la población, basada en estimular el miedo contra los “terroristas” y los drogadictos y delincuentes. Son, sobre todo, los barrios pobres de muchas ciudades y regiones del país quienes soportan la represión del ejército y la policía, y de grupos privados de matones. En el origen de esa campaña está el shabú, la “droga de los pobres”, la metanfetamina a la que están enganchados millones de filipinos (también entre la comunidad tagala de Barcelona), una droga que permite resistir extenuantes jornadas de trabajo, para salarios que, con frecuencia, no llegan a los doscientos cincuenta euros mensuales. En una siniestra paradoja, expresión de la endiablada situación del país, muchos policías y militares son traficantes, incluidos los de alta graduación. Duterte controla la policía, pero no tanto al ejército, siempre dependiente de su alianza con Estados Unidos, y tanto los militares como la policía están divididos en facciones fieles a distintos grupos de poder, que participan del narcotráfico. Duterte denunció incluso a generales de la policía y del ejército como cómplices y beneficiarios del tráfico de drogas, llegando incluso a ordenar el asesinato de algunos, como el ex general y alcalde Vicente Loot: en 2019, Duterte lo reconoció públicamente: «General Loot, hijo de puta. Te tendí una emboscada, animal, y aun así sobreviviste». Ese mismo año Duterte denunció públicamente a decenas de funcionarios por participar en el narcotráfico y decidió premiar a los policías que matasen a sus superiores si estaban implicados en el tráfico de drogas, pero su represión sólo ha alcanzado a los pequeños camellos y drogadictos de la calle. Ha llegado a denunciar que los grandes narcotraficantes influyen sobre los jueces en los tribunales; Duterte ofreció una justicia expeditiva, fulminante: organizaciones humanitarias han denunciado «la incitación flagrante y continua a matar que hace Duterte».En realidad, su lucha contra la droga es una guerra contra los pobres, con una policía profundamente corrupta y cómplice de los traficantes.

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Filipinas mantiene relaciones preferentes con Estados Unidos y los miembros de la ASEAN, además de con Japón, Corea del Sur y Australia, y con los países de Oriente Medio, destino de muchos emigrantes filipinos. Washington y Manila suscribieron un Acuerdo de Cooperación de Defensa, EDCA, en marzo de 2016, que contempla bases aéreas norteamericanas: la Antonio Bautista en Puerto Princesa, Palawan; la César Basa, en Floridablanca; y Lumbia, en Cagayán de Oro; también, la base Mactan-Benito Ebuen, en Mactan, Cebú; y el mayor acuartelamiento del país: Fuerte de Ramón Magsaysay, en Nueva Écija, además de la base de Clark (aeródromo de los aviones estadounidenses que patrullan en el Mar de China meridional), y la de Subic Bay, que aunque fue cerrada en 1992 sigue siendo utilizada por la US Navy, hasta el punto de que en algunos años han atracado en ella más de cien barcos de guerra estadounidenses, incluidos submarinos nucleares. El Pentágono tiene previsto construir nuevas instalaciones y modernizar otras, y no contempla evacuar a sus fuerzas del país.

Filipinas tiene varios convenios con Estados Unidos: además del Tratado de Defensa Mutua, de 1951, los liga el Acuerdo de Cooperación de Defensa, EDCA, y el Visiting Forces Agreement, VFA, de 1998, que sirven para aplicar el Tratado de Defensa. Pero las relaciones no son fáciles, aunque muchas declaraciones de Duterte sean pura pirotecnia verbal: a finales de 2019, prohibió la entrada en Filipinas a los senadores norteamericanos Richard Durbin y Patrick Leahy, después de que Estados Unidos incluyera una enmienda en su presupuesto para 2020 vetando la entrada en el país a los filipinos involucrados en la detención de la senadora Leila de Lima (ministra del gobierno de Noynoy Aquino, encarcelada desde 2017, acusada por Duterte de recibir sobornos del narcotráfico) que investigó los asesinatos masivos en la campaña contra las drogas. A finales de enero de 2020, el presidente prohibió a sus ministros viajar a Estados Unidos, culpando a su gobierno de ver a Filipinas como un “estado vasallo” y de no respetar su soberanía, y en febrero notificó a Washington el fin del acuerdo VFA, que permite la presencia de miles de soldados norteamericanos en Filipinas. Esa decisión fue la respuesta a la negativa norteamericana a otorgar visado al senador Ronald de la Rosa, jefe de la policía filipina. Si Duterte cumple su palabra, todavía deberán pasar seis meses para poner término al acuerdo, según estipula el VFA. De hecho, ya había anunciado en 2016 que quería conseguir la retirada de los militares norteamericanos hacia el final de su mandato, y que no pensaba sustituirlos por otras tropas extranjeras.

Las aguas del Mar de China meridional y la soberanía sobre sus islas, donde seis países (China, Taiwán, Filipinas, Vietnam, Brunei y Malaisia) reclaman su soberanía sobre las islas Spratly, son la otra gran cuestión donde Washington presiona a Manila, estimulando sus demandas en su objetivo de concertar un bloque antichino en el sudeste asiático. El Tribunal de Arbitraje de La Haya atendió en 2016 las reclamaciones filipinas sobre una parte de las islas Spratly, pero Pekín no aceptó el procedimiento. Esas diferencias son utilizadas por Estados Unidos para intentar atraerse hacia su campo a la mayoría de países de la ASEAN, aunque sus miembros son, al mismo tiempo, muy conscientes de que sus intereses corren paralelos al desarrollo de la iniciativa china de la nueva ruta de la seda. Washington pretende que Indonesia encabece la oposición a los planes chinos con la esperanza de que consiga arrastrar a Malasia, Filipinas, Brunei y Vietnam. A su vez, Tokio desarrolla una activa política de inversiones en el sudeste asiático, que responde a su pugna asiática con Pekín, y favorece el plan norteamericano de contención de China, que Xi Jinping quiere diluir con su iniciativa para mejorar las relaciones con Japón.

La visita de Duterte a Pekín en agosto de 2019 para discutir con Xi Jinping la disputa del Mar de China meridional concluyó con el acuerdo de crear un comité para la exploración conjunta de petróleo y gas en la plataforma marítima y créditos chinos para la construcción de ferrocarriles. Estados Unidos envió unas semanas después el portaaviones USS Ronald Reagan con objeto de realizar una demostración de fuerza en el Mar de China meridional, presionando a Pekín pero enviando también a Manila un aviso de su determinación. Como respuesta y advertencia, la Armada china rodeó con siete buques al portaaviones, cerrando provisionalmente el grave episodio. El Pentágono tomó buena nota de todo ello: aunque Estados Unidos no puede realizar reclamaciones sobre las islas Spratly, patrulla la región alegando que lo hace en defensa de la “libertad de navegación”. El propio Duterte se hizo eco de los numerosos barcos norteamericanos que navegan por aguas filipinas a causa de las disputas sobre el Mar de China meridional. Pocos meses después, a principios de enero de 2020, Ryan McCarthy, secretario del US Army, afirmó en un acto de la Brookings Institution en Washington que Estados Unidos tiene la intención de desplegar en Taiwán y Filipinas un grupo especial del ejército capaz de “realizar operaciones de información, electrónicas, cibernéticas y de misiles contra Pekín”, grupo dotado con misiles hipersónicos, aunque Duterte ha anunciado que no aceptaría misiles norteamericanos en Filipinas. Al mismo tiempo, el ejército filipino presiona para que Manila adopte una política más dura con China, y utilizó para ello la colisión, en junio de 2019, de un barco chino y un pesquero filipino cerca de las Spratly, al tiempo que Delfín Lorenzana, ministro de Defensa, y Hermógenes Esperon, asesor de seguridad nacional de Duterte, criticaron públicamente a China y presentaron protestas diplomáticas por las diferencias sobre las islas Spratly, donde Manila controla la isla Thitu, que ocupó en 1968, y algunas otras menores.

El contencioso sobre el Mar de la China meridional es una de las tramas que utiliza Estados Unidos en Asia para la contención de China. Teme perder influencia en Filipinas, paralela al aumento de la presencia china: por ello, apoya también las reclamaciones de Vietnam sobre las Spratly como una forma de atraerse al país a su bloque anti chino para compensar ese hipotético retroceso. Por su parte, China se guía, cautelosamente, por el “principio de no injerencia en los asuntos internos” de cada país y, para resolver las diferencias, prefiere impulsar la cooperación económica y aumentar las ayudas a los países del sudeste asiático que mantienen reclamaciones sobre el Mar de China meridional: ha aumentado sus inversiones y su colaboración con Manila y con Hanoi para diluir la disputa. El país más poblado de la región, Indonesia, juega también sus cartas: ha dado nombre propio (Mar de Natuna) a la zona del Mar de China meridional situada entre Singapur y Borneo, reclamando su soberanía para impedir faenar a los barcos pesqueros chinos, y ha establecido acuerdos con Japón. Joko Widodo, presidente indonesio, suscribió con el ministro de Asuntos Exteriores japonés, Toshimitsu Motegi, acuerdos sobre pesca y prospecciones energéticas en las islas Natuna, donde Yakarta abrirá una lonja de pescado que llevará el nombre del viejo mercado tokiota de Tsukiji. Japón financia también la construcción de puertos pesqueros en las islas Natuna y proporciona ayuda a la guardia costera indonesia. Yakarta coopera con China y Japón, intentando mantener el equilibrio entre ambos, aunque otorgó la concesión a Tokio para construir en Java el ferrocarril entre Yakarta y Surabaya, la segunda ciudad del país.

Aunque sus intereses en el Pacífico son menores, Rusia, que mantiene buenas relaciones con Vietnam, también está en el punto de mira del Pentágono, sobre todo en el extremo oriente ruso y en la región de Vladivostok; para ello, el ejército estadounidense ya empezó a trabajar, en 2018, en el plan para aumentar sus fuerzas en el sudeste asiático, con la 17 Brigada de artillería de campo de la base conjunta Lewis-McChord, en Tacoma, Washington, para entrenamiento y simulaciones de guerra. El plan del Pentágono es trasladar una parte de sus fuerzas desde Oriente Medio, África y Europa a la extensa zona de los océanos Índico y Pacífico para rodear a China, y las bases en Filipinas pueden desempeñar un papel relevante, unido a su nuevo despliegue en Japón y Corea del Sur. Putin, en el Foro Económico Oriental, en septiembre de 2019, en Vladivostok, alertó sobre el anuncio del jefe del Pentágono, Mark Esper, de que Estados Unidos iba a desplegar misiles de alcance medio prohibidos por el Tratado INF en Japón y Corea del Sur. Esper había aludido a su deseo de desplegar misiles de alcance medio en Asia, sin concretar su emplazamiento.

Todos los escenarios están relacionados y las cancillerías saben que en la defensa de los intereses económicos y en la batalla por áreas de influencia, el obligado pragmatismo en la política exterior fuerza a relacionarse con personajes tan siniestros como el rey thailandés Maha Vajiralongkorn o el filipino Duterte. En esa gran región del Pacífico, el Pentágono ha desplegado su escudo antimisiles en Corea del Sur y Japón (en violación de los acuerdos de desarme), mientras China mantiene una clara superioridad sobre Estados Unidos en fuerzas terrestres y prepara misiles hipersónicos, y le ha igualado en aviación militar, pero es inferior en despliegue naval ante los portaaviones norteamericanos y sus barcos de apoyo. Esa situación preocupa al Pentágono aunque, a diferencia de Estados Unidos, China mantiene una rigurosa política defensiva: no quiere iniciar un reto militar, ni pretende abrir bases militares en otros países, ni mucho menos ocupar territorios ajenos.

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Duterte es un personaje de la nueva extrema derecha que ha llegado al poder en los últimos años: representa una corriente demagógica, agresiva y nacionalista, como Modi, Bolsonaro, Orbán, Salvini, Kaczyński, Erdogan o Trump, y mantiene rasgos comunes con el fascismo histórico. No es extraño que Trump sea un contumaz defensor del estrafalario presidente filipino y que, aunque conserve un considerable respaldo entre la población, la izquierda critique con dureza su política. Para el Partido Comunista filipino, Duterte es el principal representante político de la burguesía y de un Estado opresor y casi colonial: los comunistas denuncian que en su ascenso utilizó una hipócrita retórica contra la oligarquía, así como el drama de la droga y las demandas de justicia social de la población, para establecer un régimen que califican de fascista, criminal y asesino, y que va a desintegrarse; y creen que no importa mucho lo que diga el presidente, porque el control norteamericano sobre el país va a mantenerse a corto plazo. Identifican a Lorenzana, ministro de Defensa, y a Esperon, asesor de seguridad nacional, junto al ministro del Interior, Eduardo Año, como los principales valedores de Duterte y los más relevantes defensores en el gobierno del acuerdo militar con Estados Unidos, VFA.

Para el Partido Comunista filipino, Estados Unidos mantiene a Filipinas en una situación casi colonial, y el acuerdo militar (Visiting Forces Agreement, VFA) es el instrumento para intervenir en los asuntos locales y controlar el país, además de una herramienta para su estrategia en la gran región del Pacífico. Duterte les responde con ferocidad: impidió abruptamente, en 2017, cualquier avance en las negociaciones de paz con la guerrilla comunista y, además de ofrecer recompensas económicas a quien mate a sus militantes, imitando al viejo Far West norteamericano, ha decidido desplegar al ejército en las universidades para “evitar la captación de estudiantes” por el Partido Comunista: los militares tienen vigilados dieciocho centros de estudios en Manila, entre otros lugares.

Cuatro años después de su elección, la figura de Duterte tiene un inconfundible talante fascista, matón, provocador y pendenciero, y sigue manteniendo hasta hoy el apoyo de los sectores sociales más ricos, sobre todo porque buena parte de la vieja oligarquía que medró con los Aquino, se ha pasado a sus filas. Tiene también numerosos seguidores en la mesocracia, e incluso el consenso de una parte de los trabajadores que, decepcionados en sus esperanzas de cambio por los gobiernos amarillos, creyeron en las palabras y la demagogia de Duterte. En mayo de 2019, su partido, el PDP-Laban, aunque perdió escaños, ganó las elecciones a la Cámara de Representantes y consiguió un 30 % de los votos válidos, seguido por el Partido Nacionalista de Manuel Villar, una de las tradicionales formaciones burguesas.A finales de 2019, Duterte aseguró que no se presentaría a la reelección en 2022 (como si pudiera hacerlo e ignorara que la Constitución no permite la reelección del presidente), e incluso citó a dos candidatos a sucederle: Joey Salceda y Francis Chiz Escudero, aunque también se especula con la candidatura del hijo de Marcos, Ferdinand, que también recibió su apoyo.

Los intentos por articular un frente de izquierda contra la evolución dictatorial y fascista de Duterte avanzan con lentitud. Con los comunistas en la clandestinidad, manteniendo la guerrilla, y su principal dirigente, Jose Maria Sison en el exilio holandés, el Frente Democrático donde se integran agrupa a parte de la izquierda, y otros sectores buscan la articulación de un bloque conjunto para enfrentarse a Duterte. Pero el endiablado dilema estriba en cómo derrotar al régimen criminal de Duterte… sin favorecer el retorno de la vieja oligarquía corrupta de los amarillos, los Aquino y Macapagal. Y, como el Pentágono, el ejército filipino está alerta: después de todo, tienen cercano el ejemplo de Thailandia, donde los militares dieron un golpe de Estado en 2014, con la complacencia de Estados Unidos, consolidando el régimen del general Prayuth Chan-o-cha y del monarca Maha Vajiralongkorn, ambos fieros anticomunistas.

La colección de miles de zapatos de lujo de Imelda Marcos, guardada en un museo de Manila, acabó devorada por las termitas. Ese parece el destino inmediato del Estado filipino, carcomido por la corrupción, gobernado por un extravagante presidente que presume de haber matado a delincuentes con sus propias manos, devorado por los señores de la guerra y de la droga, por los generales del ejército y la policía que organizan grupos de matones y se enriquecen con el narcotráfico, mientras muchos trabajadores siguen recurriendo al shabú, la droga y el consuelo de los pobres.