En la última planta del rascacielos Sunshine 60, en Ikebukuro, donde los niños y sus madres juegan en un parque infantil entre falsos momijis otoñales, hay un observatorio con magníficas vistas sobre Tokio. El gigantesco edificio se levanta donde estuvo la célebre prisión de Sugamo: allí fueron recluidos los criminales de guerra del fascismo japonés que acabaron colgados en la horca el 23 de diciembre de 1948. Entre ellos estaban Hideki Tōjō, el primer ministro que dirigió el país durante la Segunda Guerra Mundial; Seishirō Itagaki, ministro de la Guerra; Kōki Hirota, ministro de Asuntos Exteriores, e Iwane Matsui, el general que ocupó Shanghái y permitió la masacre de Nankín. La prisión fue derribada en 1958 y todo aquel barrio de Nishi Sugamo fue remodelado. Nada recuerda hoy a la cárcel, aunque junto al rascacielos crearon una pequeña zona ajardinada, con una roca en el lugar donde estuvo la horca donde, en kanji, se lee: “Deseando la paz eterna”. No hay ninguna mención al fascismo, ni a los criminales de guerra japoneses. Ese olvido deliberado sigue ocultando los demonios del militarismo fascista japonés y, también, de la ocupación estadounidense de posguerra, que no ha terminado: el Pentágono dispone hoy de más de ciento veinte bases militares en el archipiélago nipón.
En Shinjuku, las tabernas de Omoide Yokochō siguen mostrando el recuerdo de la triste posguerra, aunque los pequeños figones se hayan renovado, y la vida tokiota no se detiene nunca, en medio de rascacielos, templos y centros comerciales, en un frenesí que tritura la modernidad y oculta los temores del Japón de hoy: la decadencia, el envejecimiento, la pérdida de población, el retroceso ante la pujanza china. A ciento treinta kilómetros de Tokio, en la ciudad de Kiryū, la agitación y las premuras tokiotas desaparecen, y surge de nuevo la vida apacible: allí se halla el austero Houtokuji, un templo zen de 1450 que se ilumina en las noches de otoño con la deslumbrante belleza de los ginkos y momijis, y cuyo jardín de rocas y arena expresa la delicada cultura nipona, el esplendor del mundo, representando la grúa, la tortuga y el monte Hōrai, deseando una larga vida y buena fortuna. Como tantos siglos atrás, la isla del jardín simboliza los problemas que atrapan, los años oscuros que apresan, ahora en un momento crucial en que parece que todo el país se fuera deslizando hacia esa ínsula del albero.
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En las elecciones de octubre de 2024 la derecha tradicional del Partido Liberal Democrático, el Jimintō, del primer ministro Shigeru Ishiba, consiguió el mayor porcentaje de votos, el 26 %, seguido del Partido Democrático Constitucional, de Yoshihiko Noda, (un partido centrista, con algunos rasgos progresistas) con el 21 %. El resto de los tres partidos conservadores obtuvieron entre el 9 % y el 11 %, incluido el Kōmeitō de la secta budista Sōka Gakkai. El Partido Comunista, que cuenta con una fuerte organización, no consiguió agrupar a los descontentos, que optaron por la abstención. Así, el PLD y su aliado el Kōmeitō tienen 215 escaños (perdieron 73 con relación a las anteriores elecciones) cuando la mayoría parlamentaria se sitúa en 233 diputados, y el Partido Liberal Democrático, pese a no dominar la Dieta, consiguió que su candidato, Ishiba, fuera reelegido primer ministro. Pero crece la desafección hacia el anquilosado sistema político japonés: votó poco más de la mitad de la población, descontenta con el viejo partido conservador que gobierna casi desde el final de la ocupación estadounidense e inquieta por el aumento de los precios y las dificultades de la economía, mientras contempla la corrupción, la oscura y delictiva financiación de los liberales, y el militarismo que estimula Estados Unidos para arrastrar a Tokio en su acoso a China.
El año 2023 fue también malo. Otro más. Y 2024 ha mostrado el desgaste del poder conservador. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en valores nominales Japón cedió el tercer puesto de la economía mundial a Alemania (cuya fortaleza también flaquea) aunque si se define con el más riguroso criterio del PIB por PPA, paridad de poder adquisitivo, Japón ha retrocedido para convertirse en la quinta economía mundial, tras China, Estados Unidos, India y Rusia. Hace treinta años que la economía japonesa inició su lento declive, viendo pasar los que se denominaron “tigres asiáticos” (Corea del Sur, Taiwán, Singapur y Hong Kong), la burbuja inmobiliaria y la crisis financiera, la disminución del número de habitantes y el envejecimiento de la población, hasta el punto de que la crisis ha hecho que aparezcan también los “bancos de alimentos” para ayudar a los pobres, algo impensable tres décadas atrás cuando la economía nipona era la segunda del mundo. La combinación de un yen debilitado que ha llevado al Banco de Japón, en coordinación con la Reserva Federal estadounidense y el banco central surcoreano, a intervenir para frenar la depreciación de la moneda, junto a una reducción del consumo interior y la persistencia de la crisis demográfica, además de la disminución de la productividad en la industria y con la deuda pública más alta del mundo en relación al PIB, han creado un círculo de fuego para Japón. Una baja productividad y una extendida fidelidad a las empresas, en un entorno laboral que fuerza a trabajar un exceso de horas cada día que agota la vida cotidiana de millones de trabajadores, explica que en 2024 la producción industrial haya retrocedido casi un 3 % en relación al año anterior. Desde 2009, la población disminuye cada año. En 2023, solo nacieron setecientos mil japoneses, y murieron el doble: fue la peor cifra desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Si continúa esa tendencia, en cuatro décadas más Japón perderá casi cuarenta millones de habitantes.
La preocupación de los japoneses por el futuro es patente y no contribuyen al optimismo el recuerdo de catástrofes como el accidente nuclear de Fukushima y el desastre del nuevo cohete japonés de combustible sólido, Epsilon S, cuyo segundo fracaso causó un enorme incendio en el centro espacial de la isla de Tanegáshima. La convicción de que el país no puede mantener el actual sistema de pensiones para los jubilados, el aumento de los gastos médicos y los crecientes problemas en las áreas rurales (marcha de jóvenes hacia las grandes ciudades y cierre de escuelas), agobia a una parte de la población. Pese a que el desempleo es casi inexistente, los salarios se han estancado y el plan de recuperación de 100.000 millones de euros que anunció el anterior primer ministro, Fumio Kishida, a finales de 2023 no ha cambiado la tendencia, que parece encerrar a Japón en una cadena de acontecimientos que no detienen la decadencia. Y la desconfianza ante los cambios que tiene buena parte de la sociedad japonesa y la inercia de las grandes corporaciones hacen que la propuesta del joven filósofo Kohei Saito de reducir los horarios de trabajo y la producción para evitar la catástrofe ecológica (su libro, El capital en el Antropoceno, tuvo buena acogida y ventas considerables) tenga escasas posibilidades de llevarse a la práctica y quebrar la lógica del capitalismo, como tampoco lo hacen los Objetivos de desarrollo sostenible (ODS) o Agenda 2030.
La pujanza de China agobia al gobierno nipón que, ocultando la vergüenza de los crímenes japoneses durante la Segunda Guerra Mundial (la matanza de Nankín, las decenas de miles de mujeres chinas y coreanas forzadas a ser “esclavas sexuales” para el ejército imperial, las decenas de miles de ciudadanos chinos convertidos en esclavos, el programa de armas biológicas y químicas, la Unidad 731 de Shirō Ishii y los horrendos experimentos médicos que asesinaron a miles de chinos: un completo plan de la muerte similar al de los nazis en Europa que causó millones de muertos en China), sigue honrando a los criminales de guerra en el santuario de Yasukuni, llegando algunos gobernantes liberales al extremo de justificar la decisión del ejército japonés de forzar a decenas de miles de mujeres a la esclavitud sexual “por la circunstancias de la Segunda Guerra Mundial”. Sobre todo ello, el régimen creado por los liberales nipones, siempre obedientes y dóciles con Estados Unidos, ha extendido un eficaz manto de silencio que ha llevado a que buena parte de la población ignore los crímenes cometidos, aunque cada año se conmemore el aniversario de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki sin mencionar la responsabilidad estadounidense. Como hizo MacArthur con Hirohito, impidiendo que fuera procesado por crímenes de guerra, también el microbiólogo Shirō Ishii, el general responsable de la Unidad 731 que causó más de 500.000 muertos en China, fue detenido tras la guerra pero pudo negociar su inmunidad a cambio de facilitar al Pentágono información de sus experimentos biológicos: nunca rindió cuentas.
La progresiva militarización del país (que inició Shinzō Abe y ha seguido bajo los primeros ministros Suga, Kishida y el actual, Ishiba) no se ha detenido: encuentra aliento en una parte de la sociedad japonesa y es estimulada por Estados Unidos cuya presión sobre el gobierno es constante para que aumente los presupuestos militares y participe en los ejercicios del Pentágono en toda la gran área de Asia-Pacífico en sus planes para “contener a China”. La ocupación militar estadounidense es asumida por el Programa de Defensa Nacional (NDPG), que establece que el ejército (las Fuerzas de Autodefensa de Japón) tendrá un mando unificado para “operaciones conjuntas y bilaterales entre Japón y Estados Unidos”. En 2025, los gastos militares alcanzarán los 53.000 millones de dólares, un gran aumento siguiendo los pasos de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN.
Ishiba recibe presiones del sector más derechista de su partido, dirigido por la ex ministra Sanae Takaichi, que se ha relacionado con significados fascistas japoneses y sostiene la visión militarista del asesinado Shinzō Abe. De hecho, numerosos dirigentes del PLD mantienen una sorda guerra entre sí, mostrando públicamente la tradicional amabilidad japonesa pero ocultando un cuchillo a su espalda como si fueran la niña (Knife Behind Back) de Yoshitomo Nara. Los lazos del partido gobernante con la secta Moon (una siniestra iglesia cristiana ferozmente anticomunista, y traficante de armas) y con la poderosa organización de extrema derecha Nippon Kaigi, también anticomunista, junto con el crecimiento en los últimos años de la ultraderecha, delimitan la actuación del gobierno japonés que se ha mostrado en los últimos años, de la mano de Washington, proclive a intervenir en conflictos militares fuera de sus fronteras.
El Partido Comunista y el Partido Socialdemócrata (heredero del Partido Socialista), junto al centrista Partido Democrático Constitucional, se oponen a la anulación del artículo 9 de la Constitución que prohíbe la intervención militar exterior. El actual primer ministro Ishiba, que se ha mostrado como un declarado militarista, no descartó atacar “preventivamente” a Corea del Norte y que Japón disponga de armas nucleares, idea que es denunciada con firmeza por Nihon Hidankyō, la organización creada en 1956 por supervivientes de las bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki, los hibakusha. El Partido Comunista de Japón, que participó en su creación, apoya la actividad de Nihon Hidankyō, denuncia la existencia de las bases estadounidenses en el país y defiende un esquema estratégico que estabilice la situación en Asia siguiendo el ejemplo de la ASEAN, organismo que ha asumido tareas conjuntas entre los países miembros para preservar la paz en el sudeste asiático.
China aumenta su influencia en toda Asia, pese al constante empeño estadounidense por impedirlo: tras la crisis financiera de 2008, el “giro a Asia” de Obama tenía el evidente propósito de contener a China, objetivo que fue perseguido también por Trump durante su primer mandato (reactivación del QUAD) y por Biden. Aunque sin abandonar su agresiva política hacia China, Trump está también interesado en las oportunidades que puede ofrecer la apertura de la ruta del Ártico, que Rusia quiere desarrollar mientras China fomenta la cooperación marítima para lo que denomina la “ruta polar de la seda”. La guerra comercial iniciada por Trump y seguida por Biden, junto al anuncio de nuevos aranceles sobre los productos chinos van a envenenar más las relaciones, y Japón se verá afectado. Pese al acoso estadounidense, Huawei ha sabido resistir, como otras compañías de la República Popular: si años atrás casi la mitad de las exportaciones chinas iban dirigidas a países del G-7, hoy son ya menos del 30%, y Estados Unidos ya no es su primer socio comercial: ahora solo representa el 15 % del comercio exterior chino. China se ha convertido en el mayor fabricante de vehículos del mundo, y Japón se mueve para hacer frente a las compañías automovilísticas como Chery, BYD y Changan (empresas públicas chinas): Nissan, Honda y Mitsubishi han anunciado su fusión para crear una nueva multinacional nipona que, con Toyota, pueda competir con los automóviles chinos. Tokio también está muy atento al desarrollo de las relaciones entre las grandes potencias, y a la exigencia del grupo BRICS+ de articular un nuevo orden internacional más justo, que entierre la hegemonía estadounidense y establezca un equilibrio más equitativo. El PIB del conjunto de los BRICS+ es ya del 35 % del total mundial, frente al 30 % del G-7, en paridad de poder adquisitivo.
La tradicional subordinación de Tokio a las decisiones de Estados Unidos limita su capacidad de acción. En 2022, siguiendo la visión estratégica que había establecido el gabinete de Trump, el gobierno Biden declaró su Estrategia Indopacífica. En el ambicioso plan, Washington señaló sus objetivos: “profundizar las cinco alianzas existentes con Australia, Japón, Corea del Sur, Filipinas y Tailandia, y afianzar relaciones con India, Indonesia, Malasia, Mongolia, Nueva Zelanda, Singapur, Taiwán, Vietnam e islas del Pacífico”. Para Washington, en ese diseño, la alianza con Japón es la clave de bóveda para la seguridad y la estabilidad en Asia-Pacífico y para hacer frente al desafío que plantea China, que mantiene con Japón la disputa por las islas Senkaku-Diaoyu.
Impulsando esa estrategia, y por primera vez en la historia de sus relaciones con Japón, Estados Unidos organizó en abril de 2024 una cumbre trilateral en Washington con el japonés Kishida y el filipino Marcos, para asegurar el rearme (desplegando misiles estadounidenses de alcance medio en Filipinas) y para acordar nuevas maniobras militares conjuntas. El gobierno Biden ha forzado a Tokio a la firma de nuevos acuerdos militares y a Manila a retirarse de la nueva ruta de la seda china, e intenta incorporar a Japón al AUKUS, la alianza militar de Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia en el océano Pacífico. Y no hay duda de que la llegada de Trump a la Casa Blanca reforzará los planes contra China (el anunciado secretario de Estado, Marco Rubio; el probable jefe del Pentágono, Pete Hegseth; y el consejero de seguridad nacional, Mike Waltz, son todos severos críticos de Pekín y duros anticomunistas). En su primer mandato, Trump presionó a Tokio, Seúl y Taipéi para que aumentasen sus gastos militares, y también incrementará ahora la presión belicista sobre Tokio, en un terreno fértil para sus planes porque buena parte de los dirigentes del Partido Liberal Democrático sueñan con el reforzamiento del ejército japonés para convertirlo en uno de los tres más poderosos del mundo. En Japón, la retórica sobre las supuestas amenazas de China, Rusia y Corea del Norte (las negociaciones a “seis bandas” sobre Corea están paralizadas desde hace años) ha sido constante, repitiendo hasta la saciedad, como hace la prensa conservadora occidental, asertos como la “agresividad de Putin”, la “expansión de China” o la “amenaza nuclear de Corea del norte”, de forma que los últimos gobiernos liberales casi han duplicado el presupuesto militar en los últimos cinco años, y una de las propuestas de Ishiba cuando se presentó para presidir el PLD fue la creación de una “OTAN asiática”, una propuesta que ya había formulado en un artículo publicado en el conservador Hudson Institut, de Washington, alertando sobre las intenciones de China en Taiwán y asegurando que “la Ucrania de hoy es el mañana de Asia”, idea que también había formulado Kishida. El almirante Tomohisa Takei (que llegó a dirigir la Marina japonesa; y que hoy, retirado, trabaja para The Japan Institute of International Affairs) afirmó en 2024, faltando a la verdad, que “Xi Jinping dio la orden de estar listos para invadir Taiwán en 2027.” Sin embargo, Ishiba, apostando a varios caballos, ha mostrado también su pragmatismo e interés por mantener vías diplomáticas con Moscú y Pekín.
De esa forma, el nuevo gobierno de Ishiba mantiene una prudente política de acercamiento a China (aunque siempre pendiente de las decisiones de Washington) que puede abrir una nueva etapa en la relación de Pekín y Tokio: Xi Jinping e Ishiba se reunieron en Perú en noviembre de 2024, y el ministro de Asuntos Exteriores japonés, Takeshi Iwaya, visitó China a finales de diciembre de 2024 y acordó con su homólogo chino, Wang Yi, mejorar las relaciones entre ambos países. Iwaya considera que Japón no debe seguir especulando con la hipótesis de la “invasión china de Taiwán” y se inclina, como el primer ministro, por el pragmatismo, a la vista de la fortaleza china y de la importancia de los intercambios económicos que mantienen, aunque la clave para el futuro inmediato estriba en que consigan entablar relaciones estables. Ishiba, además, ha mostrado su aprecio por la política de Kakuei Tanaka, el primer ministro japonés que en los años setenta del siglo pasado inició la normalización de las relaciones de Japón con China. Pero Pekín es consciente de los precarios equilibrios en la región a causa de las iniciativas estadounidenses y, poco después de la reunión de Wang Yi e Iwaya, el ministerio de Defensa chino criticaba la Ley de Autorización de Defensa Nacional (NDAA) estadounidense que cuenta con un disparatado presupuesto militar de 895.000 millones de dólares, revelando que la United States Space Force, USSF, ha establecido una unidad en Japón para fortalecer la “vigilancia y respuesta espacial” con el pretexto del “creciente uso militar del espacio de China y Rusia” y los “avances de Corea del Norte”. De manera que, bajo la presión estadounidense, Ishiba lanza paletadas de cal y arena.
A finales de 2024, la portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores ruso, María Zajárova, advirtió a Tokio que si la cooperación entre Japón y Estados Unidos implica el despliegue de misiles de corto y medio alcance en territorio nipón ello “representará una amenaza real para la seguridad de nuestro país” y Rusia tendrá que responder “de forma simétrica”. No es el único asunto que preocupa a Moscú: Japón está financiando al gobierno de Zelenski en Ucrania y reclama a Rusia las islas Iturup, Kunashir, Shikotán y Jabomai. La situación en toda Asia oriental es tensa: al reforzamiento del dispositivo militar estadounidense en toda la región y al despliegue de nuevos misiles de corto y medio alcance, a sus diferencias con Rusia y China y a las reiteradas provocaciones en las fronteras de Corea del Norte, se ha añadido la crisis en Corea del Sur: si hubiera triunfado el intento de golpe de Estado del ex presidente surcoreano, Yoon Suk-yeol, en diciembre de 2024, podría haber estallado la guerra: la propia prensa de Seúl ha revelado que uno de los cómplices de Yoon, el jefe de inteligencia del ejército, general Roh Sang-won, tenía previsto lanzar un ataque militar a Corea del Norte para justificar la declaración de la ley marcial en el país.
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En Kudanshita, al norte del palacio imperial de Tokio, se encuentra el santuario de Yasukuni, con un jardín de cerezos y los kami de los criminales de guerra de 1945 que fueron colgados en la horca. En 2013, el primer ministro Shinzō Abe visitó ese lugar sagrado sintoísta, y llegó a fotografiarse en un avión que mostraba el número 731: el número de la unidad militar que experimentó con seres humanos y envió a la muerte a miles de ciudadanos chinos, en una insania asesina similar al horror nazi. También visitan el santuario ministros del gobierno, con regularidad. Estados Unidos, que dictó al país todas las leyes de posguerra, se ha abstenido siempre de criticar las visitas a Yasukuni, aunque Japón sigue siendo un país ocupado militarmente por los soldados del Pentágono. En 2019, la llegada de Naruhito al trono del crisantemo hizo albergar algunas expectativas sobre la recuperación de la plena sobiranía, pero cinco años después esa esperanza se ha diluido y la hipoteca se muestra a la población japonesa y al mundo como un acuerdo de seguridad con Washington.
En enero de 2025 se celebra el centenario de Yukio Mishima, uno de los símbolos del nacionalismo japonés. Los jóvenes son quienes más leen sus obras, mientras el país se debate entre la vergonzante nostalgia del pasado imperial que quiso recuperar el escritor (y que sigue agazapada en el Jimintō), la preocupación ante la fuerza de China, la subordinación ante Estados Unidos y la evidencia del progresivo agotamiento nipón y su retroceso ante otras potencias mundiales. Al sur del palacio imperial, frente a los fosos que miran a Yūrakuchō, sigue alzándose el edificio Dai-Ichi Seimei que albergó al comandante de las fuerzas de ocupación estadounidenses, Douglas MacArthur, tras las bombas atómicas y la rendición. Allí se conservan las salas de reuniones, con largas mesas y oscuros muebles, y el despacho desde donde el general gobernó el derrotado y destruido Nihon de posguerra. Hoy, Japón teme la crisis y el estancamiento, el gobierno Ishiba se debate bajo la obediencia a Washington sin atreverse a iniciar por fin una nueva relación con China, y sabe que el declive siempre es amargo, aunque las luces y el brío de Shinjuku hagan olvidar la isla del Houtokuji.
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