Su sepultura es un montículo de tierra anaranjada, sin inscripciones y en el que empiezan a brotar las malas hierbas. Nada hace pensar que ahí reposan los restos de una niña musulmana de ocho años cuyo final estremece a toda India. El nombre y la cara de esta pequeña musulmana de ocho años, violada en […]
Su sepultura es un montículo de tierra anaranjada, sin inscripciones y en el que empiezan a brotar las malas hierbas. Nada hace pensar que ahí reposan los restos de una niña musulmana de ocho años cuyo final estremece a toda India.
El nombre y la cara de esta pequeña musulmana de ocho años, violada en grupo y asesinada en la región de mayoría hindú de Jammu (norte), se han convertido en símbolos en las manifestaciones a lo largo de este país-continente del sur de Asia.
Ocurrida en enero, esta noticia pasó relativamente desapercibida. No fue hasta la semana pasada, cuando la policía hizo pública su acusación contra ocho hombres, que se convirtió en una tormenta política y mediática.
De acuerdo con los investigadores, la niña fue víctima de aldeanos locales hindúes que buscaban asustar a su tribu nómada musulmana, los bakarwals, para obligarlos a abandonar su ciudad.
La «violación de Kathua», el nombre del distrito donde se ubica la localidad de Rasana, es vista como un síntoma de la tensión comunitaria de India bajo el liderazgo de los nacionalistas hindúes, en el poder en Nueva Delhi desde 2014.
Alejada de los disturbios que agitan India, en Rasana parece reinar una aparente tranquilidad. Perdida en las colinas, se llega por una estrecha carretera apenas lo suficientemente ancha para un vehículo.
Rostros inexpresivos
Cuando se menciona el tema, los rostros se vuelven inexpresivos. Los lugareños se mantienen en guardia y se expresan con extremo cuidado. Surgen rumores, las informaciones facilitadas se contradicen de un interlocutor a otro. Muchos evitan las preguntas.
«Desde que pasó esto el pueblo está totalmente vacío, es una pesadilla», lamenta Yash Paul Sharma, vecino de 39 años, refiriéndose a la huida en masa de familias.
Al final de un camino, la jungla desaparece para dejar entrever un edificio de una sola planta, pintado de rosa pálido. Solo algunos símbolos triangulares colgados en el exterior señalan su carácter religioso. Según los agentes, este modesto templo hindú sirvió durante cinco días como lugar de secuestro y abuso de la niña, drogada, antes de ser asesinada.
Su cuerpo fue descubierto en el bosque una semana después de su desaparición.
Este crimen refleja «la mentalidad de tarados que (los nacionalistas hindúes) han propagado en los últimos cuatro años. Pero este episodio cambia la manera en que India ve las cosas y la gente se levanta para oponerse», considera Mubeen Farooqui, presidente de la Federación Musulmana de Panyab.
Los padres de la niña han dejado recientemente Rasana. Tras la tradicional migración de los bakarwals en verano, se dirigen con su rebaño a las montañas de Cachemira.
Amenazas de muerte
Situada un kilómetro más lejos, en medio de la nada, la casa de la familia no está desierta a pesar de ello. Cerca de su patio, cinco policías dormitan en literas, armados.
Ante la explosiva atmósfera que rodea la violación de Kathua, cuyos acusados comparecieron el lunes por primera vez ante un tribunal, la Corte Suprema india ordenó que los padres de la víctima y su abogado –que dijeron ser objeto de amenazas de muerte– fueron puestos bajo protección policial.
Este caso ha sacado a la luz divisiones religiosas. Los partidarios de los sospechosos llevaron a cabo sus propias manifestaciones, creyendo que la investigación era parcial y reclamando una nueva, confiada a la policía federal.
Abogados de la asociación local de abogados trataron de bloquear físicamente a los investigadores cuando presentaron sus conclusiones ante el tribunal.
Desde las colinas de Kathua, la onda expansiva que se extiende sobre la llanura parece ahora muy lejana. Sin embargo, el puñado de bakarwals que aún no se ha unido a la trashumancia veraniega en las alturas de Cachemira está ahora sobre aviso.
Madre de seis niños, Kaniza Begum no deja que su hija de diez años salga sola al campo, como solía hacer. «Ya no tiene el derecho de salir. Si va a la escuela, su hermano la acompaña».