Traducido del inglés por Sinfo Fernández
El 12 de julio de 2006, cuando los combatientes de Hizbullah capturaron a dos soldados israelíes para intercambiarlos por los prisioneros libaneses y árabes que Israel tiene detenidos, este Estado se vengó lanzando una guerra total de aniquilación y genocidio. Como la respuesta israelí excedió todas las reacciones inteligibles conocidas en las relaciones internacionales, se interpretó que esa guerra no estaba «realmente» causada por esos dos prisioneros israelíes y, quizá, tampoco estaba del todo motivada por Israel.
Desde el principio, EEUU se implicó significativamente en ese escenario de guerra, situándose en él según iba evolucionando el conflicto, lo que provocó que algunos diputados y comentaristas israelíes levantaran una bandera roja. Durante unas tres semanas, la administración Bush bloqueó los esfuerzos de Naciones Unidas para que el Consejo de Seguridad aprobara una Resolución exigiendo un alto el fuego que hubiera podido conducir a un acuerdo negociado de intercambio de prisioneros entre las partes en conflicto. Washington justificó la destructiva guerra israelí contra el Líbano calificándola de «autodefensa» y aprovechó la oportunidad para que se implementara la Resolución 1559 del CS que postulaba el desarme de Hizbullah y el redespliegue del ejército libanés por el sur del Líbano.
Uno de los aspectos más destacados de la guerra, que quizá influyó en su trayectoria y evolución, fue la posición adoptada por los regímenes árabes. Algunos rechazaron rápidamente la operación de Hizbullah calificándola de apuesta equivocada y culpando a la organización de ser la responsable de las consecuencias de la guerra israelí, estableciendo diferencias entre la acción de Hizbullah y la legítima resistencia. A su vez, el liderazgo de Hizbullah consideró que esta postura no sólo proporcionaba cobertura política a la agresión de Israel sino que, directamente, también prolongaba la guerra y ampliaba su alcance.
A pesar de los posteriores intentos de esos regímenes árabes de alcanzar un alto el fuego, la respuesta popular de la calle árabe ante la posición inicial de sus gobiernos fue de indignación y de solidaridad hacia Hizbullah, los movimientos islamistas y las tendencias pan-árabes y nacionalistas. El público árabe no podía comprender la postura árabe oficial; la conciencia de las masas fue impresionante y mostró, de forma especial e irónica, las divergencias entre sus sentimientos y las prioridades de los regímenes árabes, ya que algunos de estos regímenes boicotean económicamente a Israel y a lo largo de seis décadas han rechazado reconocer, negociar o siquiera entrar en contacto con Israel.
En diversos grados, la posición de los regímenes árabes es el reflejo de otro factor que representa un desafío para los actores importantes del sistema árabe, a saber: el rol o la «iniciativa» iraní en Oriente Medio. Las manifestaciones de ese rol son el programa de investigación de energía nuclear de Irán, su oposición a la hegemonía estadounidense, su alianza con Siria, su adopción de Hizbullah en el Líbano, su apoyo a Hamas y a la Yihad Islámica en Palestina, y su relación de patronazgo con los movimientos políticos chiíes en Iraq. Este último es el aspecto más controvertido, o quizá el más provocativo, de la influencia iraní en la región.
La emergencia de una situación sectaria divisiva en Iraq continúa dañando la credibilidad de Irán en el mundo árabe e instiga sentimientos anti-iraníes y anti-chiíes en algunos de los países árabes de la región y de fuera del Golfo. El discurso oficial árabe oscila desde la advertencia contra una media luna chií extendiéndose desde Irán e Iraq hasta Siria y Líbano (una alegación injustificable por las realidades políticas y demográficas), a culpar a EEUU por ceder Iraq a la influencia iraní y a sus aliados locales -por caracterizarse los chiíes iraquíes por su lealtad absoluta hacia Teherán-, hasta la petición a Irán para que cumpla sus diversas obligaciones con respecto a sus vecinos del Golfo en cuanto a sus ambiciones nucleares y estratégicas. Este sentimiento anti-iraní y anti-chií no se limita ya a la esfera oficial; se ha extendido hasta impregnar el ámbito del sentimiento popular.
La alienación árabe de Irán se ha extendido hasta los aliados iraníes; a saber: Siria, Hizbullah y Hamas. Esto explica la tensión que caracteriza las relaciones de Siria con sus aliados tradicionales, Egipto y Arabia Saudí, y la participación árabe de facto en el embargo contra Hamas desde el momento en el que este movimiento consiguió la mayoría en las elecciones legislativas palestinas del pasado año.
En este emergente contexto regional anti-iraní, varios políticos y comentaristas han invocado el conflicto Otomano-Safávida (1) durante los siglos XVI y XVII para envolver su postura de tradición histórica. El objetivo es exponer todos los atributos negativos de la experiencia Safávida iraní, o «iniciativa», y asignárselas a la iniciativa contemporánea de Teherán para empañar a Irán, despojarle de credibilidad y contenerle y aislarle del mundo árabe. Otras voces invocan el sentimiento racista anti-árabe Shuoobiyah de los primeros siglos del Islam para identificar a Irán con el chauvinismo persa anti-árabe. La invocación del Safavismo y del chauvinismo persa no se reduce a los regímenes árabes anti-iraníes ni a las tendencias anti-chiíes; ambos motivos son explotados también por los chiíes iraquíes laicos anti-iraníes, tanto personalidades como facciones, al resentirse de la preponderancia de las facciones chiíes pro-iraníes en el actual proceso político iraquí.
El conflicto Otomano-Safávida adoptó durante mucho tiempo las características de una discordia sectaria entre sunníes y chiíes; aunque la esencia del conflicto y su contexto no respondían exactamente a eso. El movimiento Safávida nació en Irán a finales del siglo XV como una evolución desde un origen sunní-sufí a un «chiísmo Ithnāˤashariyya» [doce imanes] (2) en un escenario persa que había sido predominantemente shafii, ashari y sufí durante siglos. El chiísmo de los seguidores de los Doce, en la era pre-Safávida, era en gran medida considerado moderado y no violento. En realidad, tanto el sunnismo como el chiísmo habían nacido en Bagdad y no se habían desarrollado como reacción u oposición de uno frente a otro. En efecto, los seguidores de los Doce coexistieron bien con los sunníes en la segunda era Abasida; sus sabios fundadores dedicaron grandes esfuerzos a establecer los cimientos académicos de su mathab (escuela o doctrina), mientras que sus notables asumían puestos de importancia en la administración Abasida en Bagdad. A pesar del ascenso al poder de la dinastía persa chií Buwayhid bajo el califato Abasida a lo largo de un siglo, no se produjeron luchas ni discordias como las que hubo en la era Otomano-Safávida, salvo unos cuantos episodios de alcance limitado.
Los sabios seguidores de los Doce dedicaron esfuerzos muy significativos a enfrentar a los elementos extremistas que aparecían en el chiísmo; especialmente, a los grupos disidentes de orientación violenta, anarquista, panteísta o agnóstica. Irónicamente, la adhesión Safávida al chiísmo de los Doce en Irán había conseguido eliminar o extinguir esos elementos extremistas. En la era pre-Safávida, el chiísmo era sobre todo una tradición árabe por excelencia; los no árabes tenían muy poca presencia en su estructura y movimiento. Sin embargo, el impacto de los Safávidas en el chiísmo fue tan profundo que el viajero e historiador del período otomano Al-Maqrizi pensó que el chiísmo era inherentemente persa. No obstante, el chiísmo contemporáneo es casi totalmente árabe en el Líbano, Iraq, Hijaz, Ihsaa, Bahrein y otros Estados del Golfo, con algunas excepciones.
Aunque no es prudente que los estudiantes de historia revisen los eventos del pasado siguiendo ciertas presunciones basadas en retrospecciones, creo que el nihilista y agotador conflicto Otomano-Safávida no fue una respuesta a la transformación sectaria Safávida ocurrida en Irán en el siglo XVI. Las evidencias históricas señalan el papel de factores étnicos, culturales y geopolíticos en la colisión de las dinastías turcas predominantes a finales de la Edad Media.
La experiencia turca se caracterizó por la emergencia de múltiples sultanes (khans) que solían competir para conseguir el estatus del Khaqan, o Kagan, o sultán supremo. Para conseguir ese estatus, el khan más poderoso y distinguido tenía que imponerse sobre los otros khans, si es que éstos no le reconocían de forma voluntaria. Esta perspectiva explica la feroz competencia, y algunas veces guerras, entre varias dinastías turcas en Anatalia, Persia, Asia Central, Egipto y el Levante. Asimismo, los intereses geopolíticos jugaron un papel sobresaliente, ya que algunas dinastías trataron de usurpar los dominios de las otras. La mayoría de esas dinastías eran sunníes y hanafíes.
En la época pre-Safávida, la dinastía Otomana, en Anatolia y en los Balcanes, había entrado en feroz conflicto con dos dinastías turcas que dominaron sucesivamente el reino iraní: la Oveja Negra y la Oveja Blanca. Al igual que los otomanos, ambas dinastías eran sunníes y hanafíes. Fueron las que emprendieron las mayores guerras contra los otomanos; en algunas ocasiones, las campañas se ponían en marcha por instigación de anteriores gobernantes de los emiratos turcos de Anatolia que habían sido invadidos y anexionados por los otomanos en el curso de su empresa imperial de unificación. La transformación sectaria de los Safávidas al chiísmo de los Doce puede atribuirse al esfuerzo de esas dinastías de lengua turca para asegurarse su independencia de la influencia otomana y adoptar un llamamiento religioso diferente ante el conflicto de competencias.
Aunque el Imperio Otomano fue percibido como un gigantesco poder unificador que se expandió y logró su «Pax Otomana» a lo ancho y largo de tres continentes, el dilema con que se encontró la iniciativa Safávida fue el de que, desde sus primeros días, dirigió su enorme energía militante hacia adentro, al interior de la ummah (nación). Así, en el sentido clásico, fue considerada como un proyecto de fitna, o división, implosión y desgaste, con todas las consiguientes presunciones negativas. La diferencia principal entre la empresa otomana y Safávida fue la naturaleza abierta, tolerante y universal del Imperio Otomano y la percepción de sí mismo como heredero del Imperio Romano Oriental y los múltiples roles del sultán otomano como patrón de la iglesia bizantina, monarca de todos sus súbditos, califa de todos los musulmanes y supremo khan de los pueblos y dominios turcos.
Los aspectos diferenciadores de las iniciativas Otomana y Safávida dieron a la primera su legitimidad histórica pero llevaron a desacreditar y menospreciar a la segunda, que fue considerada como una experiencia negativa en la historia islámica. La Safávida aisló una importante esfera musulmana geográfica, cultural y humana del resto de la ummah; alienaron a chiíes de sunníes mientras abusaban del espíritu y esencia del chiísmo, hecho que fue correctamente analizado por el pensador iraní Ali Shariati, que diferenció entre chiísmo safávida y el chiísmo mahometano.
Objetivamente hablando, el auténtico heredero contemporáneo de la empresa Safávida fue el anterior Shah Muhammad Reza Pahlavi. Exacerbó el abismo entre Irán y el mundo árabe mientras forjaba una alianza con Israel y los Estados Unidos, convirtiéndose en un agente de éstos últimos en Oriente Medio. Pahlavi también trató de distorsionar y occidentalizar la identidad y cultura iraní, propugnando una actitud hostil hacia el Islam y las causas árabes. El Shah invadió y ocupó tres islas de los Emiratos Árabes Unidos haciendo que aumentara más aún la tensión entre Irán y el mundo árabe.
Las diferencias entre las iniciativas otomana y safávida hacen que sea conveniente revisar las actuales relaciones árabe-iraníes. Sin embargo, la crisis real árabe ahora es la ausencia de algún rol, proyecto o empresa árabe con las que poderse comparar. La iniciativa Safávida asumió sus aspectos «negativos» sólo en comparación con la iniciativa Otomana. Al no haber actualmente un resurgimiento árabe unificador equivalente a la iniciativa otomana, no hay tampoco en estos momentos un equivalente iraní con la iniciativa Safávida.
El dilema de la postura árabe oficial es la divergencia entre sus aspiraciones, sentimientos y ejemplo político y moral de la ummah. Esto supone una contradicción inevitable y la ausencia de una opción concreta frente a la amenaza israelí y los desafíos imperialistas-hegemónicos que evite aquiescencias, marginalización o neutralización. En resumen, la postura árabe carece de visión clara o resuelta.
La resistencia en Palestina, Líbano e Iraq no auguran sectarismo, porque la resistencia es la respuesta de los pueblos a los retos e injusticias. En el mismo país, y dentro de la misma secta, algunos individuos o grupos resisten la ocupación y otros colaboran con ella. La afiliación sectaria es una categoría estéril que no explica esos contrastes.
N. de T.:
(1) El Imperio Safávida (1501-1722) es considerado como el imperio iraní más importante desde la conquista musulmana de Persia. Los Safávidas eran originarios de Ardabil, una ciudad al norte de Irán. Fueron una dinastía de lengua túrquica, cuyo idioma clásico era el persa. Los safávidas establecieron un Estado iraní unificado e independiente por primera vez desde la conquista musulmana de Persia, reafirmando la identidad política iraní.
(2) Ithna’ashariyya: Son los musulmanes chíes que creen que hubo doce imanes, a diferencia de los musulmanes chiíes ismailitas o zaidíes que creen en un número diferente de imanes o en una rama diferente de sucesión del Profeta. Aproximadamente el 80% de los chiíes pertenecen al Ithnāˤashariyya y constituyen la escuela de pensamiento chií más numerosa, predominando en Azerbaiyan, Irán, Iraq, Líbano, Kuwait y Bahrein.
Mazin El-Naggar es un investigador palestino.
Enlace texto original en inglés: http://weekly.ahram.org.eg/2007/837/op6.htm
Sinfo Fernández forma parte del colectivo de Rebelión y Cubadebate