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A 75 años del lanzamiento de la bomba atómica

La lluvia negra

Fuentes: Le Monde Diplomatique

El 6 de agosto de 1945, el bombardero estadounidense Enola Gay lanzaba sobre la ciudad de Hiroshima la primera bomba nuclear de la historia.

El estallido mató al instante a cien mil personas y provocó formas hasta entonces desconocidas de sufrimiento humano. John Hersey, Kezanburo Oé y Shomei Tomatsu, a través de las letras y la fotografía, se atrevieron a ahondar en el sufrimiento de las víctimas para que la historia no sea velada.

El 6 de agosto de 1945, hace exactamente 75 años, una inmensa nube de humo opacó repentinamente el cielo de Hiroshima, sepultando la ciudad en la oscuridad. Todos recuerdan su forma, una especie de hongo gigantesco, erigido posteriormente en un símbolo indefectible de la destrucción de un arma letal: la bomba atómica. Pero pocos son los que se atrevieron a despojarse de esa imagen tan abstracta como vacía, de esa alegoría arbitraria y banal, para ahondar en las profundidades de las heridas que dejó sobre el pueblo japonés. John Hersey, periodista y escritor estadounidense, ganador del premio Pulitzer en 1945, sin dudas fue uno de ellos. En Hiroshima (1), describe sin ambages, a través de las propias voces de los sobrevivientes, el horror que atravesaron sus víctimas. Los relatos, disímiles y descarnados, convergen sin embargo en los detalles generales de esa fatídica mañana en la que se produjo el estallido. Hacía ya cuatro años que Japón estaba sumido en la Segunda Guerra Mundial contra las Fuerzas Aliadas y su pueblo, agotado, padecía las penurias económicas y humanas que dejaba a su paso el conflicto. La población de Hiroshima había quedado reducida a 245.000 habitantes. El día en que cayó la bomba, ninguno de ellos escuchó el menor ruido, sólo advirtieron un enorme destello, como un haz de sol, tan intenso como enceguecedor. Los que miraban al cielo quedaron ciegos, con las cuencas de sus ojos vacías. Algunos levantaban las manos, desnudos o con la ropa hecha jirones, por el dolor que les producían las quemaduras y laceraciones. Otros quedaron al instante reducidos a cenizas o permanecieron sepultados bajo los escombros de las edificaciones.

Las tormentas de fuego no tardaron en llegar, avivadas por ráfagas de viento insaciables que dejaron a los árboles desnudos y a la tierra desolada y abrasada. La lluvia negra cayó con furia. Sus gotas eran del tamaño de una bola de billar, derivadas de la humedad que se condensaba en el gigantesco hongo de humo, polvo y fragmentos en fisión que inundaba el cielo. Cuando estallaron contra el suelo, también lo hizo la radioactividad. Cien mil personas murieron o tuvieron heridas mortales en el mismo momento de la explosión. De los otros cien mil heridos, solo diez mil pudieron desplazarse hasta el principal centro hospitalario de la ciudad, que no tardaría en desbordarse. Los heridos, mutilados y agonizantes se agolparon, tendidos sobre el suelo de las salas del hospital. Eran tantos que pronto ocuparían las manzanas próximas del establecimiento. El personal médico inevitablemente no dio abasto. Sólo ocho doctores y diez enfermeras estaban en condiciones de atender a los heridos, con remedios tan precarios como aceite y mercurocromo. Cientos de ellos yacían muertos en los pasillos del hospital sin que nadie pudiera cargar sus cuerpos fuera del centro sanitario. Los vivos se fundían con los muertos mientras el hedor teñía los corredores con un matiz sepulcral.

Al día siguiente, un breve anuncio, difundido en la radio japonesa, ratificaba que un nuevo tipo de bomba había sido utilizada sobre Hiroshima. La información era escueta y restringida. No ahondaba en más detalles. El encargado de darlos sería posteriormente el propio presidente de Estados Unidos, Harry Truman: “La bomba tenía más potencia que veinte mil toneladas de TNT. Tenía más de dos mil veces la potencia de la bomba ‘Grand Slam’ británica, la bomba más grande jamás usada en la historia de las guerras”. Pero las víctimas, ajenas al claro y cínico mensaje, siguieron sumergidas en explicaciones más dulcificadas o primitivas. Algunas pensaban que habían sido rociadas con gasolina desde un avión, otras que era el resultado de una bomba incendiaria de dispersión lanzada por algún paracaidista del bando enemigo. Las causas quedaban relegadas frente al horror corporizado. Eran días “en que las moscas bebían sangre humana” (2), en los que se pensaba con desesperanza que nunca más volvería a crecer la hierba, las flores ni los árboles, en los que se imaginaba un paisaje yermo perpetuándose en una ciudad en ruinas, que estaría desolada e inhabitada por cien años.

Los vivos, sin embargo, aún se preocupaban por los muertos. Con piras hechas de maderas de casas destruidas, los hicieron cenizas que colocaron meticulosamente en sobres con los nombres, ordenados y apilados en un templo de la ciudad. Las columnas de sobres cubrieron inmediatamente una pared entera del santuario. Tres días después, el 9 de agosto, la escena se repetiría, al estallar la segunda bomba nuclear sobre la ciudad de Nagasaki. A mediados de mes, los científicos japoneses confirmaron finalmente que habían lanzado bombas atómicas tras comprobar in situ que su resplandor había aclarado el color del cemento, escamado la superficie de granito, alterado otros materiales de construcción y dejado huellas de las sombras proyectadas por la luz de la bomba. Huellas que dieron lugar a leyendas populares, como la del pintor perpetuado en los escalones más altos de una escalera cuando mojaba la brocha en el balde de pintura o la de un hombre eternizado en el puente cercano al Museo de la Ciencia y la Industria de Hiroshima en el momento exacto en el que azotaba a su caballo. La radiación era un hecho, y al igual que en el cuerpo de los sobrevivientes, pronto dejaría sus cicatrices perpetuas en la historia.

Crónicas del horror

El 15 de agosto por primera vez en la historia, Hirohito, el emperador de Japón, habló a su pueblo anunciando la rendición incondicional. Las fuerzas de ocupación estadounidenses se encargaron rápidamente de censurar en el país asiático cualquier posible referencia a las bombas atómicas en discursos, informes y publicaciones. Restricciones que se perpetuarían hasta 1951. Las voces de las víctimas silenciadas, paradójicamente, serían escuchadas por primera vez en suelo norteamericano. El 31 de agosto de 1946, John Hersey publicó un solo artículo que cubrió la totalidad del reconocido periódico New Yorker, con la única excepción de las páginas dedicadas a la cartelera de teatro. La publicación reproducía la crónica de Hersey sobre Hiroshima a través de las palabras de seis sobrevivientes. A pesar de una prosa que pretendía incansablemente conservar la equidistancia, la crudeza de los relatos disolvió irremediablemente todo atisbo de imparcialidad. Era, en efecto, la propia subjetividad la que dotaba al escrito de sustancia y realismo, al tiempo que desnudaba el horror que la gran potencia pretendía silenciar. La repercusión fue de tal magnitud que el propio Einstein ordenó mil copias del periódico y luego, con el transcurrir de los años, se convertiría en libro, publicado en varios idiomas a través del mundo.

Japón, que había quedado sumergido en el silencio, impulsó la publicación de los libros prohibidos en 1954, después del ensayo nuclear estadounidense sobre el atolón de Bikini que despertó el descontento popular y la discusión pública. Recién entonces los sobrevivientes pudieron salir del limbo económico y del letargo humano al que habían sido condenados. En 1963, el reconocido escritor japonés Kenzaburo Oé emprendió su viaje a Hiroshima para ahondar en los efectos nefastos que había dejado la guerra. Lo que encontró lo sorprendió profundamente. Cuenta que la gente de Hiroshima era dueña de una dignidad inigualable, al soportar el dolor en la carne sin explicaciones ni ayuda del Estado. La radiación seguía carcomiéndolos de forma despiadada a través de enfermedades como la leucemia y otras formas de cáncer como carcinomas de la tiroides, los pulmones, las mamas, el estómago, el hígado, el tracto urinario y los órganos reproductivos.

A través de una serie de ensayos que fueron publicados en la revista japonesa Sekai, luego devenidos en Cuadernos de Hiroshima (3), Oé reconstruyó la memoria del ataque atómico y rescató aquellos escritos que habían sido censurados, convertidos en letra muerta por las fuerzas de ocupación, a través de la reproducción de sus extractos. Como aquel en el que una joven narra la tragedia en primera persona: “Corrí hacia el puente de Tsuruni saltando sobre las piedras y los árboles caídos, como si hubiera perdido la razón. No podía distinguir los hombres de las mujeres que luchaban por tirarse al agua. Sus caras estaban hinchadas y se habían vuelto grises. Después vi un bebe tumbado sobre las rodillas de alguien. La piel le colgaba de la espalda como si se hubiera podrido, como si fuera la piel de un níspero estropeado y negruzco. Aparté la vista instintivamente. Después alcancé a tocarme la cara; la frente, las mejillas y la boca parecían una mezcla de tofu y konnoyaku (4). Tenía la cara tan hinchada y cubierta de ampollas que no distinguía la nariz. Me puse a temblar al recordar la espeluznante visión que había contemplado”. Relatos lóbregos como éste se repiten una y otra vez en los libros censurados. No eran más que un grito silencioso que empezaría a escucharse.

Huellas de una nación herida

Shomei Tomatsu, ícono de la fotografía japonesa, también sería convocado para retratar el horror engullido por las armas nucleares. En ese entonces las huellas de la bomba estaban en todas partes, se habían corporizado en el pueblo, en las ruinas, en el silencio de las víctimas. Tomatsu las capturó con su cámara, no sin dificultades. Cuenta Leo Rubinfien, ensayista y fotógrafo estadounidense, que cuando Tomatsu conoció a los sobrevivientes, sus manos le temblaban tanto que no podía sostener con facilidad su cámara; sólo quería huir de esa realidad de la que hasta entonces había permanecido ajeno (5). Pero se quedó y volvió en sucesivas ocasiones, como también lo hicieron Hersey y Oé, atraídos por la necesidad de contar una historia que había sido velada.

En Nagasaki, retrató a una mujer que tenía el rostro desfigurado. Su belleza permanecía allí, casi intacta, a pesar de los surcos que la bomba había impreso en su cara como un sello indeleble. También fotografió un reloj cuyas agujas se detuvieron en el momento exacto en el que estalló la bomba sobre Nagasaki, un ángel de la catedral Urakami sin rostro y una de sus imágenes más controvertidas y emblemáticas: una botella derretida por la bomba atómica que a simple vista parece una criatura mutante, un sujeto sin extremidades, sin cabeza o simplemente un feto en formol. Retrató los traumatismos de posguerra también en su serie Chewing gum and chocolate, en la que trabajó casi veinte años, ilustrando la americanización de Japón, aquellos cambios inexorables que había atravesado el país tras la ocupación norteamericana. Y en esa incesante búsqueda se encontraría con otra quizás más profunda, que se convertiría casi en una obsesión personal: hallar la verdadera identidad nacional a partir de los fragmentos de un país en ruinas. Su obra Oh Shinjuku (1969) expone el vacío de una sociedad anestesiada, al tiempo que avizora el surgimiento de otra, más pura, que clamaba por la libertad política, el fin de la ocupación estadounidense en Okinawa y la preservación de la identidad nacional.

Esa convivencia de dos universos opuestos en uno, fundidos a la vez pero visiblemente heterogéneos, también sería denunciada por Kenzaburo Oé en 1994 en la ceremonia con la que fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. La ambigüedad que tanto denostaban atravesaba ferozmente al pueblo japonés en todos los terrenos. Pero quizás el más inquietante era el que confrontaba al pacifismo, que había sido consagrado en su constitución de posguerra, con los resabios militaristas que aún coqueteaban con el arma nuclear (6). Porque es justamente en ese punto que las palabras, grabadas en el Cenotafio Memorial para las víctimas de la bomba atómica en Hiroshima: “Descansad en paz, pues el error jamás se repetirá”, quedarían relegadas al olvido.

La lluvia negra, aquella que cayó por la mano del hombre, aquella que sometió a miles de personas a los atroces estragos de la radioactividad, desmoralizándolas hasta quedar ahogadas en un grito silencioso, aún sigue latente.

Notas.

1. John Hersey, Hiroshima, Debate, Barcelona, 2015.

2. Palabras de una sobreviviente de la bomba atómica en Hiroshima. Véase Kenzaburo Oé, Cuadernos de Hiroshima, Anagrama, Barcelona, 2011.

3. Ibídem.

4. El konnyaku es un tubérculo del cual se elabora una especie de gelatina muy habitual en la dieta japonesa.

5. Shomei Tomatsu, The skin of the nation, Museo de Arte Moderno de San Francisco, California, 2004.

6. Para más información, véase “El eterno resurgir”, Explorador-Japón, Le Monde diplomatique/Capital Intelectual, Buenos Aires, 2014.

Creusa Muñoz es editora de Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur. Esta nota fue publicada en el Suplemento de Cultura y libros de La Capital de Rosario bajo el título “Conjurar el horror” el 2 de agosto de 2020.

Fuente: https://www.eldiplo.org/notas-web/la-lluvia-negra/