¿Cuánto de lo que hoy Occidente hace en contra de Rusia no se hará, también, en contra de cualquier otro actor internacional que le suponga un desafío o una incomodidad en el futuro?
Quizás habría que comenzar estas breves notas partiendo de hacer explícita una consigna: el imperialismo es imperialismo con independencia de si la potencia que lo practica es Estados Unidos, Francia, China o Rusia. Hoy, en medio de la que probablemente es la campaña mediática más grande en la historia de la comunicación política moderna desde los tiempos de las dos guerras mundiales y de la invasión estadounidense a Vietnam, recordar y sostener con firmeza esta simple constatación de hechos es, por lo menos para las izquierdas del mundo, el principio ético y político mínimo al cual debe de apelarse si de manera auténtica y con espíritu crítico se aspira a construir un mundo mucho más democrático, más igualitario, más libre y socialmente justo. Ningún sentimiento antiestadounidense, antioccidental, antirruso, antichino, o similares y derivados, para quienes militan en la defensa de estas causas, nunca debería de ser suficiente pretexto para justificar y conceder legitimidad a una agresión armada, ya sea que ésta se produzca entre grandes potencias, entre superpotencias y sociedades periféricas o sólo entre periferias. El sufrimiento y la miseria que causa la violencia desatada por toda guerra de agresión, entre las masas más empobrecidas y explotadas, sencillamente no vale su defensa.
Dicho lo anterior, y reafirmando que tan condenable es la postura adoptada en Occidente acerca de Ucrania como lo es la rusa, valdría la pena anotar un par de reflexiones que coadyuven a esclarecer, por lo menos, una porción de realidad dentro del enorme cúmulo de acontecimientos que en los últimos días se han sucedidos los unos a los otros de manera intempestiva y a menudo caótica. Pero ello no, por supuesto, con la pretensión de querer agotar el tema y defender aquí respuestas definitivas a problemas que en su mayor parte aún se siguen desarrollando, sino, antes bien, ofreciendo un par de coordenadas de lectura que sirvan a la opinión pública, en general, para arrojar un poco de luz sobre esa espesa bruma que rodea no tanto a los acontecimientos sobre el terreno ucraniano, sino, antes bien, a la narrativa de los hechos en el nivel internacional y a la manera en que las masas, en su rol de espectadoras, reciben esa información y la procesan para tomar decisiones que directa o indirectamente impacten en el curso de la situación.
Es claro, por ejemplo, que, aunque en lo que va del siglo XXI la humanidad ha atestiguado el comienzo de un número relativamente amplio de intervenciones bélicas que van desde la aniquilación de Irak y Afganistán, a comienzos del milenio, entre 2001 y 2003; hasta la avanzada balcanización de Siria —aún en curso—, desde el 2011; pasando por la destrucción del Magreb africano, desde 2010; el aplastamiento de Yemen, desde 2014; o cualquiera de los conflictos aún activos a lo largo y ancho de África, desde hace décadas; en ninguno de esos casos, el flujo de información que se hizo correr entre las distintas sociedades que habitan este planeta llegó a alcanzar las proporciones a veces abismales que sí se han observado en relación con la cobertura de los hechos en Ucrania en los últimos meses.
Razones que expliquen esta diferencia hay, por supuesto, muchas, sin embargo, son apenas un par las que en verdad dan cuenta del hecho de que aquellos conflictos y éste hayan sido objeto de la cobertura mediática tan diferenciada de la que lo fueron desde el comienzo. En primera instancia está lo evidente: desde la vuelta del siglo hasta el presente, los cambios tecnológicos que se han sucedido a lo largo y ancho del mundo (lo cual incluye desde el acceso en masa a equipos de comunicación hasta la cobertura y la penetración de las redes informáticas que los entrelazan en ese enorme espacio que es la virtualidad) se han dado no bajo una lógica de multiplicación y mejoramiento aritmética, sino geométrica, dando pasos enormes en muy poco tiempo, y derivando en la formación de amplísimos complejos poblacionales cautivos del consumo de información que dichos avances han posibilitado.
En segundo lugar se halla algo que también debería de ser evidente para todo el mundo, pero que, sin embargo, no lo es: si, a lo largo de estas décadas, algunos conflictos han recibido mucha mas atención que otros, ello se debe no únicamente al estatuto de poder que en la sociedad internacional ostentan algunos de los actores involucrados (particularmente los agresores, como Estados Unidos, Francia o Rusia), sino, sobre todo, a las herencias coloniales que atraviesan las escalas de valores (morales y políticos) de las sociedades occidentales y que, no muy en el fondo, condicionan (según criterios primordialmente raciales) que a unas sociedades se las considere mucho más importantes y valiosas que otras, derivando en que los grados de atención que se le concedan a unos acontecimientos sean mayores que la cobertura noticiosa de otros; jerarquizando la valoración que se hace del sufrimiento humano ajeno.
De ello da cuenta, por ejemplo, una única constatación de hechos: desde el desmantelamiento formal del Apartheid en Sudáfrica, hacia 1991; y el genocidio en Ruanda, alrededor de 1994; ningún otro acontecimiento —que no tenga que ver con temas derivados de la guerra en contra del terrorismo, pero incluso tampoco en esos casos— en ese basto continente que es África, ha recibido una cobertura noticiosa ni siquiera remotamente parecida a la que desde hace meses goza Ucrania, a pesar de que en muchos de los fenómenos que ahí han tenido lugar —desde hace tanto tiempo, de manera ininterrumpida— han dado muestras sistemáticas de no ser menores, en cuanto al sufrimiento y la miseria sociales por ellos generados, respecto de lo que desde hace ocho años ha sido posible observar en la región del Donbás ucraniano.
(De no haber sido porque el Apartheid involucraba a uno de los mayores imperios coloniales en la historia moderna, Inglaterra; y porque en el genocidio ruandés se demostró, una vez más, el patético servilismo de Naciones Unidas ante la política exterior estadounidense, arrastrando a dicha organización a la total inmovilidad; de hecho, quizá ni siquiera esos dos casos habrían captado la atención del mundo como lo llegaron a hacer por un breve lapso de tiempo).
¿Y qué decir, por ejemplo, de los golpes de Estado experimentados en la historia reciente de América Latina?, ¿o de los excesos y los crímenes cometidos por los Cascos Azules de Naciones Unidas en Haití?, ¿o de las campañas militares en el sudeste asiático, financiadas y diplomáticamente respaldadas por Estados Unidos y sus principales aliados en el resto de Occidente, que apenas y son noticia estelar por un par de días, quedando relegadas con el tiempo a poco menos que menciones marginales con la intención de actualizar el tema, pero no de hacerlo un problema de debate general? En todas estas situaciones, o sus similares y/o derivadas, un denominador común es claro: entre más lejana se sienta para Occidente la cultura y la historia de una sociedad periférica, excolonial, (a pesar de su enorme importancia geopolítica), menor relevancia mediática suelen despertar sus problemas entre la comunidad internacional, en general; y en el seno del —con arrogancia— así autodenominado mundo libre, en particular.
Ucrania, por supuesto, no se halla del todo en esta situación. Y es que si bien es cierto que hoy Europa se desvive en palabras de aliento para su sociedad, en llantos de políticos y de políticas supuestamente motivados por la impotencia y, por si eso no fuese poco, en campañas mediáticas del tipo #TodosSomosUcrania/#SOSUcrania (por no entrar en materia de financiamiento a la guerra y en el envío de materiales bélicos fulminantes), la realidad de la cuestión es que históricamente Europa occidental ha tenido un trato con esa sociedad como si ella misma fuese de segunda categoría (algo así como un resabio de aquello que hasta antes del siglo XIX se seguía denominando como el Oriente Próximo, el Oriente aún en condición de barbarie que, sin embargo, geográficamente se hallaba dentro de los límites del continente europeo).
De ahí, precisamente, emerge esa suerte de ambigüedad —ya señalada por el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, cuando acusó a Occidente de haber dejado a su país solo ante el abismo de la guerra, luego de que durante meses ese mismo Occidente saturó la discusión pública internacional con su virulenta retórica de apoyo incondicional a Ucrania ante cualquier posible agresión—, en la que en el discurso y en los gestos simbólicos intrascendentes Ucrania parece hallarse en el centro de todas las preocupaciones morales de Europa, pero sin llegar a importar tanto como para que el continente arriesgue una guerra general en contra de Rusia por su defensa; en los hechos, en las condiciones materiales de miseria y de sufrimiento que genera la profusión de violencia desatada por la guerra.
Pero hay más en todo esto, pues si bien es verdad que hoy Ucrania ostenta un estatuto de enorme relevancia discursiva y simbólica en muchas partes del mundo (en el grueso de las sociedades occidentales), ello no se debe únicamente a esta lógica colonial —como se ha señalado desde las posturas más abiertamente coloniales y racistas concebibles—, a que en Donetsk y Lugansk estén muriendo o sufriendo personas blancas, de cabellos rubios y ojos azules (o claros). Y es que, si esa fuese toda la lógica detrás de la alineación de intereses que hoy parece haber entre las políticas exteriores de Estados Unidos, por un lado; y de sus principales aliados en el seno de la OTAN, por el otro; sencillamente no se comprendería por qué ante el desmembramiento, en 1999, de la exrepública de Yugoslavia, por ejemplo, ese mismo Occidente no se tocó el corazón para retractarse de sus sistemáticos e indiscriminados bombardeos en el marco de una guerra nunca declarada, pero llevada a cabo por una Organización que insiste en reafirmar su carácter puramente defensivo, aunque siempre que ha accionado sus armas ha sido para agredir a otros pueblos.
¿Qué sucede en el contexto actual, entonces, que entre las sociedades occidentales facilita la impresión de que Ucrania es un Estado de enorme relevancia para Europa y para Estados Unidos desde siempre, no por valoraciones estratégicas y por cálculos geopolíticos coyunturales, sino, antes bien, por su simple ubicación geográfica y por su vinculo histórico con la Europa de Francia, de Alemania, de Reino Unidos, etc.?, ¿por qué de pronto toda la prensa internacional, las redes sociales y los medios de comunicación masiva parecen sentir un fervor patriótico de alcances insospechados por el pueblo ucraniano?, ¿de dónde provienen ese —supuesto— amor y esos sentimientos —pretendidamente— altruistas que parecen unificar al género humano, más allá de todas las diferencias ideológicas, de clase, coloniales, etc., alrededor de una casa: la paz en Ucrania?, ¿y por qué de pronto la unidad de la humanidad en una sola voz y en un solo reclamo —que tanto se exigía, por ejemplo, desde América Latina cuando se hallaba bajo el asedio de los intereses estadounidenses, pero que nunca se atendió, justo como hoy no se atienden los reclamos del sufrimiento en África— hoy aparece espontánea y recubierta como con una suerte de velo de nobleza que no admite cuestionamiento alguno en su contra?
Obviando los puntos señalados en líneas previas (acerca de los cambios en el seno de la matriz tecnológica del mundo y en lo concerniente a las herencias coloniales que atraviesan las valoraciones morales y políticas de las sociedades que alguna vez fueron colonizadas o que colonizaron a otros pueblos); es claro que la respuesta no se halla, tampoco, en la extensión y la profundidad que han alcanzado fenómenos tan nefastos y cuestionables como lo son aquellos que gravitan alrededor del activismo virtual (eso que patéticamente, hoy, ha conducido a tantos y tantas en ente mundo a envolver a sus identidades digitales en la bandera ucraniana). Algo hay, sin duda, de ello, pero no lo explica todo, porque, en general, no es ahí en donde se están definiendo los puntos centrales de la conversación.
Una hipótesis plausible que escapa a esa trampa que lo reduce todo al ciber activismo tiene que ver con el hecho de que el mundo se encuentra atravesando por una crisis multidimensional (sistémica) dentro de la cual, además, se desarrolla una crisis igual de profunda que tiene que ver con la ideología que hasta hace poco era la hegemónica a lo largo y ancho del planeta (el liberalismo) y con el sentido (histórico, político, cultural, etc.) que ésta posibilitaba y que, con su degradación, también se ha ido desarticulando. En este sentido, pues, que el capitalismo moderno se encuentre atravesando por una crisis sistémica de su lógica de funcionamiento implica, entre otras cuestiones, que, en el plano internacional, el grueso de sus actores principales tiene una mucho mayor propensión a tomar decisiones y ejecutar acciones más arriesgadas, y que por regla general no se tomarían en medio de un contexto de relativa estabilidad.
Ello sucede así porque es la propia crisis la que arrastra a esos actores internacionales (como son los Estados y las corporaciones transnacionales) a hacer valoraciones de todo tipo gravitando alrededor de la idea de que serán las decisiones más arriesgadas las que permitan su propia supervivencia en el seno de la arena internacional, profundamente competida y ampliamente disputada por una multiplicidad y una diversidad de intereses en conflicto. Piénsese, para dar cuenta de esto, por ejemplo, en que es el progresivo agotamiento de recursos naturales estratégicos (como las tierras aún fértiles para el cultivo, los cuerpos de agua dulce, los yacimientos de gas, petróleo y litio, etc.) a nivel planetario lo que arrastra a los grandes capitales con inversiones en esos rubros (y con ellos a las potencias globales que los respaldan) a desplegar políticas empresariales de competencia por su explotación mucho más agresivas y arriesgadas, habida cuenta de que es su supervivencia, en tanto que grandes complejos corporativos, la que depende de que logren apropiarse de ellos antes que cualquier otro actor lo haga y, sobre todo, previendo que su existencia en tiempos futuros mucho más críticos dependerá de que en el presente tomen previsiones a mediano y largo plazo. (La disputa por los energéticos entre capitales estadounidenses, chinos, rusos y europeos, o entre cualquiera de esos y los pueblos de la periferia, son apenas dos ejemplos claros de esta lógica).
Que este tipo de conflictividad se dé, además, dentro del marco de un contexto en crisis multidimensional (ecológica y climática, económica, política, alimentaria, energética, etc.) supone, en primera instancia, que la racionalidad detrás de cada decisión tomada por la mayor parte de los actores internacionales relevantes no siempre será sencilla de descifrar, toda vez que, al hallarse el propio contexto global en una situación de mayor inestabilidad y de mucha más irritabilidad, las decisiones tomadas por esos actores deben ser objeto de ajustes constantes, a menudo sucediéndose los unos tras los otros en lapsos temporales sumamente breves. En segundo lugar, ello también supone que los impactos desencadenados por eventos o acontecimientos de distinta magnitud no se corresponderán, de manera mecánica, proporcionalmente, con la naturaleza del evento o del acontecimiento en cuestión; es decir, ello implica que sucesos en apariencia intrascendentes en realidad podrían llegar a generar grandes impactos en escalas internacionales, mientras que grandes y estruendosos sucesos más bien podrían no alterar el rumbo de los hechos en absoluto.
Piénsese, por ejemplo, para cobrar conciencia de esto con mayor claridad, en dos eventos de diferente magnitud que, en su momento, cada cual tuvo consecuencias desproporcionadas en relación con su naturaleza misma: el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, en 1914, fue pretexto suficiente (no la causa subyacente) para desencadenar una guerra general en Europa porque el contexto imperante ya se encontraba, justo, atravesando por una aguda crisis desde hacía bastantes décadas previas al asesinato del archiduque. En contraste, en 1968, la invasión de Checoslovaquia por parte de la Unión Soviética no fue un suceso con la suficiente potencia como para arrastrar al mundo, o por lo menos a Europa occidental, a una nueva conflagración de amplias proporciones. Es decir, si entre cada suceso y las consecuencias que terminó desatando parece no existir una correspondencia, una correlación de proporcionalidad (a mayor envergadura, mayor impacto, y viceversa), eso se debe a la inestabilidad y a la propia irritabilidad del contexto en un momento de crisis (coyuntural o sistémica).
En tercer lugar, todo esto también supone que, desde la perspectiva de un espectador externo o de una espectadora externa (como lo sería cualquier persona de a pie en una sociedad como la mexicana) esos ajustes constantes se lleguen a percibir reiteradamente como acciones y reacciones por completo caóticas; como señales contradictorias en las que un mismo actor puede estar defendiendo una postura determinada en un momento específico, y al siguiente ubicarse en un extremo opuesto o divergente del original.
Es ahí, de hecho, en donde se halla el quid de la cuestión concerniente a la crisis por la que atraviesa el liberalismo en tanto que ideología —hasta hace muy pocos años— hegemónica detrás de la racionalidad capitalista. ¿Qué significa esto y por qué es importante abordar el tema para comprender con mayor precisión lo que está ocurriendo en la arena internacional, a propósito de la crisis en Ucrania y la constante confrontación que ello desencadena entre las grandes potencias del mundo? A lo largo de los últimos meses y, sobre todo, en lo que va desde que Rusia avanzó militarmente sobre la región ucraniana del Donbás, la mayor parte de las explicaciones que se han dado acerca del tema (en una proliferación también inédita de expertos y expertas en geopolítica de la noche a la mañana) han tendido a gravitar alrededor del análisis geográfico (de la ubicación espacial de Ucrania entre Europa y Rusia) y de las implicaciones que el conflicto tiene en la definición de rutas comerciales, de proyectos de infraestructura energética y del despliegue de posiciones militares estratégicas en dicho territorio.
Es claro, en ese sentido, que el problema de la crisis ucraniana es de carácter geopolítico, propiciado por el enfrentamiento entre grandes potencias globales que, para no ver afectada su propia integridad territorial, optan por encararse, a manera de proxywar, en un territorio intermedio. De ahí, por supuesto, a la necesidad de hablar sobre hegemonías y contrahegemonías, hay apenas un paso. Sin embargo, lo que parece no quedar claro en el grueso de todos esos análisis es que todo fenómeno geopolítico tiene un correlato de tipo ideológico (geocultural); después de todo, para que la hegemonía sea tal, y para que un determinado sistema social (nacional, regional e internacional) sea aceptado por la propia humanidad que lo experimenta en su vida cotidiana como legítimo y como un sistema en el que vale la pena vivir, en el fondo de la cuestión debe de hallarse un núcleo de ideas compartidas, de sentidos comunes generalizados, sincréticos, pero relativamente coherentes, que le permitan a esa misma humanidad ser consciente de su lugar en el mundo, ser consciente de dónde viene y hacia dónde va y, por supuesto, ser consciente de aquello que es justo y aquello que no lo es, de aquello que es legítimo y lo que no lo es, de aquello que es soportable vivir y de lo que no lo es, de aquello que hay que hacer para garantizar cierta estabilidad en su existencia y de lo que la coloca en peligro o en una situación de riesgo.
Durante poco más de siglo y medio, la ideología que permitió mantener estable al sistema global, en su conjunto, más allá de sus propias crisis coyunturales (cíclicas), fue el liberalismo, en tanto que logró, a lo largo del tiempo y del espacio (vía el colonialismo) desde su nacimiento en el marco de la Revolución francesa, generar ciertos consensos políticos y culturales capaces de contener a la conflictividad social dentro de ciertos márgenes —relativamente amplios— por completo regulables. De ahí, precisamente, que, si en algún momento de la historia, en el plano internacional, resultaba bastante más sencillo valorar lo que era una guerra de agresión y un levantamiento armado de resistencia ante una agresión, o, en su defecto, era más fácil hallar un consenso sobre lo que significaba vivir en un contexto de paz, de seguridad y de estabilidad; eso fue posible sólo porque existían una serie de ideologemas compartidos ordenando la realidad para que ésta hiciera sentido en la conciencia de las personas, confiriéndole una dirección o una trayectoria determinada a su actuar político en la cotidianidad.
Esa capacidad del liberalismo, sin embargo, está en crisis; lo ha estado desde hace cuatro o cinco décadas. Y el conflicto en Ucrania lo ejemplifica de manera clara en dos sentidos. En primera instancia, esto se videncia en las dificultades por las que constantemente han tenido que atravesar las y los principales líderes de las grandes potencias occidentales para orientar la economía, la cultura y la política en el nivel internacional. Y es que, como el significado de las palabras, de los términos, de las categorías y de los grandes conceptos que con anterioridad ordenaban al mundo hoy ya no parecen ser tan claros, tan unívocos y tan evidentes en y por sí mismos como lo parecían ser hasta hace un par de décadas, reestablecer esas ideas comunes ha sido una de las principales dificultades por las que todo proyecto hegemónico de nuevo cuño ha tenido que pasar. Piénsese, por ejemplo, en que hoy ya no parece tan evidente ni tan natural —como se pensaba antes— que en verdad existan las razas entre humanos, o que existan diferencias naturales entre construcciones sociales como el género, o que el progreso económico de la iniciativa privada es sinónimo de prosperidad para toda la humanidad, o que la naturaleza es sólo un recurso más al cual se puede explotar sin poner en riesgo la existencia de todas las especies. Lo mismo sucede con ideas como las del desarrollo, el crecimiento, la modernidad, la paz, la estabilidad, la seguridad, lo legítimo y lo ilegitimo, lo justo y lo injusto, lo moralmente aceptable y lo moralmente objetable, lo políticamente correcto y lo políticamente incorrecto.
Que en los últimos años sea el Estado chino, y no el estadounidense, el que en el plano internacional defienda con tanta vehemencia el libre mercado en su vertiente neoliberal, y con mucha mayor virulencia que la desplegada, en su momento, por Inglaterra, Austria o Estados Unidos, es, en este sentido, indicativo de que en esa misma arena internacional las grandes potencias se están disputando el derecho de definir esos nuevos sentidos comunes que habrán de legitimar el sistema social que se halla en construcción, de la mano de la inteligencia artificial, la robótica, las telecomunicaciones, la vigilancia biométrica, el BigData, el aprendizaje profundo, etcétera.
En segundo lugar, esa crisis del liberalismo también se transparenta en toda su desnudez en la manera en que el mundo reacciona de manera caótica, inmediatista, a los acontecimientos que se van sucediendo en la realidad. Y es que, acá, la carencia de marcos de referencia estables que le permitan a las masas tener por lo menos un poco de claridad sobre el significado de los eventos y los fenómenos sociales ha derivado, con el paso de los años, o bien en la adopción de un relativismo pedante y soberbio o bien en la proliferación de un cinismo indolente e intransigente. Cualquiera que sea el caso, y en ambas situaciones, sin embargo, una cosa es segura, lo mismo el relativismo que el cinismo contemporáneos han terminado por minar hasta sus entrañas las capacidades sociales de reconocer colectivamente las condiciones de posibilidad de toda afirmación de verdad cuando se trata de esclarecer problemáticas con posturas encontradas, mutuamente excluyentes e irreducibles las unas a las otras. El problema acá es, por lo tanto, la interpretación y el significado que se da a los acontecimientos, y no tanto el acontecimiento en y por sí mismo.
Es claro, a propósito de lo anterior, por ejemplo, que el ejército ruso y el ucraniano se hallan en guerra, ¿pero es esa situación producto de la legitima defensa de Rusia ante el constante hostigamiento militar de la OTAN sobre sus fronteras o sencillamente un acto más de expansión territorial? El evento en cuestión, aquí, es claro, pero no es eso lo que define la discusión pública internacional, sino la disputa por el significado que la movilización de tropas tiene; lo cual remite, necesariamente, a tener que discutir sobre conceptos como legitimidad, seguridad, justicia, soberanía, estabilidad, etc., que —hay que insistir— hoy no son tan claros porque se encuentran bajo el asedio lo mismo por parte de ese relativismo que dice que todas las posturas son igual de respetables y legitimas que por parte de ese cinismo que condena la guerra haciendo la guerra. La discusión tan profusa que en los últimos días se ha dado acerca de la hipocresía de las sociedades occidentales (con sus amplísimos registros históricos de guerras de agresión, de golpes de Estado, de expansiones coloniales, de conquistas territoriales, cometidos por ellas en contra de sociedades periféricas) que hoy condenan los pecados que ellas mismas han cometido y de los cuales aún no se redimen es indicativa de este problema en toda su profundidad.
Algo similar ocurre en el seno del debate político estadounidense, en donde, por absurdo y trágico que parezca, son los ideólogos y las ideólogas del conservadurismo quienes en estos días han ofrecido al público aproximaciones, lecturas e interpretaciones mucho más mesuradas, decantadas y meditadas sobre la sucesión de eventos en la arena internacional. Así, por ejemplo, mientras que personajes como Joe Biden no se cansan de repetir que el mundo libre está en peligro a causa de Rusia y la que califica como la peor catástrofe bélica en la historia reciente del mundo (obviando Irak, Afganistan, Egipto, Libia, Tunez, Yemen, Siria), el ala conservadora de la política de aquella nación se preocupa por preguntar por qué ese mismo juicio histórico no se hizo cuando el gobierno estadounidense mintió acerca de las armas de destrucción masiva en Irak y Afganistán o, en una línea de ideas similar, por qué el mundo libre no se alineó como lo hace hoy ante cualquiera de las agresiones cometidas en el extranjero por parte de las fuerzas armadas estadounidenses; operaciones, por lo demás, justificadas a partir de argumentos que o no eran verdad en absoluto o eran verdades a medias que ocultaban agendas e intereses ilegítimos.
Pensando este caso en perspectiva global, no tendría que sorprender, en consecuencia, la fortaleza con la que se está haciendo el conservadurismo en la mayor parte de Occidente, vía el nacimiento, el crecimiento o la consolidación de plataformas político-ideológicas de extrema derecha que, a pesar de ser eso: extremas derechas conservadoras, apuestan por definir puntos ideológicos de anclaje que ofrezcan a las masas marcos de referencia que les hagan sentir, de nuevo, que no todo es un caos, y que las cosas pueden volver a tener un orden, un sentido, una dirección y un propósito claros, con miras hacia el futuro.
Pero no sólo eso, tampoco tendría que sorprender que el conflicto en Ucrania esté siendo utilizado por todo Occidente como un pretexto o, mejor dicho, como un catalizador, que, en el plano de la política doméstica estadounidense, alemana, española, francesa, inglesa, etc., les permita a las viejas élites liberales reconstruir sus bases ideológicas de apoyo y conferirle nuevos contenidos políticos, económicos, culturales e históricos a esa ideología que profesan, y que buscan sacar del abismo en el cual se encuentra. Y es que, en efecto, si Ucrania parece haber conseguido la reunificación de Occidente como un área cultural de enormes proporciones con una postura más o menos concertada sobre asuntos que competen al resto del mundo, eso, en realidad, más que ser una consecuencia directa del conflicto ucraniano, parece ser el resultado de un esfuerzo colectivo, echado a andar por intereses particulares, con miras a minar los apoyos que ideologías adversas o divergentes (como el conservadurismo y la diversidad de las izquierdas) están captando en estos tiempos. La forma en que eso se está maquinando es a través de la demonización de Rusia como un agente del mal (nótese la primacía del juicio moral aquí) ante el cual todas las fuerzas del bien deben de unificarse: de ahí, justo, que también se pase a condenar al ostracismo y a demonizar en la misma proporción a cualquier actor político, nacional e internacional (o sencillamente a cualquier persona) que no se sume a ese concierto de voces encabezadas por los adalides del mundo libre.
La fórmula es vieja, porque así es como se asimiló, en los sesenta, a las juventudes y a las y los estudiantes de todo el mundo con el fantasma del supuesto comunismo soviético (aunque de comunista la Unión Soviética no tuvo nada), justificando su represión armada y su aniquilamiento político en el marco de las revueltas del 68. Hoy, Rusia sirve de chivo expiatorio para llevar a cabo dos asimilaciones contrarias entre sí: por un lado, todo aquel y toda aquella que no condene enérgicamente a Rusia (y particularmente a Putin) en el sentido en que lo hacen la OTAN o el gobierno de los Estados Unidos, es un potencial agente del mal al que también hay que silenciar (como está sucediendo con la censura placada por Alphabet-Google, Twitter y Meta) o reducir a la condición de paria; y, por el otro, en tanto que Rusia, para ese supuesto mundo libre, sigue siendo la principal fuente de emanación del comunismo internacional, cualquier respaldo que se de a sus acciones también es asimilado, en el resto del mundo, como una potencial amenaza comunista que atenta en contra de las libertades Occidentales y su modus vivendi.
No hay que profundizar más, por eso, para comprender el peligro que corren todas las sociedades el rededor del mundo al celebrar las respuestas que Occidente está dando para aislar a Rusia del resto del sistema internacional: y es que, en el fondo, hay que entender que hoy es Rusia la potencia a la cual le toca resistir ese nado sincronizado de un Occidente ensoberbecido con sus delirios de superioridad moral, pero en el futuro, cada acto que hoy se celebre será usado como un precedente para llevar a cabo campañas globales de intereses alineados en contra de cualquier posible amenaza. El mundo acaba de experimentar algo similar a esto cuando las BigTech (las enormes corporaciones del ramo de la tecnología de punta: Twitter, Microsoft, Google, Facebook, etc.) hicieron hasta lo imposible por reducir al ostracismo a la figura de Donald Trump, argumentando que el expresidente estadounidense era una amenaza excepcional que requería medidas igual de excepcionales y extraordinarias. Y sin embargo, pasada la tormenta, cuando las masas opositoras a Trump celebraron su actuar en contra del exmandatario, ellas mismas fueron objeto de políticas empresariales similares a las que las BigTech emplearon en contra de Trump.
¿Cuánto de lo que hoy Occidente hace en contra de Rusia no se hará, también, en contra de cualquier otro actor internacional que le suponga un desafío o una incomodidad en el futuro?
Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México
Blog del autor: https://razonypolitica.org/
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