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Ideología y electricidad: la experiencia soviética en Afganistán

Fuentes: The Nation

En las casas de té y puestos callejeros de Kabul, a veces se ve el retrato de un hombre severo, de cara redonda, con pelo oscuro y bigote. Es el rostro de Muhammad Najibullah, el último presidente comunista de Afganistán. Najibullah se afilió al Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) a finales de 1960, dirigió […]

En las casas de té y puestos callejeros de Kabul, a veces se ve el retrato de un hombre severo, de cara redonda, con pelo oscuro y bigote. Es el rostro de Muhammad Najibullah, el último presidente comunista de Afganistán. Najibullah se afilió al Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) a finales de 1960, dirigió la muy efectiva policía secreta de Afganistán, el KHAD, y se convirtió en presidente del país en 1986. Después de la retirada soviética de Afganistán, Najibullah se mantuvo en el poder otros tres años. Los talibanes finalmente lo mataron en 1996.

Cuando he preguntado a los afganos en Kabul sobre los carteles y tarjetas postales de Najibullah, sus respuestas han ido desde «era un presidente fuerte, entonces teníamos un ejército fuerte» hasta «en aquella época todo funcionaba bien y Kabul estaba limpio.» El propietario de una casa de té, utilizando la forma familiar del nombre, declaró simplemente que «Najib luchó contra Pakistán.» En otras palabras, es recordado no tanto como un socialista, un término vago para muchos en Afganistán, sino como un modernizador y un patriota.

Para entender el estatus de icono de Najibullah es útil conocer algo acerca de la experiencia soviética en Afganistán: la estrategia y la táctica, el terror y el sufrimiento, y los ideales y objetivos que motivaron a los comunistas afganos y sus aliados soviéticos. Rodric Braithwaite es una autoridad en la materia. Antiguo embajador británico en Moscú durante el colapso de la Unión Soviética, es un veterano de la diplomacia de la Guerra Fría. Ha publicado recientemente una excelente y comprensiva historia de la invasión y ocupación rusa de Afganistán. Afgantsy, que toma su título del apodo en ruso de los veteranos de guerra de Afganistán, es un antídoto sobrio y equilibrado a la propaganda y el engaño que Braithwaite tuvo que practicar como diplomático británico destinado en la URSS. Algo que reconoce indirectamente en el libro, pero a lo que se ha referido de manera más directa en entrevistas. Para escribir Afgantsy, Braithwaite ha tenido acceso a los archivos gubernamentales en Rusia, a los principales actores de la guerra afgano-soviética y viajó a Kabul para llegar hasta el fondo de esta historia.

Jonathan Steele, un antiguo corresponsal de The Guardian ha abordado la misma historia en Ghosts of Afghanistan. Steele ha visitado Afganistán en muchas ocasiones a lo largo de los últimos treinta años para informar sobre la intervención soviética, la era Najibullah, el mal gobierno de los muyahidines, la guerra civil, el surgimiento de los talibanes y la ocupación estadounidense. Como Braithwaite, Steele habla ruso con fluidez. Fue también parte del equipo de The Guardian que editó los cables de Wikileaks. Su comprensión de Afganistán es sutil e integral, combinando una perspectiva periodística de los detalles y el contexto con una visión a largo plazo académica. El relato de Steele del fenómeno taliban y la situación actual es sólido, pero su libro es especialmente impresionante cuando analiza la historia olvidada del comunismo en Afganistán y la ocupación soviética.

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Los soviéticos combatieron a los rebeldes musulmanes en sus zonas fronterizas de Asia Central durante la guerra civil a comienzos de la década de 1920 y de nuevo en la década de 1930, cuando finalmente lograron aplastar a los llamados basmaci (bandidos) con la ayuda del ejército real afgano. La estabilidad en Afganistán era considerada la clave de la seguridad en Asia Central soviética. A partir de la década de 1950, Afganistán fue uno de los cuatro principales receptores de la ayuda soviética. Moscú envió ingenieros a Afganistán e invitó a miles de estudiantes afganos, técnicos y oficiales militares a Rusia para su formación.

A finales de la década de 1950, los Estados Unidos también comenzaron a invertir en Afganistán, lo que desató una competencia entre las superpotencias basada en la ayuda. La Autoridad del Valle de Helmand, una mini-TVA (1) creada para embalsar el río Helmand, y proporcionar energía hidroeléctrica y riego a las regiones desérticas del sur, fue un proyecto de Estados Unidos. El túnel de Salang Pass, uno de los mayores del mundo, que une el norte y el sur de Afganistán, fue un proyecto de la URSS. Ambas superpotencias construyeron partes de la red de carreteras. La infraestructura del aeropuerto de Kabul fue rusa, la electrónica, las comunicaciones y el radar estadounidenses. Contra todo pronóstico, algunos oficiales militares formados en la URSS fueron los primeros líderes de los muyahidines: uno de ellos fue Ismael Khan, que inició una rebelión en Herat en 1979. Algunos de los intelectuales formados en Estados Unidos se convirtieron en comunistas y funcionarios del gobierno, como el primer ministro Hafizullah Amin.

El golpe de Estado comunista de 1978 fue el resultado indirecto de un golpe anterior que había sido provocado por una hambruna. A partir de 1969, Afganistán sufrió varios años de terrible sequía y hambre. En 1973, cuando la gente se moría de hambre en la provincia de Ghor, en el centro de Afganistán, el general Mohamed Daud dio un golpe de estado contra su primo, el Rey Mohammed Zahir Shah, abolió la monarquía y estableció un gobierno republicano, del que fue presidente. El rey había marginado al una vez poderoso Daud y no hizo nada ante la hambruna. Una vez en el poder, Daud aplicó lo que entonces era el paquete habitual de políticas económicas, utilizando la planificación estatal y la inversión pública para desarrollar la industria privada y los mercados internos. Manejó a sus antagónicos enemigos políticos, tanto islamistas como comunistas, combinando represión y cooptación. Sin embargo, la creciente represión empujaron a un exilio armado en Pakistán a islamistas como el tayiko Ahmed Shah Massoud y el pastún Gulbuddin Hekmatyar.

La represión también fue la causa del sangriento golpe comunista de 1978. Como señala Steele, fue «muy improvisado», provocado por el asesinato de alto funcionario del partido, muy estimado, de nombre Mir Akbar Khyber. La protesta masiva de militantes del PDPA acabó en una redada policial. Temiendo su eliminación física masiva, los militantes comunistas en el ejército atacaron el palacio presidencial, asesinaron a Daud y tomaron el poder.

Los funcionarios soviéticos, incluyendo la estación de la KGB en Kabul, fueron pillados por sorpresa y se mostraron «claramente incómodos con lo que había sucedido», escribe Braithwaite. En su opinión, Afganistán no estaba preparada para el socialismo, ni el PDPA preparado para gobernar. Fundamentalmente, el PDPA estaba compuesto por dos facciones opuestas radicalmente entre si. La mayor y la más radical, el Khalq (que significa «nación»), había organizado el golpe de Estado. Consiguió el apoyo de la población pastún, que había emigrado recientemente a las ciudades en busca de trabajo y educación. La facción más pequeña y moderada, el Parcham («bandera»), se apoyó en las antiguas clases medías urbanas de habla darí.

Inicialmente, el gobierno Khalq fue sangriento. Cuarenta de los generales y aliados políticos de Daud, entre ellos dos ex primeros ministros, fueron ejecutados sumariamente. Entre los muertos, encarcelados o desaparecidos hubo por igual islamistas, maoístas e incluso miembros de la facción Parcham del PDPA. La violencia crecía y los soviéticos comenzaron a estar cada vez más preocupados. El gobierno Khalq, sin embargo, promulgó todo un conjunto de leyes y puso en marcha una serie de programas progresistas: prohibió por ley el matrimonio infantil, bajó el precio de la dote, canceló las hipotecas rurales, lanzó campañas de alfabetización para hombres y mujeres (aunque cada grupo por separado) y comenzó la reforma agraria. A pesar de sus buenas intenciones, muchos de estos esfuerzos fueron mal dirigidos, y se produjo rápidamente una reacción contraria.

Un viejo cuadro comunista, Muhammad Saleh Zeary, a quien Steele localizó en un bloque de pisos de protección social cerca del aeropuerto londinense de Heathrow, explicaba la resistencia así: «Los campesinos eran felices al principio, pero cuando se enteraron que éramos comunistas, cambiaron. El mundo entero estaba en contra nuestra. Nos acusaron de no creer en el Islam, y no se equivocaban. Veían que no rezábamos. Liberamos a las mujeres del pago de la dote y creían que defendíamos el amor libre». Zeary permaneció en Kabul hasta la llegada al poder de los muyahidines en 1992. Finalmente huyó cuando los llamados «soldados de Dios» asesinaron a su esposa y dos de sus hijos. Otro ex militante del PDPA refugiado en Londres le dijo a Steele: «[los líderes del partido] en el poder querían erradicar el analfabetismo en cinco años. Era ridículo. La reforma agraria fue impopular. Promulgaban los llamados decretos revolucionarios, pero había que ponerlos en práctica a la fuerza. La sociedad no estaba preparada. No se consultaba a la gente». Steele señala que estos viejos veteranos del PDPA, a pesar de tener acceso a grandes sumas de dinero público durante años, no parecían haber robado ni mucho ni poco.

Las reformas diseñadas a toda prisa por el PDPA fueron víctimas de una vieja división rural-urbana en la sociedad afgana. Los jóvenes urbanos, educados e idealistas no entendía el mundo rural que querían rehacer, y el mundo de las aldeas con paredes de adobe no entendía que pretendía la burocracia urbana. No es sorprendente que las implicaciones sociales y culturales de las reformas amenazasen los privilegios de los mulás tradicionales, de los maliks (líderes de aldea) y de los grandes terratenientes. Pero los aspectos económicos progresistas del programa también fueron ampliamente rechazados por los campesinos, profundamente religiosos. Afganistán, aunque pobre y desigual, no se ha caracterizado por la desigualdad extrema en el reparto de la tierra, típica del México o la China pre-revolucionarios. Como explica Steele, los campesinos estaban en muchos casos «vinculados con sus terratenientes por lazos de religión, clan y familia y no estaban preparados para cuestionar su autoridad.» La sociedad rural, siempre un poco autónoma de Kabul, al sentirse amenazada en sus raíces por las reformas, recurrió cada vez más a la resistencia armada, estableciendo lazos con los partidos islamistas que había huido a Pakistán durante la represión de Daud.

La situación del PDPA empeoró como consecuencia de ciertos errores técnicos. En sus prisas, los comunistas urbanos de Kabul redistribuyeron la tierra, pero se olvidaron de los derechos de uso del agua, un error que puso de manifiesto su ignorancia sobre la agricultura local. Abolieron el opresor sistema de préstamos de dinero usureros del bazar, pero fueron incapaces de desarrollar un programa de crédito alternativo para ayudar a los agricultores pobres en la temporada de siembra. (The Tragedy of Afghanistan, de Raja Anwar es otra valiosa fuente de información sobre las reformas de la revolución y sus errores). Los soviéticos, por su parte, aconsejaron repetidamente a las autoridades de Kabul abandonar o posponer las reformas más radicales.

Los comunistas no fueron los primeros modernizadores afganos que se enfrentaron a una reacción violenta del campo. El llamado «Príncipe Rojo», Amanullah Khan, que expulsó a los británicos en 1919, fue destronado diez años más tarde por una rebelión tribal que se oponía a sus proyectos de modernización inspirados en Turquía. Había iniciado una mínima reforma agraria, dado el voto a las mujeres y creado colegios para niñas. Las élites rurales estaban dispuesta a aceptar carreteras transitables, pero no a pagar impuestos para financiarlas; las masas rurales acogían satisfechas las mejoras agrícolas y la educación, pero no un cuestionamiento del patriarcado. Cincuenta años más tarde, el PDPA se enfrentó al mismo tipo de rebelión teocrática. Y para sofocarla, los funcionarios comunistas del gobierno comenzaron a hacer demostraciones públicas de piedad, rezando y asistiendo a las mezquitas. Pero era demasiado poco y demasiado tarde. La crisis se hizo incontrolable en marzo de1979 cuando estalló un motín militar liderado por oficiales islamistas en Herat, una ciudad importante en la frontera con Iraní. La voluntad de rebelarse de los funcionarios islamistas se había reforzado con los acontecimientos que tenían lugar al otro lado de la frontera: el Sha había huido de Irán y Jomeini regresó a Teherán sólo un mes después.

La investigación de Braithwaite demuestra que el ejército afgano contó con la ayuda de pilotos soviéticos a la hora de reprimir la revuelta, pero esta no fue tan sangrienta como a menudo se rumorea: «aunque la prensa occidental y algunos historiadores occidentales siguen sosteniendo que cerca de un centenar de ciudadanos soviéticos fueron masacrados, el número total de bajas soviéticas en Herat parece no haber sido superior a tres». La ciudad de Herat tampoco fue bombardeada ni hubo miles de víctimas afganas.

Tras Herat se amotinaron otras guarniciones, y los soviéticos, además de enviar más asesores a Afganistán, comenzaron a hacer planes de contingencia para la utilización a gran escala de fuerzas terrestres. Aquel verano los Estados Unidos comenzaron a proveer de dinero y armas a los rebeldes muyahidines que llevaban a cabo ataques desde Pakistán contra las fuerzas del gobierno y las infraestructuras públicas. Mientras tanto, el conflicto interno en el empeoraba, con diferencias ideológicas y personales que provocaban enfrentamientos Khalq-Parcham e incluso episodios de violencia Khalq-Khalq. En septiembre de 1979 el presidente Noor Muhammad Taraki fue atado a una cama y asfixiado con una almohada: la orden de asesinato provino de su rival y compañero de Khalq, el primer ministro Hafizullah Amin. Los dirigentes soviéticos creían que Taraki era el más flexible de los dos y su asesinato les indignó. La paranoia estaba en su mejor momento en el Kremlin. Durante la década de 1960 Amin había cursado estudios de doctorado en la Universidad de Columbia, donde fue dirigente del sindicato de estudiantes afganos y se rumoreaba que estaba en connivencia con la CIA. Steele señala que Amin reconocía haber recibido dinero de la CIA antes de la revolución. Braithwaite señala que incluso el embajador de EE UU Adolph Dubs, después de varias reuniones con Amin, preguntó a la CIA si estaba en su nómina. Lo más probable es que Amin hiciese lo que habían hecho todos los líderes afganos: gestionar un Estado tapón y navegar como podía entre las grandes potencias.

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Durante el año de la crisis, en 1979, el gobierno comunista afgano hizo trece solicitudes de intervención militar soviética. Moscú, a su vez, respondió con todo tipo de argumentos correctos sobre porque no quería hacerlo. Como explicó un funcionario soviético: «hemos estudiado cuidadosamente todos los aspectos de esta operación y hemos llegado a la conclusión de que si nuestras tropas se desplegaran en el país, la situación en Afganistán no sólo no mejoraría sino que empeoraría seriamente». Pero el asesinato de Taraki al parecer hizo cambiar de opinión a los soviéticos.

El 40º Ejército fue enviado al sur y, cuando finalmente llegó con toda su capacidad operativa a Afganistán a finales de diciembre de 1979, su misión no era ayudar a Amin, sino asesinarlo. Las fuerzas especiales soviéticas atacaron el palacio presidencial, y en una batalla larga y sangrienta habitación por habitación, el presidente fue finalmente acorralado y asesinado. Los soviéticos habían elegido para remplazarle a Babrak Karmal, dirigente del ala moderada Parcham del PDPA. Pero Karmal era temperamental, errático y paranoide, y el consumo excesivo de alcohol no ayudaba a remediar su incompetencia. (Si Karmal recuerda a Hamid Karzai, de quien se rumorea que utiliza estupefacientes, efectivamente es sólo uno de los muchos paralelismos que el lector encontrará en el libro de Braithwaite.) Al principio, tanto Moscú como Washington pensaba que la intervención soviética no duraría mas de seis meses, y la población afgana, o por lo menos su parte urbanizada, dio la bienvenida a los rusos y al fin de la locura de Amin.

Con los soldados, los soviéticos enviaron una multitud de idealistas asesores y técnicos civiles. Pero Karmal demostró ser incapaz de ganar la lealtad de los musulmanes del campo, por lo que la capacidad de actuación del Estado afgano siguió siendo limitada. Para empeorar las cosas, desde julio de 1979 Estados Unidos había armado a los siete partidos de los muyahidines. La considerable ayuda militar encubierta proporcionada por Estados Unidos fue iniciada por la CIA, generosamente financiado por el gobierno de Arabia Saudi y celosamente administrada por los cada vez más poderosos servicios de inteligencia de Pakistán. En poco tiempo, los rusos se vieron empantanados en una guerra que duraría nueve.

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Muchos soldados soviéticos creyeron sinceramente en su «misión internacionalista», de la misma manera que los militares voluntarios estadounidenses creen hoy que su participación en la guerra de Afganistán es una manera de ayudar a un país atrasado a hacer frente a una amenaza terrorista real. Y al igual que sus homólogos estadounidenses de hoy, los soldados soviéticos en Afganistán, tenían sus raíces en la clase obrera, el campesinado y los pueblos pequeños. Los hombres (y algunas mujeres) de las clases profesionales y las familias con conexiones en el Partido de las grandes ciudades de la Rusia occidental se repartieron entre la fuerza aérea, la KGB y las unidades médicas, pero rara vez estaban entre los reclutas que corrían el riesgo de recibir un disparo participando en los convoyes de suministro o en los puestos de vigilancia a lo largo de crestas desnudas. La mayoría de los combates corrieron a cargo de hijos de campesinos o de pequeñas ciudades industriales.

El verdadero objetivo del 40º Ejército era ganar «los corazones y las mentes» de los afganos. Pero no fue así. Cuando las fuerzas de infantería soviéticas y afganas eran inmovilizadas en tierra, se llamaba en su apoyo a la aviación y la artillería, y si los muhayidines disparaban desde las aldeas estas eran bombardeadas y destruidas. Braithwaite rechaza todos los bulos típicos de la guerra fría de que los rusos utilizaban juguetes como trampas explosivas o que utilizaran armas químicas. Contrariamente a los informes de prensa occidentales de la década de 1980, la brutalidad soviética hacia la población civil no era un objetivo político, sino un efecto secundario previsible e inexcusable. Sin embargo, la irracionalidad y las contradicciones de la contrainsurgencia fueron más que reales. Los soviéticos juzgaron a cientos de sus soldados por crímenes de guerra que iban desde la violación y el asesinato hasta el uso de drogas, pasando por pequeños hurtos y acosos (un problema persistente en el ejército ruso, desde los tiempos zaristas hasta hoy). Sin embargo, no pudieron o no quisieron controlar los abusos cometidos por el KHAD: unos 8.000 afganos fueron ejecutados por el gobierno del PDPA y muchos miles más encarcelados y maltratados.

Según Braithwaite, los afganos tienden en general a considerar a los rusos mejores soldados que los estadounidenses, aunque solo fuera porque eran menos cautelosos, iban menos protegidos y en muchos aspectos estaban culturalmente más cerca de las costumbres campesinas centro asiáticas de los afganos. De los Afgantsy que volvieron a casa, algunos se adaptaron bastante bien, pero otros, incapaces de escapar de sus fantasmas, acabaron en las drogas y el alcoholismo, y los mutilados físicos se vieron envueltos en peleas interminables con las grandes burocracias médicas. Los veteranos también se encontraron con que muchos ciudadanos en la retaguardia seguían cada vez más aburridos las noticias de una guerra aparentemente sin sentido.

Cuando Gorbachov llegó al poder en 1985, los dirigentes soviéticos querían retirarse cuanto antes de Afganistán. A través de las cartas a sus familias de los soldados, los veteranos e incluso algunos oficiales en activo tenía lugar una campaña silenciosa, pero persistente, contra de la guerra que acabó por ayudar a Moscú a decidirse a aceptar con lo que era inevitable. La perestroika y la glasnost estaban en el aire, y en Afganistán, el recién nombrado Najibullah se apartaba cada vez más del marxismo-leninismo a favor de un nacionalismo pragmático. En 1988, Najibullah cambió el nombre del PDPA por el de Watan, o «Patria», y al final de su mandato llegó a considerar la posibilidad de ofrecer el Ministerio de Defensa al comandante muhayidin Ahmed Shah Massoud.

Estos movimientos, comenzando con la partida de Karmal y el ascenso de Najibullah, formaban parte de una política formal de reconciliación nacional. Un relato excelente de los aspectos diplomáticos de estos últimos intentos de estabilización es ofrecido por Kalinovsky Artemy en su libro Un largo adiós. «De 1985 a 1987», señala Kalinovsky, «la política afgana de Moscú se caracterizó por el esfuerzo para poner fin a la guerra sin sufrir una derrota… Gorbachov estaba casi tan preocupado como sus predecesores por el daño que podría causar al prestigio soviético una retirada apresurada, particularmente entre sus socios del Tercer Mundo. Sin embargo, Gorbachov se había comprometido también a poner fin a la guerra, y contaba para ello con el apoyo mayoritario del Buró Político. Lo que implicaba buscar nuevos enfoques para el desarrollo de un régimen viable en Kabul que pudiese durar más que la presencia de las tropas soviéticas. «

Para ser efectiva, la política de reconciliación nacional exigía la cooperación de Estados Unidos, el principal patrón de los muyahidines. Kalinovsky dedica un capítulo entero a las negociaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética sobre Afganistán. Por desgracia para Afganistán y los soviéticos, el gobierno de Reagan se dividió entre «sangradores» y «negociadores». El Secretario de Estado, George Shultz, fue, en un momento dado, uno de los «negociadores» principales y abogó por alcanzar un acuerdo con los soviéticos a mitad de camino: si el Ejército Rojo se retiraba de Afganistán, Estados Unidos debería hacer concesiones y cortar la ayuda a los muyahidines. Por otro lado, los «sangradores», fuertemente representados en la CIA y el «lobby afgano» del Congreso, querían más sangre e insistían que la ayuda a los muyahidines sólo debía terminar cuando los soviéticos hiciesen lo mismo con el gobierno de Najibullah. Al final, ganaron los «sangradores». Visto desde Moscú y Kabul, la posición del gobierno de Reagan era de una falta de cooperación total».

En febrero de 1989, el último tanque soviético cruzo el Puente de la Amistad sobre el río Amu Darya. Sin embargo, Moscú continuó los suministros a Najibullah, y el gobierno afgano desafió todas las expectativas. En marzo de 1989 las tropas afganas, que ahora peleaban solas, fueron capaces de romper el sitio de Jalalabad, en el este de Nangarhar, cerca de la frontera con Pakistán. Si los insurgentes tomaban esa ciudad, Kabul sería su próximo objetivo. Desde entonces, el frente de los siete partidos muhayidines quedó fragmentado y carente de coherencia estratégica a pesar de su excelente capacidad táctica de combate.

Braithwaite relata que Eduard Shevardnadze, que no quería ser el primer ministro soviético de Relaciones Exteriores que presidiese una derrota, fue el principal aliado de Najibullah, e insistió que con un flujo constante de combustible y armas, los afganos podrían luchar de forma indefinida. De hecho, Najibullah se mantuvo tres años más. Sin embargo, cuando Yeltsin hizo a un lado a Gorbachov y deshizo la Unión Soviética, cortó la cuerda de seguridad de Afganistán.

La derrota soviética en Afganistán no se tradujo en el colapso de la URSS, como a menudo se supone. Fue al revés. Como explicó recientemente la revista The Economist, «el sistema soviético se derrumbó cuando los altos funcionarios decidieron ‘monetizar’ sus privilegios y convertirlos en propiedad.» Cuando ocurrió y Yeltsin tomó el poder, el régimen de Najibullah se derrumbo. Braithwaite cuenta que Yeltsin, cuando aún solo era el dirigente de Rusia, antes de la caída de Gorbachov y la Unión Soviética, había abierto canales secretos con los muyahidines. Tan pronto como los suministros rusos fueron cortados, uno de los generales clave de Najibullah, Rashid Dostum, se paso a los rebeldes. En abril de 1992 Najibullah fue finalmente derrocado. Varias bandas de guerreros islamistas y fanáticos etno-nacionalistas cayeron sobre Kabul. Después de un experimento muy corto de gestión conjunta, las distintas facciones se pelearon entre ellas, mientras que los últimos militantes del PDPA huyeron del país o pasaron a la clandestinidad.

Najibullah trató de escapar, pero los hombres de Dostum le impidieron llegar al aeropuerto. Durante cuatro años Kabul cayó en la barbarie, mientras las distintas facciones guerreras de muyahidines imponían la oscuridad, real y metafórica: las farolas y las líneas de alta tensión de los tranvías fueron saqueadas, los servicios públicos cerrados, la lucha faccional arrasó la mitad de la ciudad, y se estima que 100.000 personas ,la mayoría civiles, murieron. Durante todo ese tiempo, Najibullah se refugió en un recinto de las Naciones Unidas. Cuando los talibanes tomaron finalmente la ciudad, en 1996, secuestraron al ex presidente, lo golpearon, lo torturaron y lo castraron antes de matarlo de un disparó. Su cadáver fue arrastrado por las calles y colgados de un poste de luz.

Hoy, las fuerzas de la OTAN ocupan Afganistán. Sin embargo, algunas fotos de Najibullah todavía cuelgan en Kabul. ¿Por qué? Entonces, como ahora, la guerra en Afganistán no era simplemente un enfrentamiento entre invasores y afganos. También fue un conflicto civil afgano: entre las poblaciones de las ciudades que apoyaban la modernización, incluso una modernización impuesta, y la gente del campo que se oponía violentamente a cualquier cambio social. Y cada fuerza buscó alianzas con poderosos apoyos externos. Durante la guerra fría, los soviéticos apoyaron a Kabul, y Estados Unidos y Pakistán a los rebeldes. Hoy, por una serie de razones perversas, Estados Unidos apoya a quienes aspiran a reconstruir el estado en Kabul (muchos de los cuales son las mismas personas que sirvieron con Najibullah), mientras que Pakistán, aliado nominal de Estados Unidos y vasallo bien financiado, sigue apoyando a los rebeldes islamistas y tradicionalistas.

Para una clase de afganos urbanos la cuestión política central ha sido siempre: ¿qué ideología trae la electricidad? Son personas que han tratado de extender la influencia de Kabul en el campo y, desde la década de 1920, se han enfrentado con una oposición violenta. Hubo una vez que su instrumento fue la monarquía constitucional. Después una república presidencialista, a continuación el socialismo de estilo soviético, y finalmente el nacionalismo de último recurso de Najibullah. Ahora es la democracia liberal, experimental y poco efectiva, impuesta por la OTAN. No es sorprendente que los ex comunistas sean aun modernizadores y se les pueda encontrar en los sectores más competentes de lo que nominalmente se conoce como el gobierno afgano.

Uno de esos tecnócratas es Muhammad Hanif Atmar. De 2002 a 2010, el muy respetado Atmar gestionó una serie de carteras ministeriales en el gobierno de Karzai, desde el Ministerio de Desarrollo Rural hasta el de Educación y, finalmente, el Ministerio del Interior. En su juventud Atmar fue miembro de las fuerzas especiales de KHAD (como la KGB, la policía secreta afgana tenía un ala militar). Perdió una pierna defendiendo Jalalabad contra el cerco muyahidin. Cuando el gobierno de Najibullah cayó, se fue a estudiar a Gran Bretaña. Después de la invasión de EE UU, regresó a Kabul y pronto se ganó una reputación de administrador competente y honesto, de «alguien con el que Occidente puede trabajar». La Dirección Nacional de Seguridad, la agencia sucesora de KHAD, tiene en sus filas tantos ex cuadros Parcham que muchas personas lo llaman simplemente el KHAD. Otro de esos tecnócratas ex PDPA es Zahir Tanin. En la actualidad es el representante permanente de Afganistán ante las Naciones Unidas pero en la década de 1980 era miembro del comité central del PDPA.

En pocas palabras, esa es la razón por la que todavía cuelgan imágenes de Najib en Kabul: porque, a pesar de todos sus errores, su visión del mundo traía la electricidad. Pero, por desgracia, la electricidad no puede distribuirse a tiros.

NOTA:

(1) Mini-TVA hace referencia al Tennessee Valley Authority, un organismo interestatal para el desarrollo global de la cuenca del río Tennessee.

Christian Parenti es colaborador de The Nation, investigador visitante en The Nation Institute y profesor visitante en el CUNY Graduate Center. Es autor de Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence (Nation Books, junio de 2011).

Fuente: http://www.thenation.com/article/167440/ideology-and-electricity-soviet-experience-afghanistan

Traducido para www.sinpermiso.info por Gustavo Búster

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=4921