Muchos se habrán frotado las manos al ver como en la cumbre de Shanghai, China y Rusia acercaban posiciones en lo estratégico con la firme voluntad de alentar un reequilibrio global capaz de poner fin a un sistema internacional que tras el fin de la guerra fría ha derivado en un dominio prácticamente absoluto de […]
Muchos se habrán frotado las manos al ver como en la cumbre de Shanghai, China y Rusia acercaban posiciones en lo estratégico con la firme voluntad de alentar un reequilibrio global capaz de poner fin a un sistema internacional que tras el fin de la guerra fría ha derivado en un dominio prácticamente absoluto de los intereses hegemónicos occidentales.
El entendimiento sino-ruso puede tener consecuencias importantes en numerosos planos de las relaciones internacionales, hasta el punto de llegar, quizás, a consolidar un eje de acción con impactos en las grandes estructuras internacionales existentes o por crear. En pocos meses, a la vista de la dinámica de los BRICS, por ejemplo, podremos constatar en qué medida dicha previsión se confirma, disipando poco a poco las sombras que aún persisten en su relación bilateral, que las hay.
En cualquier caso, con independencia de dichos desarrollos, lo ciertamente lamentable es que este enfoque alternativo del orden mundial vigente no vaya acompañado de expectativas y propuestas creíbles en el orden social sustancialmente diferentes a las promovidas por los países de Occidente. Mientras en Europa, su modelo se hunde ante la premisa de que el progreso económico requiere el sacrificio del progreso social, ninguno de los países que promueve una agenda geopolítica diferente se caracteriza por alentar una política social basada siquiera en los estándares que, por ejemplo, han caracterizado el trazo comunitario hasta hace bien poco.
En la Rusia de Putin, tras años de capitalismo salvaje que han hecho tabla rasa de buena parte de los avances sociales de la era soviética, el Kremlin abraza igualmente el neoliberalismo mientras se sirve de glorias pasadas para templar y loar el repunte nacionalista.
En el caso chino, con un partido comunista en el poder, el caso es más llamativo aún. Todo descansa en la idea de que el desarrollo económico mejorará las oportunidades y condiciones de vida de todos los ciudadanos. En términos generales, esto puede llegar a ser cierto, pero si entramos en la letra pequeña, la persistencia de las desigualdades sociales y las carencias, reconocidas, en numerosos campos, nos ofrecen un panorama poco alentador.
Si nos atenemos a las resoluciones de la III Sesión Plenaria del PCCh de noviembre de 2013 y que sirve de hoja de ruta para los próximos años, las alusiones a la cuestión social son escasas. La «China hermosa» parece depender más del apogeo del mercado que de la justicia social, a juzgar por el énfasis aplicado en cada una de estas variables. En los 60 puntos de dicho documento, debemos aguardar al capítulo XII para encontrar menciones a la «obra social», con especial alusión a la educación (42) si bien desde una perspectiva muy gestora, al empleo y al emprendimiento (43), apostando por «innovar» mecanismos de coordinación de las relaciones laborales y hacer fluidos los canales que deben permitir a los trabajadores manifestar sus «reclamaciones razonables». En el punto 44, relaciona directamente la remuneración laboral con el incremento de la productividad, acompañado de invocaciones vagas a la mejora de la negociación colectiva o la protección de las rentas del trabajo, etc. En el punto 45 se aboga por un sistema de seguridad social más equitativo y sostenible, incluyendo la postergación de la edad de jubilación (actualmente, 55 para mujeres y 60 para hombres) y el tratamiento de los problemas asociados a la vejez, incluyendo el régimen médico y sanitario (46). En las explicaciones de Xi Jinping sobre la resolución, ni un comentario a lo social.
En ambos casos, hay proyectos nacionales de gran envergadura y de consecuencias globales, pero pasando de largo de la cuestión social que ha perdido peso en la agenda política. En el caso chino, a diferencia del mandato anterior de Hu Jintao en el que experimentó cierto empuje, su abordaje se relaciona con los problemas de integración urbano-rural, urbanización, y creación de la sociedad de consumo, etc., pero falta la caracterización de un modelo sobre las acciones en construcción y que debiera articularse en torno a la solidaridad colectiva y la equidad social, limitando la desigualdad económica y protegiendo a los más vulnerables.
De esta forma, si bien las cuestiones ambientales, por ejemplo, parecen abordarse de modo más activo -tras años de minusvaloración de su importancia-, en lo social, poco cabe esperar a día de hoy, lo cual supone una sombra poderosa para una estrategia china tan comprometida con la profundización de una reforma basada en la exaltación del papel del mercado.
Así pues, la colaboración sino-rusa, si bien puede aspirar a contentar las ansias de poner freno a la desmesura occidental en numerosos planos y hasta cambiar el mundo, lamentablemente poco puede aportar en otras dimensiones en un contexto global en que se exigiría ciertamente una compensación de la obsesión por el crecimiento económico y la competitividad. Siendo así, podremos encontrarnos con otro orden global, pero no necesariamente mejor, al menos en este tan importante aspecto.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China.
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