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La exportación del modelo chino: un argumento falaz

Fuentes: Rebelión

¿Quiere China exportar su modelo? ¿Es el suyo un modelo exportable? La narrativa que en Occidente instiga el temor a China en virtud de un supuesto propósito mesiánico carece de fundamento.

Si bien es verdad que China rechaza modernizarse siguiendo los estándares de la cultura liberal occidental, ello no significa en modo alguno que de ahí se derive que pretenda imponer a terceros su visión ideológica o política y ni siquiera su modelo de desarrollo.

Quienes todo parecen confiarlo a reeditar la Guerra Fría resucitando también una hipotética versión oriental del proselitismo soviético como argumento disuasorio para preservar la hegemonía occidental razonan la amenaza en función del creciente poder de China a todos los niveles (económico, tecnológico, militar, etc.), que no tendría más propósito que “dominar el mundo”. Pero el alarde de consecuencias derivadas de la normalización de su gigantismo no se sustenta en un proyecto competidor stricto sensu con el mesianismo liberal.

Un ejercicio constante de diferenciación

El actual modelo chino es el resultado histórico de un ejercicio permanente de diferenciación. No solo frente al orbe liberal sino también, en su día, frente a la cosmovisión de obediencia soviética. La heterodoxia es parte del ADN de ese Partido Comunista (PCCh) que desde sus orígenes planteó la necesidad de arbitrar políticas sustentadas en un ideario de vocación universal (el marxismo) pero adaptado a su realidad inmediata.

Dejando a un lado el convulso periodo maoísta (1949-1978), en el cual si se implementaron políticas de abierto corte intervencionista en el exterior, manifiestamente para frenar el avance de la influencia del “socialimperialismo” soviético, la esencia del denguismo (1978-2012) como también del xiísmo en boga, es la insistencia en las “singularidades chinas” como justificación de una vía propia al desarrollo que comporta también una renuncia explícita y reiterada a cualquier forma de injerencia exterior. Ese compromiso ha alentado un potente esfuerzo de innovación política que ha reventado las costuras de los moldes ideológicos precedentes avanzando por una senda de hibridismo sistémico y con fuertes signos de identidad civilizatoria que han partido aguas con el mundo exterior.

Es en buena medida esa profundización diferenciadora la que permitió al PCCh esquivar el destino de los partidos comunistas del socialismo real. En ella advirtió las capacidades para formular una estrategia original, tan difícilmente extrapolable como para que el propio PCCh insista en que cada cual debe hallar su camino “sin que ningún partido pueda dictar la ley a otros”, como decía Deng Xiaoping.

China, dicen, estaría tan segura de su modelo y visión que pretende exportarlos. Esa es la interesada conclusión cuando simplemente no hace sino ejercer su soberanía, especialmente ahora, cuando se considera a la altura de la potencia estadounidense como evidenció en Anchorage (Alaska), entablando un diálogo de igual a igual. La “exportación del modelo” sería una muestra más del “endurecimiento internacional” de Beijing, simplemente porque se resiste y no acepta las amonestaciones de un Occidente que tiene, cada día que pasa, menos lecciones que dar. La admiración y hasta envidia que algunos líderes chinos pudieron mostrar en determinado momento de la reforma y apertura, erosionadas tras el episodio del bombardeo de la embajada china en Belgrado (1999), se quebró con la crisis de 2008 cuando la bancarrota de la alabada ingeniería financiera y la sucesión de guerras locales enquistadas desecharon cualquier empatía alentando la definición de un nuevo modelo alternativo de relaciones internacionales. La pandemia de Covid-19 echaría el resto.

Aunque algunos países (especialmente en África o América Latina) han imitado motu proprio aspectos parciales del modelo económico chino, en ningún caso, ni siquiera por parte de quienes estarían más dispuestos a ello por cercanía ideológica, se ha operado una traslación integral de su modelo. Y nunca China lo ha exigido, de igual modo que rechaza que otros se lo exijan como condición sine qua non para trascender la actual contienda ideológica o geopolítica.

La exigencia de que es la realidad de cada país y no las orientaciones de cualquier poder exterior (llámese FMI o BM pero también un club o una Internacional del signo que sea) la que debe guiar la estrategia de desarrollo y empoderamiento nacional es una originalidad destacada y reconocida en la praxis política del PCCh. Representa la negación de que se puedan definir criterios de gobernanza estándar aplicables a todas las culturas políticas, ya sea con base en el vademécum liberal o marxista. En suma, que el sistema construido en torno a criterios de las sociedades occidentales como exponente de la culminación de la evolución política de la humanidad en su conjunto se ubica solo directamente en línea con la promoción de sus intereses de dominio en todo el mundo.

¿Cambia algo con Xi Jinping?

El ejercicio de una mayor asertividad es un tópico recurrente en la crítica del xiísmo. Ciertamente, con Xi Jinping, China ha expandido su huella en todo el mundo. A pesar de las diferentes guerras (comercial, tecnológica…) dispuestas por EEUU para dificultar su ascenso, este se antoja difícilmente domesticable. La defensa de un “orden basado en (nuestras) reglas” y la asociación basada en “valores afines” arguyen una expansión ideológica y militar (desde la OTAN al AUKUS…) a modo de última baza para encarar el gran pulso estratégico del siglo XXI.

Para muchos, el símbolo del impulso dominador global de China es la revitalización de las Rutas de la Seda, en curso desde 2013 para “rehacer el mundo a su imagen y semejanza”. Pero ni siquiera en este caso podemos hablar de imposición de mínimas condiciones para abrir paso a los proyectos asociados. El “alinear” las estrategias de desarrollo, principio que se deriva de los memorandos firmados con los países adheridos a esta política, presupone un ejercicio de voluntariedad con el propósito declarado de incrementar las sinergias y eficiencias. Hasta Italia, país del G7, se ha sumado. Esto, lógicamente, no quita que pueda haber contradicciones en diferentes ámbitos.

En el xiísmo, afanado en la definición de una nueva legitimidad, se advierte una preocupación especial por optimizar las “ventajas institucionales” y evidenciar la eficacia del sistema de gobierno, de su idoneidad para proveer estabilidad y bienestar progresivo a la sociedad. Deducir de esto que se trata de un primer paso para exportarlo a aquellas sociedades hipotéticamente hartas de la pugna política destructiva carece de fundamento. Aunque algo de autocrítica no nos vendría mal.

En el XIX Congreso del PCCh (2017) se incorporaron a sus Estatutos las «características chinas» como expresión de contraste con los valores occidentales. Posteriormente, en las sesiones parlamentarias del año siguiente, se añadieron al preámbulo de la Constitución de la República. En paralelo, Xi completó la formulación de las “cinco confianzas” (camino, sistema, teorías, cultura e historia), arbitrando un esqueleto ideológico autónomo que hoy nuclea su proyecto de país.

La “nueva era” de Xi supone, ciertamente, una reafirmación del rumbo diferenciado de la política china, formula una propuesta de ruptura no con los “valores occidentales” sino liberales, acentuando su adhesión al marxismo en un ejercicio de concentración ideológica que connota un nacionalismo al alza. Paradójicamente, la diferencia le blinda pero también le hace inevitablemente menos homologable internacionalmente y por tanto más difícil de transpolar.

Más que la imposición de un modelo, al PCCh le interesa promover un diálogo capaz de partir de la premisa de que el derecho a juzgar la idoneidad del sistema político corresponde a cada sociedad. En esa línea, por ejemplo, ha promovido la formación de una nueva Internacional de partidos, de signo informal y sobre todo, ideológicamente muy plural.

Una cuestión de concepto

Que la exportación de un modelo se convierta en santo y seña del proyecto exterior chino presupone haber logrado un cierto nivel de homologación. Sin embargo, el PCCh ha recorrido en estas últimas décadas el camino inverso. Por añadidura, en el orden cultural, pese a cierta mejora no es tanto lo que ha avanzado y su poder blando no es comparable, ni de lejos, al disponible por EEUU, claramente predominante a nivel global sin que de ello se haya resentido su mingua económica.

A esta China, con tanto por hacer para mejorar su estatus, le interesa apaciguar su relación con el mundo exterior y concentrarse en el objetivo interno, que no es otro que modernizarse y desarrollarse, a sabiendas de que ello supone la garantía efectiva de su soberanía y del respeto internacional a que puede aspirar como “país grande”.

No es por tanto una cuestión de tiempo, sino de concepto. Lógicamente, de igual modo que desde la perspectiva china se critica el modelo liberal, el suyo es igualmente criticable en sus déficits, especialmente en función de sus taras estructurales como igualmente cuando pueda correr el riesgo de caer en la misma soberbia que se atribuye a cualquier rival ideológico.

¿Quién desea comprar el modelo chino? Hoy puede presentar aspectos de atracción para algunos países en desarrollo, deseosos de alcanzar similares niveles de transformación como los operados en el gigante oriental. Ese poder de atracción emulador se sustenta en la economía o la tecnología, pero no va más allá. Y China no parece tener interés alguno en forzar otra cosa. Su sistema político puede tener muchas carencias y defectos pero el mesianismo, tan propio en nuestros lares, no es uno de ellos.

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China. Su último libro “La metamorfosis del comunismo en China” (Kalandraka, 2021).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.