El Tribunal Penal Internacional (TPI) ha dictado una orden de detención contra un presidente en activo, el sudanés Omar al Bashir. Se le acusa de cinco cargos de lesa humanidad (asesinato, deportación forzosa, violación, tortura y exterminio) y dos por crímenes de guerra (ataques directos e intencionados y saqueos contra la población civil). Desde el […]
El Tribunal Penal Internacional (TPI) ha dictado una orden de detención contra un presidente en activo, el sudanés Omar al Bashir. Se le acusa de cinco cargos de lesa humanidad (asesinato, deportación forzosa, violación, tortura y exterminio) y dos por crímenes de guerra (ataques directos e intencionados y saqueos contra la población civil). Desde el 2003 son más de 300.000 los muertos, otros tantos refugiados y refugiadas en Chad y República Centroafricana y cerca de tres millones de desplazados. El TPI suma esta orden de detención a las de arresto, de mayo de 2007, contra Ahmed Haroun (ex ministro de interior) y Ali Kusha, supuesto líder de la milicia janjaweed aliada del gobierno de Jartum.
Para organizaciones de Derechos Humanos como Amnistía Internacional y Human Rigth Watch, la decisión ha sido de vital importancia en la lucha contra la impunidad. Es más, abogan por la detención del político sudanés, ya que la justicia no se puede negociar. A su vez, son ya más de diez organizaciones presentes en Sudán que han sido expulsadas por el gobierno en represalia a la orden de detención. Miles de personas quedarán sin la ayuda humanitaria básica.
Por otro lado, el presidente ha decidido responder al TPI con «más esfuerzos para alcanzar la paz y aquellos que han emitido una orden de arresto no están cualificados moralmente y no son objetivos para tomar estas decisiones y medidas, porque son responsables de la humillación y el saqueo de las riquezas de los pueblos. Quienes atacan Gaza con todo tipo de armas son los que deben ser llevados a la justicia, no nosotros» [1]. La presidencia de la Unión Africana, que ejerce actualmente Al-Gadaaffi, ha considerado que existe una política de terrorismo contra los países débiles de manera que se interviene sobre su independencia, su soberanía y sus decisiones políticas. Palabras que chocan contra las peticiones de procesamiento de los gobiernos del Congo, Uganda y la República Centroaficana contra los señores de la guerra en sus respectivos países. Además, veinte Estados africanos se encuentran entre los promotores del TPI y más de treinta ratificaron su estatuto posteriormente.
Las fichas de este complicado puzzle están sobre la mesa. La idea fuerza resulta formalmente impecable. La posible persecución y condena por parte del TPI del responsable de crímenes de guerra y lesa humanidad en Sudán debe considerarse un avance contra la impunidad, y más, si el procesado es un presidente en activo. Las fronteras y la soberanía nacional dejan de ser espacios impunes para la justicia internacional. No obstante, una idea éticamente positiva puede transformarse en perversa cuando se supedita a las relaciones de poder. En este caso, se corrompe al ponerse al servicio del capital transnacional y de los países dominantes en la esfera internacional.
Otros Agentes Responsables
En el puzzle mencionado existen otras fichas ocultas que conviene ir desvelando. Hay otros agentes responsables que no aparecen en el sumario abierto por el TPI, ni en las declaraciones del presidente de Sudán.
En el país africano se viven, hace un cuarto de siglo, convulsiones dramáticas generadas por rivalidades petroleras y compromisos herederos de la colonización francesa, inglesa y de Estados Unidos [2]. Sobre este telón de fondo los pueblos de Darfur han denunciado la marginación del gobierno de Jartum en la provisión de servicios sociales, infraestructuras, prestaciones sanitarias y estructura institucional [3]. En Sudán los conflictos responden a múltiples causas, pero la confrontación entre una minoría elitista apoyada social y económicamente por el gobierno y una mayoría social explotada atraviesa toda la sociedad. Además, la estructura neocolonial se ha ido reinterpretando por las políticas impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Con una deuda de 29 millones de dólares, Sudán está endeudado doce veces más en proporción a su PIB que Nigeria y cuatro veces más que Chad y Etiopía [4]. Todo ello ha impactado en la sociedad civil, que es la verdadera perdedora de un modelo profundamente injusto. La pieza oculta neocolonial y las políticas de exterminio del FMI son también parte importante en la aplicación de una justicia universal en función de la reparación de las víctimas.
Por otra parte, no se puede olvidar que Omar al Bashir se hizo con el poder en 1989 mediante un golpe militar que provocó una guerra civil entre el norte y el sur del país, que pronto sirvió de excusa para que Washington apoyara al sur a través de Uganda y transformara a Darfur en un símbolo a favor de lucha contra la impunidad. El presidente sudanés es un dictador que ha actuado al dictado, exclusivamente, de sus intereses. La guerra civil y el grave conflicto de Darfur demuestran que sus intenciones nunca han consistido en resistir al modelo neoliberal, ni en construir tejido social alternativo, ni organizar, ni potenciar el desarrollo del pueblo de Sudán.
Estados Unidos es otra pieza importante a tener en cuenta. El portavoz del Departamento de Estado, Robert Wood, declaró que «su país esperaba que quienes hayan cometido crímenes de esta índole sean juzgados por ello». Palabras que, conviene recordar, se efectúan desde un país que no es miembro de la Corte Penal Internacional y dispone de derecho de veto en el Consejo de Seguridad, es decir, nunca se podrá procesar a los ciudadanos de Estados Unidos [5]. Hagan lo que hagan tienen garantizada la total inmunidad. En referencia a Sudán, EEUU, por medio de sus aliados en Chad, ha entrenado y armado al Ejército Popular de Sudán, ha inundado de armas el Sur y, desde el descubrimiento del petróleo, Darfur, ha apoyado y entrenado militares de los países vecinos y rebeldes sudaneses y ha protegido a los mercaderes de la muerte, vendedores de armas y perseguidos por la Interpol. Las matanzas en Darfur no son ajenas a los hechos descritos.
Israel, con la complicidad de Francia, ha suministrado importantes cantidades de armas a los grupos rebeldes implicados en el conflicto de Darfur [6] y Amnistía Internacional ha denunciado, en el 2007, a China por la venta de armas usadas al gobierno de Sudán.
El petróleo y las empresas transnacionales
Detrás de las ventas de armas se encuentra la pugna por el petróleo. El eje de la disputa lo describe Wiliam Engdahl: «Chevron encontró grandes reservas de petróleo en el sur de Sudán. Gastó 1.200 millones de dólares para encontrarlas y probarlas. Ese petróleo provocó lo que llaman la segunda guerra civil de Sudán en 1983. Chevron fue objetivo de repetidos ataques y asesinatos y suspendió el proyecto en 1984. En 1992, vendió sus concesiones petroleras sudanesas. Entonces China comenzó a desarrollar los campos abandonados de Chevron en 1999 con resultados notables» [7]. La Corporación Nacional Petrolera China es la mayor inversionista extranjera en Sudán. Desde 1999, China ha invertido por lo menos 15.000 millones de dólares. La nueva guerra fría abierta entre China y EEUU tiene un frente muy importante en la disputa por el petróleo en Sudán. En definitiva, la verdadera preocupación de EEUU, no es otra que el poder geoestratégico que está adquiriendo China en la zona (compra dos terceras partes del petróleo que produce Sudán) y la intervención francesa no es ajena a los intereses de la multinacional Total por el petróleo de la región. China, tampoco es neutral y defiende al gobierno de Sudán y a su petróleo y quita importancia a la intensidad del drama humano existente en Darfur.
La complicidad entre empresas transnacionales, los gobiernos de EEUU, China y Francia con sus intereses económicos y geoestratégicos, el gobierno dictatorial de Sudán, los traficantes de armas y los grupos armados, la impunidad con que actúan las transnacionales del petróleo de EEUU, Francia y China, junto a las violaciones de derechos humanos y medioambientales son indicios suficientes para abrir el abanico de responsabilidades civiles y penales. Indicios que deben extenderse a las políticas criminales del FMI. Sin embargo, fueron suprimidos del TPI crímenes internacionales graves, recogidos en los primeros borradores, como los ecológicos, como la dominación colonial, la intervención y dominación extranjera y las violaciones graves y masivas a los derechos económicos y sociales.
La conclusión es que nos encontramos con una figura geométrica de muchas caras que, en ningún caso, debe llevarnos a la parálisis y a la impunidad como resultado de la complejidad. Lo que esconde, realmente, el cúmulo de intereses descritos es el elevado número de víctimas civiles que siguen sin protección de ninguna clase. La sentencia del TPI no aborda esta cuestión. Si considero importante castigar a los responsables de crímenes como los descritos, más importante resulta reparar y tutelar los derechos de las mayorías sociales. De ahí que la existencia del TPI sea sólo una cara de las muchas que componen la figura sobre la que construir la reparación de las víctimas. Por eso, aisladamente, la orden de detención dictada por el TPI, es más una expresión de dominación que otra cosa. Y la prueba más evidente es el doble rasero con el que se aplica la justicia internacional. Lo ocurrido en Irak, Guantánamo, Líbano, Gaza, la impunidad con que actúan las multinacionales, entre otros ejemplos, son la expresión de la reinterpretación de la justicia efectuada desde los países y clases dominante. Todo ello requiere articular una reforma institucional de ámbito internacional, que exprese una nueva manera entender las relaciones de poder. La mera existencia del TPI requiere modificaciones del entramado jurídico global. Veamos.
El Derecho Comercial Global
Desde el plano jurídico, es perfectamente viable proponer como hipótesis de trabajo en la defensa de los derechos civiles y económicos, los principios que el Derecho Comercial Global, la nueva Lex Mercatoria, ha creado para la tutela de los intereses del capital y de las empresas transnacionales. Comprobaremos como no es utópico construir, desde una perspectiva formal, un entramado jurídico internacional que tutele derechos de las mayorías sociales, únicamente se requiere seguir la senda abierta para la tutela de los intereses del capital:
La globalización neoliberal, al actuar como telón de fondo en el que se desenvuelven las multinacionales, genera mutaciones importantes en los principios democráticos legitimadores de las normas jurídicas. La reaparición de la Lex Mercatoria se aproxima al funcionamiento de los sistemas feudales de poder y regulación más que a sistemas de garantías universales. Las nuevas instituciones sobre las que bascula la construcción del nuevo Derecho Global del Comercio, la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), se estructuran sobre reglas poco transparentes y básicamente antidemocráticas. Las mutaciones en el iter normativo de las normas reguladoras de la actividad de las transnacionales generan la aparición de hiperinflación y celeridad normativa, legislaciones desbocadas, hiperespecializadas, con fecha de caducidad, carentes de trasparencia, de control democrático… lo que contrasta con la necesidad absoluta de seguridad jurídica estructurada en torno al derecho de propiedad, coercitividad y efectos erga omnes. Su naturaleza se privatiza en las reglas procedimentales y en su contenido, y se rodea de pleno imperium en su eficacia.
Los derechos de las empresas transnacionales se reenvían al Derecho Comercial Global, que utiliza las siguientes instituciones jurídicas: la bilateralidad contractual como eje de su funcionamiento; la bilateralidad asimétrica en fondo y forma; los laudos arbitrales de expertos, cuyos fallos tienen mayor eficacia que las sentencias y recomendaciones de tribunales y organizaciones internacionales, ya que la sanción económica es fulminante en caso de incumplimiento; el poder judicial internacional se modifica en favor de expertos, lo que provoca la quiebra de uno de los pilares de los Estados de Derecho; y por último, los grandes bufetes de abogados se convierten en los asesores y representantes de las empresas transnacionales, desarrollando una labor más cercana a creadores de normas que a meros intérpretes de las mismas. Son la expresión formal del poder político y económico de las multinacionales. En definitiva, para la tutela de los intereses de las multinacionales el entramado jurídico-institucional es claro y con poderes perfectamente delimitados. No existe dificultad técnica alguna en extender su «lógica de funcionamiento» (es decir, el carácter imperativo, coercitivo y ejecutivo de sus normas) a la tutela de los derechos civiles, sociales y económicos, y en el caso analizado, a la reparación de las victimas. ¿Por qué es más complicado, reitero técnicamente, garantizar la alimentación, salud y educación universal que los derechos de las multinacionales? ¿Por qué el Derecho Internacional de los Derechos Humanos es, en parte de su contenido material, meramente declarativo?
Las Naciones Unidas
La necesidad de proponer otro entramado institucional internacional pasa por transformar radicalmente las Naciones Unidas, lo que depende más de correlaciones de fuerza que de argumentos sobre el realismo «de lo existente» o de reformas graduales. Partimos, a pesar de las reformas por las que atraviesa la ONU, de cómo la Carta de Naciones Unidas incide en la regulación de las distintas vertientes políticas, económicas, sociales, culturales y no sólo en las relacionadas con la paz y la seguridad entre Estados. Si la especialización normativa y de políticas públicas exige órganos diferenciados, el papel central lo debe ejercer la Asamblea General y el Consejo Económico y Social (ECOSOC). La ONU debe dirigir la política internacional. Es desde esta perspectiva desde donde la OMC, las instituciones de Breton Woods, los acuerdos comerciales y de inversión de carácter regional y bilateral y las empresas trasnacionales tienen que subordinarse a las políticas de Naciones Unidas. Las instituciones como la OMC deben únicamente ser tratadas con un estatus técnico de especialización en la esfera económica, al igual que la OIT lo es en aspectos laborales. La especialización no implica, tal y como se ha reinterpretado contra legem, una división del trabajo de manera independiente entre la ONU y la OMC. Las instituciones financieras y la OMC deben rendir cuentas a la Asamblea General.
La realidad choca con estas afirmaciones, ya que fue en los años 70 cuando la ONU intentó activar ciertas reformas en el sistema económico internacional acompañadas de modificaciones institucionales que fracasaron con las nuevas corrientes neoliberales. Los países desarrollados y las corporaciones económicas recondujeron de manera radical cualquier intento de modificar las reglas de funcionamiento institucional, y para ello se utilizan como instrumentos, en unos casos, la negativa de fondos para la financiación de la ONU y en otros el chantaje. Además, las campañas de ineficacia, de corrupción y de presión directa de las empresas transnacionales y de sus gobiernos no permitieron modificaciones institucionales. Todo ello fue provocando que «los órganos intergubernamentales y organismos de la ONU se convirtieran en meras sociedades de debate o seminarios de eruditos. En los últimos 50 años podría decirse que la ONU ha sido castrada» [8]. La actual crisis financiera ha ratificado la marginación y subordinación de la ONU a los intereses económicos de las grandes potencias. La convocatoria de Washington para redefinir las nuevas reglas financieras es buen un ejemplo. En ella han participado el G- 20 más dos, quedando excluidos 170 Estados y la pregunta, en palabras de Jordi García-Petit [9] es muy clara, «¿por qué no reunir a la Asamblea General ahora que el mundo se halla inmerso en la mayor crisis del orden económico desde la fundación de la ONU en 1945, cuyas previsibles consecuencias, directas o indirectas, entran de lleno en los fines de la organización, incluido el fin principal del mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales?». Estas son las ideas centrales sobre la realidad de la ONU.
Se requiere una transformación radical que ponga como eje central de su trabajo la defensa de los derechos humanos de las mayorías sociales. La Carta de Naciones Unidas establece la hegemonía de las grandes potencias en las relaciones internacionales. El Consejo de Seguridad tiene cinco miembros permanentes con derecho de veto que implica la regla de la unanimidad, lo que permite a cualquiera de ellos bloquear cualquier decisión (China, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y la Unión Soviética). Tal y como propone Teitelbaum [10], el derecho de veto debe desaparecer y el Consejo de Seguridad someterse a la legalidad internacional, aumentar el número de miembros y desplazar sus competencias a favor de la Asamblea General de Naciones Unidas. Ésta debe incorporar a representantes de los parlamentos y de la sociedad civil para consolidar una verdadera pluralidad internacional.
El TPI necesita de una ONU radicalmente diferente y de un Tribunal que juzgue a las empresas transnacionales y tutele los derechos económicos de las mayorías sociales. El castigo al dictador sin modificación de las estructuras económicas implica, de facto, el abandono de las víctimas.
Intervenciones militares humanitarias/ Soberanía Nacional
Un tema interesante es el relacionado con la ejecución de la sentencia. Como detener a los sujetos procesados, lo que nos conecta con el complejo asunto de las intervenciones militares humanitarias. ¿Hace falta un ejército internacional? En relación a las intervenciones humanitarias y la soberanía, la Carta Fundacional de las Naciones Unidas prohíbe la injerencia en los asuntos internos de los Estados miembros. Persigue, con esto, dos objetivos: la paz mundial -es decir, la prohibición de la guerra- y la soberanía de los Estados. La filosofía que subyace es la de someter todas las intervenciones a la aprobación del Consejo de Seguridad y que éstas se ajusten a las excepciones reguladas en el artículo 2.4 de la Carta de Naciones Unidas (defensa propia o fracaso de los medios pacíficos). Junto a estas estipulaciones, la Carta incorpora otra, tan fundamental e inédita como las anteriores, de respeto a la dignidad de todo ser humano, desterrando definitivamente cualquier tipo discriminación. Ambas estipulaciones, muy vinculadas entre sí, implican una radical ruptura con la tradición jurídico-política hasta entonces vigente. Se sustrae a la soberanía estatal de uno de sus elementos centrales, el derecho a declarar la guerra, y se convierte a los derechos fundamentales en una categoría jurídica vinculante para cualquier Estado, en relación con cualquier sujeto. Se superan las fronteras estatales como límite para su reconocimiento, pasando a formar parte del derecho positivo.
En la década de los noventa -y, fundamentalmente, a partir del 11 de Septiembre- EEUU delimita estas estipulaciones, adjudicándose el poder de intervenir, al margen del Derecho Internacional y de la ONU. El unilateralismo, la guerra preventiva y las intervenciones militares, son los nuevos principios en que se sustentan las relaciones internacionales, tal y como sostienen sectores doctrinales contrarios a la globalización neoliberal.
Se reinterpretan los derechos fundamentales y se utiliza la guerra como instrumento en defensa de los mismos, acuñándose un nuevo imperativo moral que se sustrae a cualquier norma internacional. Diga lo que diga el Derecho vigente, si se trata de prevenir catástrofes humanitarias o genocidios, la intervención militar es inevitable. Se reafirma la guerra o la fuerza armada como elemento exclusivo de la intervención, quebrando la soberanía de los Estados, para defender cualquier violación de los derechos humanos, e incluso para derrocar dictadores, todo ello al margen de las Naciones Unidas. Nos encontramos con una manifiesta disociación de las estipulaciones establecidas en la Carta de Naciones Unidas [11].
La caída del Muro de Berlín y el final de la guerra fría plantearon un nuevo escenario, que hubiese permitido reorientar las relaciones internacionales en sentido inverso. Es decir, al margen de la guerra, por un lado, y reinterpretando la soberanía de los Estados a favor de los derechos fundamentales, por otro. La prevención de conflictos hubiese sustituido a la intervención militar humanitaria, tesis discutida por la doctrina y que escapa a los objetivos del presente trabajo.
No obstante, el debate sobre la desvinculación entre la soberanía de un gobierno y la fuente de su autoridad reaparece en relación a la injerencia. No son suficientes las tesis basadas en la defensa de los derechos humanos o la democracia -es decir, en posibles razones humanitarias frente a la soberanía estatal-, ni -a la inversa- las basadas en la razón de Estado, que cierra el espacio estatal a cualquier control exterior. La clave reside en saber quién decide que un gobierno no tiene legitimidad, o que viola sistemáticamente los derechos humanos. En la actual coyuntura internacional este interrogante no queda satisfactoriamente solventado. Resulta evidente que no hay que sacralizar categorías como la soberanía estatal o la no injerencia pero tampoco reinterpretarlas alegremente al calor de la homogenización neoliberal. No podemos obviar que las grandes potencias parten de un proceso de globalización y mercado único que elimina fronteras. El intervencionismo humanitario es un buen instrumento del nuevo orden neoliberal que combina lo militar y lo humanitario. El conflicto de Sudán no pasa por las intervenciones humanitarias, ni para detener a su presidente, ni para pacificar su territorio.
Justicia Universal
Respecto a la justicia universal, es en la dirección de la extraterritorialidad donde el fallo del juez Barttle recogió la responsabilidad del general Pinochet en los casos de tortura y conspiración para la tortura desde el ocho de diciembre de 1998. En aquel momento, la posible extradición de un ex jefe de Estado en aplicación de la legislación universal no tenía precedentes. Supuso el reconocimiento de responsabilidad de todo individuo -aún siendo jefe de Estado- que cometa crímenes contra la comunidad internacional, y permitió que todos los Estados signatarios de la convención contra la tortura tuvieran competencia para juzgarlos y perseguirlos en y por todos los países del mundo [12]. Los interrogantes se abrían en múltiples direcciones. ¿Las normas internacionales iniciaban de manera generalizada la senda de lo declarativo hacia lo imperativo? ¿Las múltiples prácticas contra los derechos humanos de empresas transnacionales en los países receptores podrán ser juzgadas en otros países? ¿El hambre y la miseria de millones de seres humanos podrán ser perseguidas como delitos contra la humanidad? La sentencia colocó en el centro del debate la delimitación de la justicia universal.
El fallo del juez Barttle recogía textualmente que, «las Convenciones representan una creciente tendencia de la comunidad internacional para colaborar en el castigo de crímenes que repugnan a la sociedad civilizada… cometidos por individuos que buscan influenciar o derrocar gobiernos democráticos o bien por gobiernos no democráticos contra sus propios ciudadanos…» La argumentación resultaba impecable pero abría numerosos interrogantes. Por un lado, las personas jurídicas también pueden participar y participan en acciones degradantes. Por otro, la caracterización de gobiernos democráticos deberá valorarse tanto en función del respeto a los derechos civiles y políticos como a los económicos, sociales y culturales, y será decidida en foros internacionales, en instituciones o en tribunales iguales entre todos los Estados participantes. De otra forma, la justicia universal puede convertirse en una nueva forma de intervencionismo judicial de los Estados fuertes contra los débiles. ¿La condena de Pinochet ha creado un precedente por el que ningún dictador puede hacer valer, bajo el pretexto de la soberanía nacional, la impunidad para escapar de la justicia? ¿La soberanía nacional ya no es un principio absoluto y la no injerencia en asuntos internos ya no es un obstáculo para que la comunidad internacional intervenga en ayuda de individuos o grupos amenazados? ¿Las empresas transnacionales pueden ser ajenas a las dinámicas de justicia universal? Quizás no haya transcurrido el tiempo necesario pero, a fecha de hoy, el peligro de manipular el Tribunal Penal Internacional (sometido a un veto intolerable por algunas grandes potencias) y, sobre todo, la impunidad de las multinacionales y de ex gobernantes de países ricos, permite caracterizar la justicia universal como más cercana a modelos de imposición políticos, económicos y sociales a los países del Sur, es decir a intervenciones «humanitarias y judiciales,» que a progresos en el desarrollo de la tutela de los derechos humanos.
El Tribunal Penal Internacional y las empresas transnacionales
La tradicional vinculación del Derecho Penal y la soberanía nacional ha comenzado a quebrar con su internacionalización. Existen crímenes que atentan contra la humanidad cuya persecución transciende a la territorialidad, de ahí que la jurisdicción universal, los tribunales penales ad hoc (Ruanda, la ex Yugoslavia) o la nueva Corte Penal Internacional sean sus expresiones jurisdiccionales.
En relación al Tribunal Penal Internacional, la Comisión de Derecho Internacional encargó a la Asamblea General que comenzara a estudiar las posibilidades de una jurisdicción penal internacional, lo que concluyó en 1994 con un proyecto de Estatuto para una Corte Penal Internacional. Los primeros borradores sufrieron profundas modificaciones, ya que desaparecieron varios crímenes internacionales graves [13] (se suprimieron, entre otros, los crímenes ecológicos, la dominación colonial y otras formas de dominación extranjera, la intervención extranjera y los crímenes económicos como violaciones graves y masivas a los derechos económicos y sociales). La jurisdicción de la Corte ha quedado limitada al crimen de genocidio, crímenes contra la humanidad, de guerra y de agresión. En relación a la responsabilidad de las empresas transnacionales hay que tener en cuenta las siguientes cuestiones:
Parece muy complicado vincular los tipos descritos con las prácticas generales de las empresas transnacionales. La práctica procesal y material nacional, con alguna excepción, va en el sentido contrario. En cualquier caso, son importantes los sectores doctrinales que empujan en esta dirección, tal y como lo demuestra al respecto el intenso debate sobre el Estatuto de la Corte. La Corte Penal Internacional, a la fecha de hoy, no va a procesar a las empresas transnacionales, ya que las personas jurídicas quedan fuera de su competencia y, pese a la propuesta de Francia -apoyada por algún otro país y por la Fundación Lelio Basso- fue derrotada. Andrew Clapham sostiene, no obstante, la posibilidad de procesarlas por la existencia de la ley n º 10 de diciembre de 1945 del Consejo Aliado de Control de Alemania. Esta ley autorizaba a procesar a las asociaciones que el Tribunal declarase criminales de acuerdo con la interpretación del artículo 25 sobre la responsabilidad penal individual del Estatuto de la Corte Penal Internacional, que se refiere «a quien contribuya de algún otro modo en la comisión o tentativa de comisión de crimen por un grupo de personas que tengan una finalidad común». Esta interpretación es difícil de aplicar, teniendo en cuenta que en Nuremberg nunca se condenaron a la grandes empresas alemanas autoras y cómplices de crímenes contra la humanidad. No obstante, los procesos contra industriales alemanes, en concreto el caso Farben, han sido considerados como claros antecedentes de complicidad corporativa. Así, el Tribunal Militar Estadounidense en la sentencia sobre el caso mencionado estableció que tanto personas individuales como jurídicas pueden violar las normas contenidas en las Convenciones de La Haya.
Los obstáculos técnicos principales se plantean en relación a la prueba de intencionalidad y culpabilidad personal, difíciles de atribuir a las empresas transnacionales. Obstáculos que la doctrina comienza a subsanar por la vía de la teoría de la cultura corporativa de la responsabilidad, que vincula la culpa con los procesos, sistemas operativos o la propia cultura de la empresa, o bien por las teorías de la diligencia debida o del conocimiento colectivo [14]. En cualquier caso, la responsabilidad penal de las empresas multinacionales es una asignatura pendiente a añadir a la responsabilidad civil.
Las relaciones de fuerza se imponen a las posibles interpretaciones expansivas. Son numerosas las potencias que no han ratificado el Estatuto y que quieren asegurar la impunidad e inmunidad de los militares y de los gobernantes. El veto a la jurisdicción universal se extiende a las multinacionales. El Derecho Comercial Global es su legislación y no incluye la separación de poderes. Además, su falta de independencia respecto del Consejo de Seguridad, que en el artículo 16 establece la superioridad de un órgano ejecutivo de Naciones Unidas, y las dificultades de intervención procesal de las víctimas cierran, de momento, las potencialidades de la Corte Penal en relación a las multinacionales.
La izquierda y la solidaridad internacional
La izquierda y la solidaridad internacional no pueden aceptar que la soberanía nacional se mantenga como una categoría intocable, pero tampoco se puede admitir que se reinterprete desde el modelo neoliberal. Juridificar las relaciones internacionales, como principio, implica un primer paso en la lucha contra la impunidad. Romper el binomio relaciones entre Estados- diplomacia como regla del devenir internacional, implica sustraerlas de las relaciones de poder. El TPI debe vincularse a un nuevo orden internacional donde la prevención de conflictos sea la tónica. Eso implica presionar a los países dominantes para que:
propicien negociaciones multilaterales que respeten las decisiones que las partes en conflicto adopten sin interferencias y sin falsos paternalismos que escondan concepciones étnico-racistas. cancelen la deuda externa y la reintegren en necesidades sociales. prohíban la venta de armas a los países en conflicto y devuelvan un porcentaje de sus beneficios a los sectores sociales más empobrecidos. finalicen el apoyo a las dictaduras de los países afectados y embarguen todos sus bienes. propicien un trato preferencial con las zonas en guerra. apoyen una nueva política de cooperación al desarrollo y extranjería. impulsen procesos democratizadores y el envío de lo gastos previstos para las intervenciones.
Todo ello en el marco de un nuevo modelo de globalización.
Por otra parte, resulta imprescindible apoyar a los sectores de la sociedad civil que pretenden mejorar las condiciones de vida, el reparto democrático del poder y la convivencia en paz. La militarización de las zonas en crisis suele destruir estos sectores y la intervención militar humanitaria no va a impulsar una vía civil, sino más bien gobiernos e interlocutores sólidos y poderosos a quienes dejar la gestión del país, es decir se apuesta por estabilizar regiones en función de intereses imperiales.
No seré yo quien censure el procesamiento del dictador sudanés, pero el TPI se encuentra amputado y sólo un cambio sustancial en su funcionamiento y en la estructura institucional mundial nos permitirá convertirlo en un instrumento de la solidaridad internacional. Para empezar, Aznar, Bush y Blair junto a los responsables de la masacre de Gaza deben ser procesados inmediatamente.
Juan Hernández Zubizarreta es miembro de Hegoa, Instituto de Estudios sobre Desarrollo y Cooperación Internacional, Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y colaborador de Pueblos.
Notas
[1] Información de agencias.
[2] Fréderic Delorca, «Sudán y Chad las estrategias de Washington y París», Rebelión, 3 de enero 2008.
[3] Txente Rekondo, «La actualidad del conflicto de Darfur», Rebelión, 23 de Julio 2008.
[4] Frederic Delorca, art. cit.
[5] Sudán tampoco es miembro del TPI pero a solicitud del Consejo de Seguridad de la ONU, se ha dictado orden de detención contra su presidente.
[6] Press TV, «Israel está armando a los rebeldes de Darfur», Rebelión, 5 de enero de 2009.
[7] William Engdahl, «¿Darfur? Es el petróleo tontito…», Rebelión, 28 de mayo de 2007.
[8] C. Reghaban, «La ONU debe dirigir la política internacional», Revista del Sur, núm. 45, Junio, 1995.
[9] Jordi García-Petit, «Las Naciones Unidas, excluidas en la crisis», El País, 24 de diciembre 2008.
[10] Alejandro Teitelbaum, «Las reformas del Consejo de Seguridad y los aspirantes a nuevos miembros permanentes» Alai-amlatina, 24 de septiembre de 2004.
[11] Juan Hernández Zubizarreta, «Intervenciones humanitarias: de la intervención militar a la prevención de conflictos», en Palabras para cambiar el mundo, Gakoa, San Sebastián, 2002.
[12] Juan Hernández Zubizarreta, «El laberinto Pinochet», Hika, 2001.
[13] AlejandroTeitelbaum, «La Corte Penal Internacional: un instrumento de las grandes potencias», Asociación Americana de Juristas, AAJ, 2003.
[14] Olga Martín-Ortega, Empresas Multinacionales y Derechos Humanos en Derecho Internacional, J. M. Bosch Editor, Barcelona, 2008.