En este preciso momento se supone que estoy en South Bend (Indiana, Estados Unidos), para empezar mi periodo lectivo como profesor de Estudios Islámicos de la Universidad de Notre Dame. A fin de cuentas, mi solicitud de visado para trabajar y residir en Estados Unidos fue aprobada en mayo, después de un meticuloso procedimiento de […]
En este preciso momento se supone que estoy en South Bend (Indiana, Estados Unidos), para empezar mi periodo lectivo como profesor de Estudios Islámicos de la Universidad de Notre Dame. A fin de cuentas, mi solicitud de visado para trabajar y residir en Estados Unidos fue aprobada en mayo, después de un meticuloso procedimiento de acreditación. Sin embargo, nueve días antes de emprender el viaje recibí un mensaje urgente de la Embajada de Estados Unidos: habían revocado mi visado. En el caso de que pretendiera volver a presentar la solicitud, me dijeron, era muy dueño de hacerlo; ahora bien, no me dieron ninguna razón para la revocación. Las clases han empezado ya en Notre Dame pero, entretanto, mi mujer, mis hijos y yo estamos aquí, esperando en un piso prácticamente sin muebles.
Los razonamientos del Departamento de Estado son un misterio, como siempre. Durante un tiempo yo he sido considerado en Francia un personaje polémico; no obstante, esta circunstancia ya era sobradamente conocida por el Gobierno estadounidense cuando me concedieron el visado en primavera. Me han acusado de practicar «un doble lenguaje», es decir, de lanzar un mensaje amable en francés e inglés y otro radical y violento en árabe.
Mis detractores han tratado de demostrar que mantengo contactos con extremistas, que soy antisemita y que desprecio a las mujeres. He negado reiteradamente estas afirmaciones y he pedido a quienes me critican que aporten pruebas sacadas de mis escritos y de mis comentarios públicos. El hecho de que no hayan podido hacerlo ha surtido muy poco efecto: una y otra vez me encuentro con artículos de revistas y notas en la Red que repiten estas acusaciones como hechos probados y que se inventan otras más.
Resulta que ahora, además, la red de mentiras se ha propagado al otro lado del océano Atlántico. Las acusaciones más dañinas han aparecido en un artículo de [la revista mensual] Vanity Fair, que sostiene que yo he escrito el prólogo de un libro de ensayos que aprobaba la lapidación de mujeres sorprendidas en adulterio.En realidad, el libro condenaba esas prácticas por contrarias al islamismo.
Reconozco que mi proyecto intelectual es polémico por su propia naturaleza. Mi propósito es promover en el seno del mundo islámico la aparición de colectivos que traten de encontrar un camino entre su experiencia, a menudo amarga, con aspectos de la política de Estados Unidos y de Europa por una parte, y la inaceptable violencia de los extremistas islámicos por otra. Comprendo, comparto y debato en público muchas de las críticas de los musulmanes a los gobiernos occidentales, incluidos los efectos, perjudiciales para todo el mundo, del consumismo descontrolado de los norteamericanos.
Considero que la política que Estados Unidos aplica actualmente en Oriente Próximo es errónea y contraproducente; una postura que, según creo, comparto con millones de norteamericanos y europeos.Aun así, también he criticado a muchos de los denominados gobiernos islámicos, entre ellos el de Arabia Saudí, por sus violaciones de los derechos humanos y sus delitos contra la dignidad de las personas, la libertad individual y el pluralismo.
Mis planteamientos en aspectos concretos han levantado ampollas en Francia. Me opongo firmemente, por ejemplo, a la nueva ley francesa que prohíbe que las estudiantes lleven pañuelo en la cabeza, aunque más por razones generales de derechos humanos que porque yo sea musulmán (igualmente condeno el secuestro de los dos periodistas franceses en Irak y creo que el Gobierno francés no debería someterse al chantaje de los secuestradores, que aseguran que matarán a sus rehenes si no se levanta la prohibición).
También me han acusado de antisemitismo como consecuencia de haber criticado a algunas destacadas figuras de la intelectualidad en Francia, como Bernard-Henri Lévy y Alain Finkielkraut entre otros, por haber abandonado las nobles tradiciones francesas del universalismo y la libertad personal por culpa de su desasosiego ante la inmigración musulmana y su apoyo a Israel.
El hecho es que en los más de 20 libros, 700 artículos y 170 grabaciones magnetofónicas que he producido no hay quien encuentre doble lenguaje sino un conjunto coherente de temas y una insistencia en que mis correligionarios musulmanes condenen de manera inequívoca las opiniones radicales y los actos de extremismo.
Apenas unos días después del 11 de Septiembre, concedí una entrevista en la que hice un llamamiento a los musulmanes a que condenaran los atentados y a que reconocieran que los terroristas habían traicionado el mensaje islámico. He denunciado el antisemitismo y he criticado a los musulmanes que no distinguen entre el conflicto entre israelíes y palestinos en cuanto que tema político y el inaceptable rechazo de los judíos en razón de su religión y su Historia. Me he pronunciado en favor de una reforma espiritual que nos aboque a un feminismo islámico. Rechazo toda clase de maltrato a las mujeres, sin exceptuar la violencia doméstica, los matrimonios a la fuerza y la circuncisión femenina.
Mis adversarios me acusan asimismo de ser nieto de Hasán al-Banna, fundador del movimiento radical de los Hermanos Musulmanes en Egipto. Me confieso culpable de esta acusación. Mi respuesta es: ¿van a juzgarme por las palabras y los actos de uno de mis antepasados?
Todos esos críticos obsesionados con mi genealogía deberían examinar mis antecedentes intelectuales, que incluyen estudios avanzados de Descartes, Kant y Nietzsche, entre otros. Deberían tener en cuenta el tiempo que he pasado trabajando en zonas arrasadas por la pobreza con el Dalai Lama, la madre Teresa y el campeón brasileño de los derechos humanos, Dom Helder Camara, así como con muchísimas personas más, cristianas y judías, agnósticas y ateas.
Durante 20 años, me he dedicado al estudio de las escrituras islámicas y de las filosofías y sociedades occidentales y orientales y me he forjado una identidad que es genuinamente occidental y genuinamente islámica. No voy a pedir disculpas por proyectar una mirada crítica tanto sobre el islamismo como sobre Occidente; con esta manera de actuar, estoy siendo fiel a mi fe religiosa y a la ética de mi ciudadanía suiza. Creo que los musulmanes pueden mantenerse fieles a su religión y, al mismo tiempo, ser capaces de oponerse a toda suerte de injusticias desde el seno de sociedades plurales y democráticas.
Tengo además la sensación de que es esencial que los musulmanes dejen de echar las culpas a los demás y de recrearse en hacerse las víctimas. Somos responsables de la reforma de nuestras sociedades.Por otra parte, el apoyo ciego a la política de Estados Unidos y de Europa no debería interpretarse como la única postura política aceptable de aquellos musulmanes que pretenden ser considerados progresistas y moderados.
En el mundo árabe e islámico se oye una gran cantidad de críticas legítimas a la política exterior de Estados Unidos. No hay que confundirlas con un rechazo de los valores de Estados Unidos.Los recelos hincan sus raíces más bien en cinco agravios concretos: el sentimiento de que el papel de Estados Unidos en el conflicto entre israelíes y palestinos no es equilibrado; el apoyo invariable de los norteamericanos a los regímenes autoritarios de los estados islámicos y su indiferencia hacia movimientos genuinamente democráticos (en particular, hacia aquellos que tienen un sesgo religioso); la creencia de que la política de Washington se guía exclusivamente por intereses económicos y geoestratégicos a corto plazo; la inclinación de algunas destacadas personalidades norteamericanas a hacer la vista gorda ante la persecución del islamismo en su propio país y el recurso a la fuerza de las armas como medio principal de establecimiento de la democracia.
En lugar de guerra, los mundos árabe y musulmán quieren pruebas de un compromiso duradero y esencial de Estados Unidos con políticas que hagan avanzar la educación pública, el comercio justo y las relaciones económicas y culturales mutuamente provechosas. Para que eso ocurra, Estados Unidos tiene que confiar en los musulmanes como primera medida, prestar atención de manera sincera a sus esperanzas y a sus reivindicaciones, y permitirles que desarrollen sus propios modelos de pluralismo y democracia.
El mero patrocinio de unas cuantas emisoras árabes de radio y televisión no va a producir cambios de verdad en la percepción de los musulmanes. En lugar de ello, la única posibilidad de que Estados Unidos haga la paz con el mundo islámico depende de la coherencia entre lo que digan y lo que hagan, así como del desarrollo de intercambios culturales a lo largo del tiempo.
Creo que los musulmanes occidentales podemos adoptar una posición crítica propia en el mundo de mayoría musulmana. Para conseguirlo, debemos ejercer con plenitud e independencia como ciudadanos occidentales, trabajando con otros ciudadanos a la hora de abordar los problemas sociales, económicos y políticos. Sin embargo, sólo conseguiremos tener éxito si los occidentales no se dedican a arrojar dudas sobre nuestra lealtad cada vez que critiquemos a los gobiernos occidentales. No se trata ya únicamente de que nuestras voces independientes enriquezcan a las sociedades occidentales, sino de que es la única forma de que los musulmanes occidentales resultemos creíbles en los países árabes e islámicos, de manera que tengamos la posibilidad de aportar algo al advenimiento de la libertad y la democracia. Ese es el mensaje que yo defiendo.No comprendo cómo es posible interpretar que representa una amenaza para Estados Unidos.
Tariq Ramadan es escritor; autor, entre otros libros, de Musulmanes occidentales y el futuro del islamismo.