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El sexto día del pueblo tunecino

Haciendo planes

Fuentes: Rebelión

Fotos de Ainara Makalilo

En el sexto día del pueblo tunecino circula un chiste entre la gente: «hemos echado a Ali Babá, pero se han quedado los 40 ladrones».

Por sexto día consecutivo, cientos de ciudadanos violan la ley marcial, que impide reunirse a más de tres personas, y alcanzan esta vez la Avenida Bourguiba, invadiendo el boulevard central. La policía deja hacer. La atmósfera, bajo un cielo a franjas blancas y azules, es completamente distinta del día anterior. Toda la tensión se ha esfumado. Se tiene la certeza de la debilidad del gobierno o al menos de que su estrategia, a la espera del consejo de ministros aplazado hasta el jueves, pasa por no usar la fuerza. De hecho, hemos llegado hasta allí por calles de nuevo populosas, con muchas tiendas abiertas y felizmente abastecidas, y en medio de un tráfico relativamente nutrido. Los bancos, que aún no entregan dinero, están también abiertos. Pero no es la normalidad. O sí: es precisamente la normalidad. Da la sensación de que, por primera vez en 23 años, en Túnez ocurre algo normal. Como si se hubiese levantado la tapa del cielo sobre sus cabezas.

En el boulevard de la Bourguiba, los manifestantes manifiestan, al mismo tiempo que su rechazo al RCD, su simple existencia, su anchura y longitud, el despliegue máximo de su realidad compartida. Gritan de nuevo consignas vigorosamente abstractas («Pueblo, libertad, patria, dignidad»), hacen ondear la bandera de Túnez, cantan una y otra vez el himno nacional. Abren sus apretadas filas para que pasen los tranvías, que exhiben en los parabrisas leyendas contra el RCD y el ilegítimo gobierno de coalición, y se cierran de nuevo para seguir alzando sus voces. Se dejan llevar por la sensación, quizás peligrosa, de que ya han vencido. Y convierten el boulevard en una concentración, pero también en un desfile festivo, donde cada participante expresa a su manera, en un trozo de papel, mediante una frase o una imagen, su decisión: «Respetad la voluntad del pueblo», «Bel Ali+RCD=terrorismo», «Fuera Ghanouchi». Seis jóvenes vestidos de negro pasan muy deprisa, adelante y atrás, cargando sobre sus hombres un ataúd en el que está escrito: «RCD, al basurero de la historia». Y todos nos conmovemos cuando pasa un hombre mostrando un montaje fotográfico en el que aparece Mohammed Bouazizi, el mártir de Sidi Bousid, con la cinta presidencial cruzándole el pecho sobre una leyenda que dice: «Bouazizi, presidente».

Hay alegría y orgullo; de pronto los tunecinos se han convertido en el símbolo de la resistencia contra las dictaduras y muchos no se creen lo que han sido capaces de hacer. Ines Tlili, cámara de cine, dice exultante de felicidad: «Ayer veía las noticias en la tv y me sentía perpleja y feliz: ¡somos nosotros!».

Grupos de militantes e intelectuales discuten en corros excitados. Se cita a Lenin, a Rosa Luxemburgo, la revolución francesa, la rusa, la china. También se citan los casos de Cuba y Venezuela.

– Podemos organizarnos de manera autónoma -dice el hermano de Ben Brik, el famoso periodista perseguido por el régimen, y continua: – Hay que aprovechar la autogestión defensiva de los barrios para formar consejos y comunas.

– Necesitamos una alternativa organizada -dice otro.

– Precisamente no hay nada más organizado que la espontaneidad.

– Pero piénsalo un poco. La economía de nuestro país depende del turismo, la emigración y el sector textil en manos extranjeras. En un mes todo eso puede venirse abajo. Pueblo y libertad son ideas abstractas. Necesitamos un plan concreto. ¿Lo tienes?

– Lo tengo. Jóvenes organizados en los barrios y un gobierno de unidad nacional formado por la UGTT y los partidos de izquierdas.

Que el régimen siga en pie, que las milicias de Ben Alí no hayan sido derrotadas, que la ruptura no se haya consumado, no es obstáculo para esta eclosión de febril actividad constructiva. Hay formas de alegría que demandan precisamente planificación, aunque no se disponga aún de los medios para ello.

Amira, joven actriz, hace también planes para difundir la cultura en los pueblos más castigados y en los sectores más desfavorecidos de Túnez. «En el sur la vida de los jóvenes es desoladora. El único recurso que se les ha proporcionado es la prostitución del turismo. No hay cine ni centros culturales ni teatro ni nada. Es necesario llevarles todo eso como factor inseparable de la soberanía política y de la conciencia colectiva, quebrada intencionadamente por la dictadura de Ben Ali».

Las situaciones de excitación revolucionaria actualizan todos los mitos, que son en realidad atajos celerísimos hacia la armonía total. Najib es un contable cuarentón que trabaja en una institución pública. Se ha mezclado con los intelectuales y militantes y ha discutido con ellos en pie de igualdad, haciendo gala de una vasta, aunque vacilante, cultura histórica autodidacta. Se define como musulmán, aunque declara enseguida que no votaría jamás por el Nahda. Tiene su propia solución: no se trata de acabar con el RCD sino con todos los partidos, todos los sindicatos, todas las instituciones. ¿Y entonces? ¿Cómo gobernar el país? «El pueblo», dice con aplomo, «el pueblo tunecino está preparado, es inteligente, es genial. Cualquier tunecino puede poner en marcha un avión o gestionar un hospital». Después de lo que el pueblo ha hecho en los últimos treinta días, es fácil creer en los milagros.

Se canta, se baila, se cuentan, por lo demás, historias que abonan la excitación emancipatoria. En distintos lugares de la ciudad los trabajadores habrían expulsado a sus patrones y tomado sus centros de trabajo. Los empleados de la compañía de seguros Star habrían obligado al director a abandonar descalzo el edificio de la compañía. De otras ciudades de Túnez siguen llegando noticias de asaltos a sedes del RCD. Se anuncia además un inminente comunicado de todos los partidos de izquierda, reunidos para coordinar una estrategia común frente al gobierno de Ghanouchi.

De vuelta a casa, en un Túnez extrañamente festivo en el que los tanques alegran casi la vista, nos emociona ver a un viejo que reparte su baguette de pan, mendrugo a mendrugo, entre los paseantes y más adelante un pequeño puesto de verduras en el que puede leerse el siguiente anuncio: «el que tenga dinero que pague, el que no que coja gratis».

Unas ochenta personas permanecen toda la noche en la Avenida Bourguiba para esperar el aluvión del día siguiente.

Estamos a punto de engañarnos y acostarnos contentos.

Pero a las 10.30 llegan noticias del Mourouj. Las milicias del dictador están asaltando el barrio y se enfrentan a tiros con el ejército, que ha pedido a los comandos de autodefensa que se refugien en las casas para evitar víctimas civiles.

A veces los humanos han cambiado ya mientras las estructuras siguen en pie. Y eso es bueno si se quiere tumbarlas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.