La situación de declive de Europa, tanto en su dimensión económica como sociocultural, no puede explicarse sin considerar la extraordinaria eficacia de la estrategia de Estados Unidos con respecto al viejo continente, desde finales de la segunda guerra mundial, y más acelerada desde el fin de la guerra fría hasta los últimos años. Sería reduccionista el pensar que el predominio angloamericano sobre Europa se debe exclusivamente a su imperio económico y a su poderío militar, cristalizado en el control de la OTAN sobre el continente.
La hegemonía angloamericana va mucho más allá si consideramos cómo la clase dirigente europea, salvo algunas excepciones, ha consentido expresa o tácitamente que sus sociedades hayan asumido e interiorizado muy acusadamente la influencia cultural estadounidense proveniente de sus superestructuras productoras de significado. Tampoco ha sabido crear un mercado tecnológico independiente de EEUU, aspecto fundamental en un ecosistema social marcado por la economía de datos y los mercados de información digital.
En primer lugar, la hegemonía angloamericana de los mercados financieros ha permitido a su banca y empresas de inversión destinar abundantes recursos al sostenimiento de sus propias industrias del softpower, determinantes para la conformación de la psicología colectiva dentro de su sistema unipolar. En esa clave, los grandes grupos mediáticos, debidamente financiados por la banca y fondos de inversión,fabrican discursos consumidos masivamente por la población occidental para afirmar la conveniencia de adoptar los intereses de las plutocracias pro-angloamericanas cómo propios y aceptar ciertas sumisiones políticas y militares en su propio territorio, como la de la OTAN en el caso europeo.
Son innumerables los factores y elementos que conforman ese poder blando que se introduce e influye determinantemente en la mentalidad colectiva del sistema social europeo. Los contenidos de Hollywood y Broadway, de las plataformas Netflix y HBO, la NBA y otros deportes de masas, los grandes sellos discográficos musicales, las principales cabeceras mediáticas y televisivas como la CNN y el resto de los grandes consorcios de mass media, las universidades de la Ivy League, una pléyade de Think Tanks y ONG, el ecosistema emprendedor del Silicon Valley, del MIT u otros, cumplen de forma integrada y multidireccional ese rol de poder blando. Un softpower que ha permeado las referencias socioculturales europeas y que permite la autolegitimación angloamericana en el resto del sistema occidental, a través de una producción de contenidos ideológicos que sutilmente forman la conciencia y el imaginario colectivo de las poblaciones sometidas a su ingeniería sociológica, como es el caso de la europea.
Obviamente, la imposición del idioma inglés y del bilingüismo en la comunicación institucional, empresarial, educativa y social internacional, cimentan ese sustrato mental sobre el que se construye el pensamiento occidental actual. No es casual que los postulados economicistas y utilitaristas que patrocinan y condicionan la investigación científica predominante o el sistema de ocio y entretenimiento de masas provengan precisamente de los núcleos de poder angloamericano encargados de potenciar esa semántica globalista unilateral.Tampoco hay que olvidar que la superestructura jurídica que hace posible la interrelación contractual de la metrópoli con sus dependencias territoriales -el Common Law– se haya convertido en la doctrina jurídica predominante en el mundo de los negocios internacionales.
La incapacidad de Europa para reequilibrar los ejes de poder en la esfera occidental se hace muy nítida cuando se examina la penetración de los gigantes tecnológicos estadounidenses en territorio europeo. EEUU ha posicionado con situaciones oligopólicas e incluso monopólicas a sus colosos tecnológicos en los nuevos mercados digitales e informáticos europeos (Google, Apple, Amazon, Facebook, Microsoft, IBM, Uber, entre otros). Europa, más allá del éxito mundial del consorcio Airbus en el mercado aeronáutico, ha sido incapaz de generar gigantes industriales y tecnológicos a la altura de los norteamericanos, como en cambio sí lo ha hecho China, replicando el modelo de negocio de las Big Tech a su manera (Alibaba, Tencent, Baidu, Xioami o Huawei, entre otras corporaciones).
Lo más grave es que en una economía mundial cada vez más basada en la minería de datos (Big Data), la mayor parte de los centros de procesamiento de estos recursos digitales (“el petróleo del siglo XXI”) se encuentran en EEUU o en jurisdicciones afines en las que se ha externalizado los servicios digitales de las grandes empresas tecnológicas estadounidenses. Los consumidores y usuarios europeos se han convertido en productores de datos a través de sus dispositivos tecnológicos y nutren de esta materia prima a los sistemas de información e inteligencia de EEUU. El hecho de que la mayoría de las licencias de software, aplicaciones móviles y servicios de mensajería online que usan los europeos sean creadas, registradas y configuradas por corporaciones tecnológicas estadounidenses (WhatsApp, Instagram, Facebook, Skype, Zoom, Teams) da cuenta del grado de vulnerabilidad e intromisión al que está sometida la población de Europa, sobre todo las generaciones más jóvenes.
Todo este conjunto de deficiencias hace que, en la práctica, los países europeos, y concretamente la Unión Europea, sean extremadamente vulnerables, tanto en el softpower, como en sus capacidades tecnológicas y digitales. Esta deficiencia cristaliza en última instancia en una dependencia financiera que imposibilita a la UE para desarrollar grandes conglomerados y consorcios empresariales capaces de competir mundialmente. La propia ortodoxia liberal del Mercado Interior y de la Comisión Europea tampoco contribuye a que las operaciones empresariales de integración vertical y horizontal puedan prosperar por sus potenciales efectos internos sobre la competencia.Esta restricción incapacita jurídicamente a las empresas europeas para que emprendan grandes fusiones e integraciones corporativas que den como resultado sinergias que aumenten la creación y protección de valor. Las políticas de defensa de la competencia (antitrust) de la Comisión Europea han conseguido efectivamente evitar monopolios en el mercado único, pero a su vez han ido propiciando una debilidad estratégica frente a las injerencias de otras potencias, sobre todo EEUU, cuyos tentáculos corporativos y bancarios han podido ir introduciéndose paulatinamente en el capital de la infraestructura económica europea.
A pesar de lo que representa internacionalmente el sumatorio de las economías que la integran, la UE está dejando de ser un actor central en el mundo, cada vez menos determinante en las relaciones internacionales. En los últimos años, esta pérdida geopolítica se ha podido comprobar en repetidas ocasiones en el seno del G7, del G20 o del Foro Económico Mundial. En las últimas cumbres de dichos organismos, las instituciones europeas quedan desdibujadas y los intereses conjuntos que presumen defender son eclipsados por los mismos representantes de los gobiernos nacionales participantes. La presunta unidad europea ha devenido en una polifonía coral de intereses confusos y heterogéneos.