El pasado 8 de junio se inició en Malí la tercera edición de la Cumbre de los Pobres, reunión organizada por diversas ONG y movimientos civiles como respuesta a la cumbre del G-8 celebrada estos días en Estados Unidos. A pesar de la modestia de los medios y de la escasa repercusión del evento, esta […]
El pasado 8 de junio se inició en Malí la tercera edición de la Cumbre de los Pobres, reunión organizada por diversas ONG y movimientos civiles como respuesta a la cumbre del G-8 celebrada estos días en Estados Unidos. A pesar de la modestia de los medios y de la escasa repercusión del evento, esta Cumbre de los Pobres ha servido para situar en la escena internacional a un país tan desconocido como peculiar.
Malí es un país extremadamente pobre, situado en medio del Sahel, en un territorio árido, enorme, desprovisto de recursos. Enclavado en el oeste del continente africano, esta ex colonia francesa se encuentra a medio camino de la costa occidental de África (al sur) y los ricos recursos petrolíferos del norte. El río Níger, que atraviesa el sur del país, se convierte así en la única fuente de recursos naturales.
La pobreza que castiga al país es tan extrema como las condiciones que le rodean. Malí se encuentra en el puesto 172 de los 175 países clasificados por el índice de desarrollo humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD); su esperanza de vida es de 41 años y la mortalidad infantil afecta a 114 de cada 1.000 niños nacidos; su Producto Interior Bruto (PIB) por habitante es de los más bajos del mundo (348 dólares); además, sólo el 44 por ciento de la población tiene acceso a los servicios sanitarios mínimos. Para empeorar la situación, Malí tiene hipotecado su futuro: la tasa de escolarización no alcanza el 30 por ciento y el analfabetismo asciende al 65 por ciento de la población. La corrupción endémica y la crisis en Costa de Marfil, salida natural de Malí al mar, completan un panorama desolador.
En el norte del país la situación es mísera y la ausencia de recursos condena a la pobreza a una población reducida y formada fundamentalmente por pueblos nómadas. En el sur, las riveras del río Níger concentran gran parte de la actividad económica del país, monopolizada por una agricultura subdesarrollada y medieval. Más del 80 por ciento de la actividad económica de Malí se concentra en el sector primario. De hecho, el país se ha convertido en el primer productor continental de algodón. Lejos de tratarse de una situación positiva, la falta de diversificación supone una excesiva dependencia del precio mundial de esta materia prima. Además, Malí sólo transforma el 1 por ciento de su producción de algodón. Esto quiere decir que los beneficios del proceso industrial se quedan en otros países.
En la mayoría de las ocasiones, la única salida que queda es la inmigración: 4 millones de malienses sobre una población de 11 millones han optado por el exilio como forma de supervivencia. Estos cuatro millones de inmigrantes envían cada año 60 millones de euros a Malí. Es decir, más que el conjunto de la ayuda francesa al desarrollo. A pesar de ser un sustento esencial e indispensable para la economía del país, esta llegada masiva de remesas crea también ciertos problemas. Así, regiones como Kays, al noroeste del país, se han sumido en una dependencia absoluta de la ayuda exterior y han abandonado cualquier proyecto de desarrollo a largo plazo.
Un reto difícil
En este contexto, resulta sorprendente el desarrollo de la vida política y el camino hacia la democracia que emprendió Malí hace ahora más de una década. El actual presidente, Amadou Toumani Touré, es el paradigma de este proceso. Su elección en mayo de 2002, después de unas elecciones relativamente limpias y transparentes, supuso un hito en la historia del continente. En efecto, se trataba de la primera vez en cuatro décadas que un mandatario africano democráticamente elegido tomaba el testigo de otro presidente, Alpha Oumer Konaré, elegido también en condiciones democráticas.
El periplo político de Touré está lleno de este tipo de acontecimientos. Así, en marzo de 1991, después de encabezar un golpe de Estado contra la dictadura de Traoré, el por aquel entonces general Touré prometió la devolución inmediata del poder a los representantes civiles. Esta promesa, realizada por cada militar después de cada golpe de Estado en África, se vio por primera vez refrendada en la realidad. En efecto, Touré devolvió un mes después el poder a un grupo representativo de la sociedad civil y se retiró de la vida política para dedicarse a una campaña de erradicación de enfermedades contagiosas y a la mediación para la resolución de conflictos regionales. El proceso democrático siguió su curso y en mayo de 1992, Konaré fue elegido presidente de Malí.
Su vuelta a la escena política para las elecciones presidenciales de 2002 se saldó con un éxito apabullante. En la actualidad, Touré gobierna sin oposición pero ha decidido no formar un partido político, para dejar libre el campo de actuación y que la oposición se organice. Esto ha sido aprovechado por los dos grandes partidos opositores, la Alianza por la Democracia en Malí (Adena, en el poder hasta 2002) y la Unión para la República y la Democracia (URD) para ganar unas elecciones municipales celebradas el pasado 30 de mayo y a las que se presentaron otra decena de partidos políticos y candidatos independientes. En este lento pero imparable proceso de democratización, el presidente no ha dudado en consultar a una asamblea de notables, al ex presidente Konaré y a otros líderes de la oposición antes de formar el nuevo legislativo.
Sin embargo, también en lo político, Malí encuentra múltiples problemas. El fundamental, un integrismo islámico que aprovecha la porosidad de las fronteras y la proximidad con Argelia para convertir el norte del país en un refugio terrorista. De hecho, Malí saltó a la escena internacional en agosto de 2003 cuando líderes del argelino Frente Salafista de Predicación y Combate se refugiaron en las montañas del norte del país con los 32 turistas occidentales que habían secuestrado en febrero de ese mismo año.
A pesar de los progresos, Malí sigue inmerso en la miseria, acorralado por la falta de recursos y la dependencia de agricultura subdesarrollada. Sólo un desarrollo sostenible puede consolidar los avances democráticos. De lo contrario, la inestabilidad volverá a la escena política y la apuesta por la democracia habrá llegado a su fin.