Las prácticas etnocidas contra los pueblos originarios de Estados Unidos
El último jueves se inició la investigación sobre uno de los internados de Colorado en los que, durante un siglo y medio, fueron confinados niños y niñas pertenecientes a pueblos originarios de los Estados Unidos después de arrebatárselos a sus familias de origen. En la primera comunicación pública del equipo de investigación, la responsable del relevamiento, Holly Norton, reveló que el objetivo de la iniciativa es “promover la comprensión de los habitantes (…) sobre el abuso físico y emocional y las muertes que ocurrieron en los internados federales indios”.
Desde 1819 hasta 1969 –año en que los estadounidenses llegaron al satélite natural más cercano–, decenas de miles de criaturas, desde los tres años, fueron secuestradas y entregadas a un sistema de internación forzada, desplegado a lo largo y ancho del país. El informe preliminar, difundido por la Secretaría del Interior de los Estados Unidos, incluyó el relevamiento de 408 escuelas en 37 estados o territorios, incluidas 21 escuelas en Alaska y 7 en Hawái. Durante ese periodo, los niños y niñas fueron separadxs de sus tribus y enviados a esos cautiverios, en cumplimiento de una política de asimilación forzada. En las inmediaciones de dichos internados, ya han sido descubiertos –durante el último año– fosas comunes y tumbas sin identificación de medio millar de criaturas fallecidas como producto de la negligencia, los malos tratos y la violencia imperante en esas instituciones de confinamiento. “Se espera que ese número se incremente –señala el informe de 106 páginas– hasta alcanzar los miles o las decenas de miles” de niños muertos en los internados.
El documento hecho público es el resultado de las demandas generadas por la Comisión de la Verdad, institucionalizadas en 2020 luego del estrépito suscitado por el descubrimiento de centenas de tumbas anónimas encontradas en las inmediaciones de escuelas católicas en Canadá. Los documentos oficiales divulgados por Ottawa registran el descubrimiento –hasta julio de 2022– de 1.300 tumbas, alguna de ellas colectivas. En Canadá, 150.000 niños fueron sustraídos de sus familias y de sus colectivos tribales hasta el año 1996, en el marco de diferentes iniciativas de asimilación forzada de los pueblos originarios, administradas mayormente por la Iglesia Católica.
En 2015 se divulgó el primer informe gubernamental canadiense, impulsado por la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, en cuyas conclusiones se afirma que se “utilizaron los internados como herramienta para cometer un genocidio cultural contra la población indígena”. El programa canadiense se extendió durante 125 años y los relevamientos describen los abusos psicológicos, físicos y sexuales cometidos contra sus víctimas. Según los antropólogos y peritos biológicos que llevaron a cabo el relevamiento de campo, las muertes de los y las niñxs se debieron a la malnutrición, las enfermedades curables, la negligencia sanitaria, la violencia, el abandono y el maltrato. Se estima que esas son las causas por las que los decesos no fueron documentados ni se han encontrado los informes médicos pertinentes.
Los jóvenes sometidos a internados confesionales fueron avalados por el Estado canadiense, desde 1883, para “civilizar a la población indígena, erradicando su cultura”. Luego de la asunción de responsabilidades por parte del gobierno, se produjo la visita del Papa Francisco, quien pidió perdón en nombre de la Iglesia Católica ante los familiares y sobrevivientes de las diferentes comunidades que fueron víctimas del etnocidio y los crímenes.
En los dos países de América del Norte, donde se presume de la defensa de los derechos humanos, se acepta que la motivación central de los confinamientos se vincula con el objetivo de despojar de sus tierras y posesiones a los pueblos originarios. “Creo que el contexto histórico es importante para entender la intención y la escala del sistema federal de internados”, prologó Bryan Newland, subsecretario para Asuntos Indios de los Estados Unidos, en la presentación del informe. Los documentos y los testimonios recabados también consignan que muchas tribus se resistieron a entregar a sus hijos e hijas, razón por la cual fueron asesinados. “Las normas a menudo se hacían cumplir mediante castigos, entre ellos castigos corporales como el aislamiento, la flagelación, la privación de alimentos, azotes, bofetadas y esposas”, añade el informe.
Racialización
El relevamiento, difundido en Washington durante el mes de mayo, identificó sitios de entierro marcados o invisibilizados en 53 de los 408 internados, espacios donde los jóvenes secuestrados eran ingresados con nombres impuestos por las autoridades de dichos internados. A principios del siglo XX se consideró que dichos institutos albergaban a 20.000 jóvenes. En 1925 ese número se había triplicado. “Las muertes de niños indios mientras estaban bajo el cuidado del Gobierno Federal, o de instituciones apoyadas por él, condujo a la ruptura de las familias indias y a la erosión de las tribus indias –concluye el informe–, y con ello a la ocupación de tierras por parte de la raza superior”.
Para lograr la sustracción de las tierras nativas se apeló a una política de asimilación forzada, capaz de quebrar el vínculo de los aborígenes con su identidad. Se consideró que una ruptura del vínculo con las coordenadas geográficas sería menos costosa que la expulsión militar, y –sobre todo– menos cuestionable, más prolija y estética. Se conjeturó que los internados alentarían las prácticas agrícolas occidentales intensivas y que sus víctimas regresarían, de adultos, a endeudarse, para comprar maquinaria y tributar al esquema crediticio. Ese circuito generó, en una gran cantidad de casos, que las tribus no pudieran afrontar las deudas y se vieran obligados a entregar parte de sus tierras.
El mecanismo etnocida incluía la desposesión lingüística: en los internados se hacía convivir a indios de diferentes tribus, con el propósito de que tuvieran que utilizar necesariamente el inglés para comunicarse. La legisladora demócrata Barbara McLachlan, quien co-patrocinó el establecimiento de la Comisión de la Verdad, afirmó recientemente: “Lo que hicieron en estas escuelas fue horrible. Les quitaron la cultura, les cortaron el pelo, no les dejaron hablar su idioma, no les dejaron vestirse como miembros de la tribu y fueron separados arbitrariamente de sus familias (…) Tenemos que aprender de la historia (…) Es como cuando estudiás el Holocausto. Solo tenemos que seguir enseñando y hablando de ello para que nunca vuelva a suceder”.
Además de la imposición del lenguaje y la ruptura de lazos familiares y culturales, se añadió el trabajo forzado. Se les enseñó tareas de ganadería y agricultura ajenas a sus prácticas tribales e inútiles para integrarse en el sistema productivo una vez que eran liberados de los institutos. No se les abonaba por las tareas, lo que suponía una clara forma de trabajo infantil esclavo: “En nuestras escuelas indias es necesaria una gran cantidad de trabajo productivo –certificaba el Informe Meriam de 1928–. No podrían mantenerse con las cantidades asignadas por el Congreso para su apoyo, si no fuera por el hecho de que los estudiantes deben lavar, planchar, hornear, cocinar, coser, cuidar la lechería, la granja, los jardines, los edificios , etc. Una cantidad de trabajo que tiene en conjunto un valor monetario muy apreciable”. Cuando los sobrevivientes regresaban a sus tribus, habían abandonado el idioma de sus padres y sus prácticas culturales, razón por la cual se producían nuevos quiebres familiares y se destruían los lazos afectivos. Abandonaron estas instituciones con claros signos de maltrato, con evidentes signos de deterioro de la salud y sin el idioma básico para recuperar el entramado cultural de proveniencia.
En la presentación del relevamiento, la secretaria del Interior Debra Anne Haaland –descendiente de pueblos originarios– destacó “las consecuencias de las políticas federales de internados indígenas, incluido el trauma intergeneracional causado por la separación familiar y la erradicación cultural infligida a generaciones de niños”. Las prácticas etnocidas y genocidas ejecutadas contra los pueblos originarios incluyeron, durante la década del ‘70 del siglo pasado, la esterilización forzada de mujeres de las distintas tribus. En 1976, luego de una filtración a la prensa, la Oficina de Responsabilidad del Gobierno Federal de los Estados Unidos asumió las esterilizaciones llevadas a cabo en 12 regiones a partir de 1973. El informe concluye que 3.406 mujeres fueron intervenidas quirúrgicamente sobre la base de engaños, aduciendo motivos terapéuticos.
David J. Silverman, autor de This Land Is Their Land, acepta que “hay mucha discusión entre los historiadores sobre si fue o no un genocidio, pero francamente, si se compara con la definición que ofrece Naciones Unidas, el modo en el que este país trató a los nativos americanos encaja limpiamente con esa descripción”.
El comisario para Asuntos Indios, William A. Jones, explicaba en 1902 que “el primer piel roja salvaje llevado a la escuela se resiente de la pérdida de libertad y anhela volver a su hogar salvaje. Sus descendientes conservan algunos de los hábitos adquiridos por parte del padre, pero evolucionan en cada sucesiva generación, fijando nuevas reglas de conducta, diferentes aspiraciones y mayores deseos de estar en contacto con la raza dominante”. Se considera al coronel Richard Pratt como uno de los ideólogos del modelo de internación de los niños indígenas. A finales del siglo XIX, resumía su filosofía como “una necesidad de matar al indio que hay en cada niño para salvar al hombre que habita dentro”.
El programa en Estados Unidos se extendió hasta 1969, época en que se desarrollaba la guerra de Vietnam. En esos años, Washington insistía en respaldar a todas las dictaduras militares que proliferaban en América Latina y el Caribe, en nombre de la Guerra Fría. Su política exterior siempre contó con una expresión simétrica a nivel doméstico: los pueblos originarios, los afroamericanos o los chicanos se constituyeron en los sujetos destinatarios de la pretendida desaparición, la exclusión o la invisibilización. Ese fue, desde el siglo XVIII, el sustrato subyacente de su continua intención supremacista.