Las profecías sobre el “Nuevo Siglo Americano” han quedado atrás y la reemergencia de la República Popular China, no solo como potencia económica sino también como actor global, es incuestionable.
Introducción
Las profecías sobre el “Nuevo Siglo Americano” han quedado atrás y la reemergencia de la República Popular China, no solo como potencia económica sino también como actor global, es incuestionable. Las estrategias del imperio estadounidense para desarrollar su política de unipolaridad han quedado sepultadas en los escombros de un mundo occidental que intentó, luego de la Segunda Guerra Mundial, ser forjado a imagen y semejanza de Estados Unidos.
Los cambios se aceleraron desde 2001 y el deseo de un mundo capitalista occidental y globalizado no ha cumplido las expectativas incluso de sus defensores más entusiastas. Hoy asistimos a un mundo multipolar, más allá de los deseos de globalistas, neoconservadores y “americanistas”. Claro que esta situación ha favorecido la emergencia de movimientos de nueva derecha y de viejas derechas con nuevos disfraces (ver nuestro Dossier 47). Y esta situación de crisis de hegemonía, que va de la mano de una transición geopolítica ya en pleno desarrollo pone sobre la mesa profundos desafíos, pero a la vez grandes oportunidades para los pueblos del sur.
En particular para la región latinoamericana, que por años Estados Unidos ha considerado su patio trasero, la decadencia del imperio y la conformación de un mundo multipolar desde 2001 en adelante, acelerada con la crisis del 2008, abre una serie de posibilidades y nuevas discusiones. Debates acerca de cuáles son los márgenes de autonomía para un proceso de desconexión que ponga en valor las necesidades de las mayorías populares de la región y provoque una transición para abandonar nuestra condición de países capitalistas dependientes.
Es en este marco que hay dos discusiones ineludibles: ¿Qué condiciones otorga la reemergencia de China y su peso global para ganar grados de autonomía nacional en este contexto? ¿Qué rol pueden jugar los procesos de integración de América Latina para utilizar nuestros recursos como pueblos para satisfacer las necesidades de las mayorías? América Latina es hoy un continente atravesado por una dinámica pendular aún sin resolución. Por un lado, nuevos proyectos populares que logran llegar al Estado a partir de las luchas que se desarrollaron para hacer frente a la nueva ofensiva de las derechas, las clases dominantes y el imperio estadounidense desde, al menos, 2012. Por otro lado, una serie de expresiones de derechas con altos grados de legitimidad, incluso a costa de poner en crisis las bases de su propia democracia burguesa.
En esta situación compleja, este Dossier 51 del Instituto Tricontinental de Investigación Social intenta recuperar y actualizar los debates sobre las oportunidades que otorga la potencia económica y geopolítica de China para debatir un nuevo tipo de integración regional que hoy se torna más urgente que nunca ante los zarpazos desesperados del imperio en decadencia.
1. Una transición hegemónica que se intensifica
Asistimos en la actualidad a un momento de transición geopolítica de la hegemonía global con un corrimiento de su eje desde Occidente hacia Oriente, un hecho inédito en toda la historia del sistema-mundo capitalista. Esta transformación no es, evidentemente, la primera de la historia, pero sí presenta novedades trascendentales. En primer lugar, la transición se imbrica con una crisis social, económica y ecológica sin precedentes. Una crisis que presenta tal cantidad de aristas y dimensiones que numerosos autores insisten en definir como “civilizatoria”. En segundo lugar, el sistema capitalista, por primera vez en sus casi quinientos años de historia, empieza a descentrarse de su eje atlántico. Esto explica no sólo la dinámica de las guerras comerciales entre China y Estados Unidos y las luchas por el predominio global, sino también el ablandamiento de la alianza atlántica de norteamericanos y europeos, sus crisis internas respectivas, el resurgir de fuerzas fascistas y ultraconservadoras en su seno, y el agravamiento de núcleos de conflictividad política regional en las zonas de influencia de potencias de primer y segundo orden en pleno ascenso. Podemos mencionar, a modo de muestra, los acontecimientos en Yemen, Cachemira o Ucrania este último país como uno de los ejemplos de intervención de lo que denominamos guerra híbrida (ver nuestro Dossier 17).
Como ha planteado Giovanni Arrighi (1994), cada época de transición hegemónica global se caracteriza por un incremento de la competencia interestatal e intercapitalista. Esto conlleva también una agudización de las luchas sociales dentro de cada formación social nacional y está precedida por una crisis-señal que tiene a la expansión financiera como componente característico. La crisis-señal de la hegemonía estadounidense comenzó a mostrar sus destellos a fines de los años 60 del siglo XX y luego el “shock Volcker” de 1979 —cuando el Departamento del Tesoro de EE. UU. subió los tipos de interés del dólar y desencadenó la crisis de deuda global— terminó de marcar claramente que la transición estaba en marcha con un proceso de financiarización acelerado que se construyó sobre el deterioro pronunciado de la economía productiva (Harvey, 2007). Cabe aclarar que esta primera muestra de crisis no tuvo como consecuencia inmediata una transición hegemónica, sino que sólo mostró los límites de lo que los apologistas de Bretton Woods llamaron “la Edad de Oro del capitalismo”.
Durante varias décadas Estados Unidos gozó de un lugar privilegiado en el orden mundial que no sólo lo tuvo como protagonista en el plano económico y militar, sino que además produjo un cambio de importancia si lo comparamos con otros imperios previos: introdujo su modo de vida (el American way of life, basado en la realización personal a través del consumo) y su paradigma de democracia liberal como lo único posible para todo el mundo occidental (Anderson, 2002). Sin embargo, el guante de terciopelo no pudo esconder el puño de hierro imperial y los pueblos del Sur Global pusieron en cuestión el paradigma político y cultural hegemónico entre las décadas de 1950 y 1970 del siglo pasado. Revoluciones sociales, procesos de liberación nacional, encuentros de unidad de los pueblos oprimidos por la estrategia del Norte, pusieron claros límites a la reproducción del mundo a imagen y semejanza de Estados Unidos y sus aliados.
Esa crisis se tornó más y más profunda. La financiarización alcanzó niveles impensados y dio lugar a que un puñado de súper ricos logren controlar más del 60 % del ingreso mundial (Tricontinental, 2020). La militarización y el ciclo bélico se intensificaron al igual que ha ocurrido en otros procesos de transición hegemónica global como fueron la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII, las Guerras Napoleónicas en el siglo XIX y las dos guerras mundiales en el siglo XX. Desde los primeros años de la década de 1990 las intervenciones militares de Estados Unidos se multiplicaron, con el convencimiento de que el nuevo siglo esperaba a la potencia del Norte con la batuta del director de orquesta global de manera perdurable luego de la caída de la Unión Soviética. Varias intervenciones directas a través de la Organización del Tratado del Atlántico Norte – OTAN (Irak, Afganistán, Siria, ex-Yugoslavia, Libia, Haití) y varias encubiertas o través de Estados afines (Venezuela, Honduras, Yemen), fueron algunas de las más importantes que muestran la cara más dura de la dominación imperial y del unipolarismo estadounidense.
Aturdido por el exitismo del triunfo frente al gran rival del mundo bipolar, Estados Unidos no pareció escuchar los susurros de un mundo que había empezado a cambiar fuertemente y que mostraría toda su dimensión desde fines de la década de 1990. La contracara del declive de Estados Unidos es la reemergencia de Asia oriental y, en particular de China. Este país se repuso de la Gran Divergencia: proceso que eclipsó y subordinó a través de las guerras del opio miles de años de historia de desarrollo humano en el continente asiático (Ross, 2021) en el momento de emergencia del capitalismo industrial como sistema global que colocó a Occidente en la vanguardia del mundo en términos económicos y geopolíticos (Merino, Bilmes y Barrenengoa, 2021).
Cabe aclarar que no hay una causalidad directa entre la reemergencia de Asia oriental y el inicio de la crisis de hegemonía de Estados Unidos. Más bien, esto responde a un proceso de crisis global del capitalismo que se conoció como la “gran turbulencia” y que tuvo en Occidente una búsqueda de resolución conservadora (Brenner, 2006).
De esta manera, la crisis de hegemonía de Estados Unidos aceleró su paso desde fines de la década de 1990 y, del mismo modo, China intensificó la marcha en su estrategia de disputa de un nuevo orden mundial con características multipolares. La derogatoria (1999) de la Ley Glass-Steagall que desde 1993 separaba los bancos comerciales y los bancos de inversión; el mayor peso de los neoconservadores desde 2001, y las nuevas incursiones militares de la denominada “Guerra contra el Terror” socavaron aún más el poder imperial y, asimismo, profundizaron las tensiones internas entre globalistas y “americanistas” que llegan hasta nuestros días (Merino, 2020).
Estas tensiones tienen su trasfondo político-ideológico, pero en buena medida expresan para los países del Sur formas ineludibles de la unipolaridad, que podemos identificar en diferentes proyectos en disputa al interior del establishment estadounidense. Por un lado, la unipolaridad unilateral que defienden “americanistas” y el ala derecha del Partido Republicano. Por otra parte, la unipolaridad multilateral, que busca construir un frente más amplio en el Norte Global que se encuentra en el núcleo de la política de relaciones internacionales de Biden y otros globalistas como Obama, Clinton y buena parte del Partido Demócrata.
La reemergencia de China reduce al mínimo el espacio para las proyecciones de unipolaridad en todas sus formas y allí es donde se abren ventanas de posibilidad en la periferia del mundo. El viejo orden nacido de Bretton Woods ya no existe con el mismo peso y ha perdido poder respecto a años previos. Sin embargo, las instituciones de Bretton Woods aún funcionan como herramientas de ejercicio del poder imperial, aunque no sean capaces de contener los nuevos polos de poder emergentes. Intentan profundizar la alineación a algunas de las versiones de unipolaridad a través de grados crecientes de coerción: condicionamientos financieros a través del Fondo Monetario Internacional (FMI), aplicación de sanciones comerciales y financieras para los que consideran “Estados canallas”, impulso a las opciones de derecha y antipopulares en varios países de América Latina, intentos de control militar a través de Estados-tapón en Eurasia, financiamiento de estrategias de desestabilización de diverso tipo. Ya sin disfraces, Estados Unidos apela a retomar sus posiciones estratégicas con toda su fuerza sin importar los “daños colaterales”.
2. La reemergencia de Asia y el mundo multipolar
Como mencionamos, la contracara del declive de Estados Unidos es la reemergencia de Asia oriental y, en particular de China. En el siglo XIX se consolidó la Gran Divergencia que marcó el comienzo del predominio global del Occidente capitalista y la destrucción de las avanzadas culturas orientales (Pomeranz, 2000).
Luego de este período de periferialización de Asia, producto de la estrategia del capital británico, desde 1914-1917 la región de Asia comienza a resurgir en términos económicos y políticos y da un salto significativo hacia los años 60 del siglo XX. En ese momento los llamados tigres asiáticos y también Japón avanzaron en procesos de desarrollo intensivos de su fuerza productiva. En particular, la República Popular China avanzó en un proceso de apertura luego de la muerte de Mao en 1976 que, lejos de subordinar el crecimiento del gigante asiático a los acuerdos bilaterales con Estados Unidos como el resto de los Estados de Asia oriental, optó por un proceso de fuerte control estatal de la planificación del desarrollo (Merino, Bilmes y Barrenengoa, 2021). Esto llevó a incrementar los niveles de crecimiento económico a un promedio de 9,5% anual entre 1978 y 2017 (Ross, 2021). Sin embargo, lo más relevante es que desde la Revolución liderada por Mao Zedong en 1949, China reconstruyó la soberanía sobre el territorio de la nación y fortaleció sus instituciones estatales, logró un nivel de igualdad social significativo, alcanzó una elevada tasa de crecimiento económico e impulsó un modelo exitoso de reforma agraria que se basó en la nacionalización de tierras y permitir su uso al campesinado. Estos elementos permitieron ampliar radicalmente las posibilidades de intervención para abonar a una estrategia de desarrollo que priorice las necesidad populares, la reducción de la pobreza y la inclusión de las mayorías, a la vez que China se convirtió, de acuerdo con Samir Amin (2013), en el único país realmente emergente con grados completos de soberanía y sin ingresar en una dinámica de desarrollo capitalista por etapas, tal cual proponía el ideólogo del concepto de desarrollo económico del centro, Walt Rostow (1960). Durante las dos décadas y media que siguieron a la revolución de 1949, la China de Mao alcanzó una tasa de crecimiento económico cercana al 11% anual (Tricontinental, 2021).
Sin embargo, en la década de 1970 cuando la crisis de gran turbulencia global que golpeaba al Occidente capitalista empezaba a notarse con claridad, la República Popular China requería de un giro que permitiera incrementar tanto su capacidad productiva como su capacidad tecnológica y, al mismo tiempo, incluir a una buena porción de su población urbana que había aumentado significativamente desde fines de la década de 1940. Así, el gobierno de Deng Xiaoping avanzó en una serie de reformas significativas: la apertura de la economía a una economía de mercado (es decir, fijación de precios no centralizada), apertura para inversiones extranjeras con un control estatal claro acerca del destino de esas inversiones, modificaciones en la utilización de la tierra por parte del campesinado (lo que permitió el aumento de la escala de producción sin provocar un retroceso hacia formas de latifundio), entre otros aspectos de peso.
Los datos muestran con claridad que China comenzó, a finales de la década de 1970, una carrera de crecimiento económico sostenido, con altos niveles de planificación, con procesos de reducción de la pobreza muy acelerados y con peso creciente en el comercio y la producción globales. De acuerdo con los datos de Sugihara (2003) Asia oriental pasó de representar el 5% del producto mundial en 1950 a representar el 20% en 2003. En 2020, la República Popular China sola, con poco más del 22% del producto global, sobrepasó a Europa occidental (El Economista, 2020).
Resulta innegable entonces que en el plano económico China es un actor global que tracciona el crecimiento económico de varias regiones del mundo. Por ello, se convirtió en un polo en el concierto geopolítico global, algo que, como hemos mencionado, no pueden obviar ni siquiera los gobiernos de países alineados de manera casi automática con Estados Unidos. A su vez, es un modelo de “economía exitosa” que rompe con los moldes neoliberales aplicados a todo el Tercer Mundo desde los años 70 mientras desconcierta a quienes quieren adjudicar a las reformas promercado y la apertura económica la clave de su crecimiento y desarrollo meteóricos. Por el contrario, parece ser que la planificación económica del Estado es la llave de su éxito, lo que marca una referencia innegable para todos los pueblos ahogados por décadas de mandatos del Fondo Monetario Internacional.
Hay, sin embargo, dos preguntas interesantes sobre esta reemergencia de China. En primer lugar, existe una larga discusión sobre el carácter socialista de la economía China. Una parte de los enfoques de las izquierdas occidentales considera que China ha seguido una vía propia de transición de una economía socialista a un desarrollo capitalista a través de etapas similares a las que transitó Europa y, sobre todo, Estados Unidos (ver por ejemplo Walker y Buck, 2007). Por el contrario, varios intelectuales que consideramos interesantes para pensar el sistema-mundo contemporáneo, corren de lugar este debate planteando que efectivamente China ha seguido un proceso propio de desarrollo que combina una “revolución industriosa”, que se basa en una cultura de división social del trabajo y descentralización de pequeña escala con una planificación socialista de las perspectivas estratégicas (Arrighi, 2007; Sugihara, 2003). Esto da una potencia económico-social particular a la experiencia de desarrollo China que no se parece en nada al modelo de desarrollo capitalista occidental. Es un modelo con generación constante de puestos de trabajo, distributivo y planificado en función de necesidades sociales (salud, educación, vivienda, etc.). A su vez, la tierra, los bancos y los recursos naturales estratégicos son de propiedad exclusiva del Estado, aspecto que no fue modificado en tiempos de apertura comercial y globalización. En segundo lugar, un punto que resulta central para este dossier es cómo efectivamente China se vincula con el resto del mundo como polo emergente de poder. Una interpretación es que, efectivamente, China en su desarrollo subordina las opciones soberanas de la periferia de manera similar al imperialismo occidental (para este debate en detalle ver Li, 2021).
Sin embargo, esta idea ignora una serie de factores. La nación china ha tenido un desarrollo y un esplendor sin precedentes con anterioridad al siglo XIX basado en principios de cooperación, no intervención y respeto a otras naciones. Esto incluso fue reforzado a partir de la revolución de 1949 en lo que se conoció como los Cinco Principios de Coexistencia Pacífica entre China, India y Myanmar: respeto mutuo por la soberanía y la integridad territorial, no agresión mutua, no interferencia en los asuntos internos de otros países, igualdad y beneficio mutuos y, por último, coexistencia pacífica.
En un sentido similar al de estos postulados de coexistencia pacífica se ha expresado en varias oportunidades el líder chino Xi Jinping, como por ejemplo en su discurso en el centenario de la fundación del Partido Comunista de China:
En la nueva expedición, debemos enarbolar la bandera de la paz, el desarrollo, la cooperación y la ganancia compartida, aplicar una política exterior independiente y de paz, seguir con perseverancia el camino del desarrollo pacífico e impulsar la articulación del nuevo tipo de relaciones internacionales, la estructuración de una comunidad de destino de la humanidad y el desarrollo de alta calidad de la construcción conjunta de la Franja y la Ruta, ofreciendo nuevas oportunidades al mundo con el nuevo desarrollo de China.
Esta visión sobre la estrategia de las relaciones internacionales es diametralmente opuesta a la que ofrece el imperio estadounidense con sus planes de intervención, guerras híbridas, listas de Estados-canallas, violaciones de derechos humanos, exportación de su modelo político a la fuerza, subordinación completa a las lógicas del capital financiarizado que domina Occidente, entre otras cuestiones.
A pesar de estos postulados, las tensiones de China con otros Estados continuaron presentes como con India (1962) y la URSS (1966). Si bien son puntos de partida, la práctica de las relaciones diplomáticas de China requiere de un análisis más detallado.
3. El proyecto de la Franja y la Ruta y la importancia de América Latina en la estrategia China
Desde que el geógrafo británico Halford Mackinder escribió su artículo El pivote geográfico de la historia en 1904 todas las potencias imperialistas han tenido en cuenta el control de Eurasia o el bloqueo de desarrollo de otra potencia en esa zona. La máxima más famosa de Mackinder afirma: “Quien gobierne el Heartland manda en la Isla del Mundo. Quien gobierna la Isla del Mundo manda en el mundo” sintetiza lo que posteriormente se conoció como la teoría de Heartland o del «área de pivote» la cual toma como territorio estratégico mundial al centro de Eurasia. Es decir, la franja de territorio continuo más grande del planeta, donde se concentra la mayor densidad poblacional y cuya continuidad histórica-cultural es milenaria. Si se tiene en cuenta este plano geopolítico, la Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR) que promueve la integración de toda esta extensión a través de sistemas de transporte, infraestructura, comunicaciones y zonas de comercio internacionales, abona a esa estrategia de unidad euroasiática a contramano de las estrategias implementadas en los últimos dos siglos por parte del Imperio Británico, en un inicio, y por Estados Unidos ya en el siglo XX e inicios del XXI, con la última gran avanzada de Occidente en las guerras de Afganistán e Irak (concluida en 2021 con el retiro de tropas estadounidenses de Kabul).
El proyecto Una Franja, Una Ruta, actualmente denominado Iniciativa de la Franja y la Ruta (IFR) fue anunciado oficialmente por el presidente chino Xi Jinping en septiembre de 2013 en una visita oficial a Kazajistán. En un principio se trataba de la comunicación y la integración terrestre de la zona oeste de China, la más pobre y aislada, con los países de Asia central y Europa. Con los años ha ido sumando las rutas marítimas que incorporan al Sudeste asiático y el Océano Índico, África, y desde el año 2018 ya se incorpora a América Latina con su proyección hacia el Océano Ártico.
El megaproyecto, también conocido como “Plan Marshall chino” tiene dos ejes centrales: el desarrollo de una vía terrestre que une a China con Pakistán, Afganistán, Turquía, Rusia, Kazajistán, Turkmenistán, Kirguistán, Uzbekistán, Tayikistán y Europa mediante los Balcanes hasta llegar a Francia (centralmente a través de trenes); y la profundización de una ruta marítima (que se ha dado en llamar “collar de perlas”) hacia América Latina, África y Oriente Medio que implica la instalación de puertos comerciales en los océanos Índico, Pacífico y Caribe.
Si bien China ha priorizado la región de Eurasia en su fase inicial y el desarrollo del IFR tiene su centro nodal en esta región del mundo, la importancia de América Latina y el Caribe (ALC) ha ido en ascenso.
En los últimos quince años, las relaciones de China con América Latina se han ampliado enormemente. En noviembre de 2008, el gobierno chino publicó un Libro blanco sobre ALC que constituye el primer documento político de China hacia la región y pone de manifiesto la importancia que asigna China a ALC. En los quince años previos China ya había establecido formalmente relaciones de asociación estratégica con Brasil (1993), Venezuela (2001), México (2003), Argentina (2004) y Chile (2012). El comercio entre China y la región pasó de 14.900 millones de dólares en 2001 a 261.288 millones de dólares en 2012, convirtiendo a China en el segundo socio comercial de ALC. Hasta finales de 2012, el acervo de las inversiones directas de China en la región fue de 68.200 millones de dólares, según estadísticas de la República Popular China. Adicionalmente, China firmó tres Tratados de Libre Comercio (TLC): con Chile (2005), Perú (2009) y Costa Rica (2010).
Desde la llegada de Xi Jinping al gobierno estas relaciones cobran un carácter mucho más destacado. En 2014 en Brasilia, en una reunión de jefes de Estado y de gobierno organizada por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y en 2015 en Beijing en la primera reunión ministerial del Foro China-CELAC, el presidente de China propuso la iniciativa de establecer un marco nuevo de cooperación integral entre China y ALC llamado “1+3+6”. El 1 se refiere al Plan de cooperación entre China y ALC 2015-2019, el 3 son los tres motores: el comercio, la inversión y la cooperación financiera, y 6 los seis terrenos: recursos energéticos, infraestructura, agricultura, manufactura, innovación tecnológica y tecnología informática.
En noviembre de 2016, el Gobierno de China emitió un II Libro blanco, titulado “Documento de Política de China sobre América Latina y El Caribe” donde se detalla una larga lista de temas, pero su núcleo está centrado en la concepción de China sobre la cooperación económica con la región: comercio, inversiones, finanzas, agricultura, manufactura, infraestructura, recursos y energía, aduanas, inspección de calidad, turismo, reducción de la deuda pública, así como asistencia técnica. Los objetivos perseguidos son claros en cuanto a la necesidad de China de acceder a materias primas para alimentar su espectacular crecimiento económico, pero sobre todo en posicionarse como un actor global que tiende a un orden más justo y respetuoso. En este documento se hace énfasis sobre este plano que excede a lo comercial, atendiendo a los Cinco Principios de Coexistencia Pacífica ya mencionados.
El II Libro blanco también explica la importancia que China le asigna al creciente rol internacional que América Latina adquirió en los últimos años, lo que lleva a describir los vínculos interregionales como «estratégicos». Deja también en claro que el principio de «una sola China»[1] es la base y condición excluyente para el establecimiento de relaciones con los países de la región en términos bilaterales. China procura también evitar generar susceptibilidades y resquemores del lado estadounidense al circunscribir la cooperación con la región al área de intercambios, cooperación y diálogo para la defensa.
Si bien, el país asiático evita cualquier tipo de confrontación diplomática con EE. UU., la respuesta por lo general es directa y amenazante. Se puede establecer una relación entre la avanzada imperialista estadounidense en la región y el acercamiento de los proyectos soberanistas y revolucionarios a China. Hay una notable continuidad entre una serie de eventos, por ejemplo:
- La radicalización de la guerra híbrida contra Venezuela y el afianzamiento de sus vínculos comerciales, políticos y militares con China.
- El golpe parlamentario a Dilma Rousseff, apoyado por EE. UU. y puesto en marcha poco tiempo después de la Cumbre de los BRICS en Fortaleza y la Cumbre CELAC-China en Brasilia, realizadas ambas en 2014.
- La apuesta del imperialismo estadounidense por Mauricio Macri en Argentina luego del desarrollo de una marcada agenda multipolar por parte del gobierno de Cristina Fernández.
- La subordinación de Ecuador a la agenda de Washington con la llegada de Lenín Moreno.
- El golpe de Estado en Bolivia en 2019 que contó con el apoyo de Estados Unidos y frenó diversos proyectos de cooperación con China que se habían llevado a cabo de forma bilateral o regional a través de la CELAC, cuya conformación fue posible por la iniciativa y promoción de Hugo Chávez, acompañado por Rafael Correa y Evo Morales.
La primera instancia donde se convocó a países de América Latina a la IFR se dio en mayo de 2017 cuando China invitó al Foro Una Franja, una Ruta para la Cooperación Internacional en Beijing, al que asistieron los entonces presidentes de Argentina, Mauricio Macri, y de Chile, Michelle Bachelet y veinte ministros de otros países de ALC (Xinhua, 15 de mayo de 2017). De estos dos países, solo Chile siguió profundizando su vinculación económica, mientras que Argentina, según lo mencionado anteriormente, se encargó de boicotear la CELAC y enfrió cualquier relación con China por fuera de lo formal y comercial. Ese mismo 2017 Panamá, país estratégico para la conexión entre al Océano Atlántico y el Pacífico, anunció el rompimiento de relaciones diplomáticas con Taiwán, reconociendo de esa forma la política impulsada por Beijing de “Una sola China” y pocos meses más tarde, el presidente Varela de Panamá y Xi Jinping firmaron un Memorando de Entendimiento de Cooperación en el Marco de la Ruta de la Seda y el Cinturón Económico y la Ruta de la Seda Marítima del siglo XXI. La República Dominicana y El Salvador establecieron relaciones diplomáticas con China en 2018. En la actualidad, de los 33 países de la región, 24 ya han establecido relaciones diplomáticas con China. Además, a la fecha, 12 países de ALC: Brasil, México, Argentina, Chile, Ecuador, Perú, Venezuela, Bolivia, Uruguay, Costa Rica, Surinam y Jamaica han establecido relaciones denominadas Asociación Estratégica con China y los primeros 7 países han establecido relaciones de Asociación Estratégica Integral con China.
La segunda reunión ministerial entre China y la CELAC realizada en Chile en enero de 2018 fue un nuevo punto de partida ya que allí China convocó formalmente a los Estados latinoamericanos a ser parte de la IFR. La propuesta fue muy bien recibida por actores de diversos marcos ideológicos, siendo el gobierno neoliberal de Chile de los más entusiastas. En esta reunión se aprobó una declaración especial sobre la Iniciativa de la Franja y la Ruta donde todos los gobiernos acordaron que “la Iniciativa del gobierno chino constituye una oportunidad importante para fortalecer la cooperación hacia el desarrollo entre los países involucrados”.
China, por su parte, propuso cinco sugerencias con el objetivo de profundizar la cooperación en los ámbitos clave:
- Conexión de la tierra y el mar fortaleciendo la construcción de infraestructura.
- Apertura de un gran mercado facilitando el comercio y la inversión.
- Formación de un gran sector avanzado acelerando la cooperación de capacidad de producción.
- Desarrollo ecológico e innovación mejorando la cooperación de los sectores emergentes.
- Incrementar los intercambios culturales sobre la base de la igualdad.
- Construir confianza mutua ampliando los estudios entre las dos partes.
Esta cumbre puso en alerta al gobierno estadounidense que, un mes más tarde, en febrero de 2018, envió al entonces secretario de Estado, Rex Tillerson a recorrer varios países de América Latina y el Caribe. Este representante del imperialismo estadounidense no se privó de dar declaraciones elogiosas de la Doctrina Monroe, advertir sobre las supuestas ambiciones de China en la región y denunciar a Venezuela: “América Latina no necesita nuevos poderes imperiales que solo buscan beneficiar a su propia gente (…) el modelo de desarrollo liderado por el estado de China recuerda al pasado” (citado en: Lissardy, 2018).
A pesar de los esfuerzos de Washington, los lazos entre China y ALC han seguido profundizándose. En septiembre de 2021 se realizó la VI Cumbre CELAC luego de cuatro años de congelamiento de estas instancias que venían realizándose de forma anual desde la primera Cumbre en 2010. Esta última cumbre, presidida por México, no sólo tuvo una fuerte impronta unionista en un contexto de claro cuestionamiento a la Organización de los Estados Americanos (OEA), la denuncia del bloqueo a Cuba y la participación plena de Venezuela; sino que la apuesta por sostener los vínculos y lazos con socios extrarregionales, en particular con el Foro CELAC-China estuvo en el centro de los consensos alcanzados. Es en ese marco que el Plan de Acción Conjunto de Cooperación en Áreas Claves China-CELAC (2022-2024), terminó de enumerar una serie de elementos clave de los vínculos y posibilidades que abre la apuesta de debilitar las estrategias de integración subordinadas al proyecto estadounidense en una multiplicidad de planos: seguridad, economía, turismo, finanzas, innovación tecnológica, entre otras.
Este reforzamiento de las relaciones políticas surge gracias al cambio de signo de varios gobiernos en la región que tienden hacia el multipolarismo, pero también porque el valor total del comercio entre China y América Latina y el Caribe ha registrado un nuevo máximo en 2021, con más de 450.000 millones de dólares y todo indica que seguirá creciendo sostenidamente. Según el último Boletín Estadístico de Inversión Extranjera Directa publicado por el gobierno de China (2020), América Latina representa el 10,8% de los flujos de inversión desde China hacia el exterior. Esto convierte a la región en la principal receptora de inversiones chinas fuera de Asia, superando a Europa, Norteamérica, África y Oceanía.
Actualmente 21 países de ALC han firmado memorándum o acuerdo de cooperación con China en el marco de la Iniciativa de la Franja y la Ruta: Panamá, Costa Rica, el Salvador, Trinidad y Tobago, Dominica, Granada, Antigua y Barbuda, República Dominicana, Barbados, Jamaica, Cuba, Surinam, Bolivia, Guayana, Venezuela, Uruguay, Chile, Ecuador, Perú; recientemente Nicaragua (enero de 2022) y Argentina en febrero de 2022
Este marco geopolítico convierte en un hecho para la región alguna instancia de coordinación con el polo de atracción asiático. La pregunta es con qué objetivos políticos y con qué estrategias de desarrollo para los pueblos de nuestra región.
4. América Latina y los proyectos de integración en disputa
Es claro que gobiernos de diferentes signos políticos en la región latinoamericana han avanzado en estrechar vínculos económicos y políticos con la República Popular China. La IFR generó entusiasmo en diferentes gobiernos latinoamericanos, acostumbrados a los planes de endeudamiento financiero dictados por Washington y poca o nula inversión en infraestructura. A esto hay que sumarle que con la llegada de la pandemia de COVID-19 la colaboración de actores como China y Rusia en el acceso a vacunas superó de forma abismal la asistencia estadounidense, incluso hacia sus socios más serviles en la región. Por ejemplo, el gobierno neoliberal de Piñera ha avanzado en firmar su participación en la IFR con un plan de inversiones en infraestructura de 42.800 millones de dólares (BBC, 2019). De igual modo, el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador, uno de los más claros representantes de las nuevas expresiones de derecha del continente, firmó sin problemas en 2019 un acuerdo comercial con el gigante de Asia. Incluso el gobierno conservador de Colombia está debatiendo su ingreso a la IFR luego de la visita de Iván Duque a China en 2019. Sólo unos pocos gobiernos han abonado a una posición abiertamente pro-estadounidense y anti-China en el plano discursivo. Un ejemplo claro ha sido el gobierno derechista de Jair Bolsonaro en Brasil en una posición que, sin duda, no ha sido acordada con el sector que representa el ministro de Economía Paulo Guedes (ver nuestro Dossier Nuevas ropas, viejos hilos).
Por otro lado, gobiernos progresistas y de izquierda de la región mantienen relaciones fluidas con China que les han permitido el ingreso de una cantidad de dólares ya sea para el desarrollo de ciertas industrias (sobre todo vinculadas a la extracción de minerales y la infraestructura) o bien para el sostenimiento de sus monedas frente a las ofensivas especulativas del capital financiero estadounidense. Este es el caso por supuesto de las relaciones que ha desarrollado la República Bolivariana de Venezuela, pero también otros países con gobiernos progresistas como México y Argentina (este último acaba de firmar un acuerdo de inversiones por 23.000 millones de dólares para formar parte de la IFR).
Las oportunidades que ofrece China a los países latinoamericanos para llevar adelante un proyecto de desarrollo soberano que priorice las necesidades de los pueblos dependen crucialmente de dos factores.
- La capacidad de los movimientos populares de politizar sus luchas y desplazar a las oligarquías del poder del Estado. Este punto es crucial porque la dependencia de nuestra región también tiene un fuerte correlato en la ideología colonizada de las clases dominantes que en la mayoría de los casos y en el mejor escenario intentan convertirse en apéndices del capital estadounidense, en otros sectores la dependencia ideológica incluso atenta contra sus intereses.
- Volver a desarrollar, como fue posible durante la primera década del siglo XXI, un proceso de integración y de unidad regional que priorice la cooperación por sobre la competencia y que excluya a Estados Unidos y su política exterior injerencista de las instituciones políticas latinoamericanas.
Consideramos que los proyectos en disputa en nuestra región se organizan alrededor de dos contradicciones principales:
- Unipolaridad versus multipolaridad. ¿Ayudarán los proyectos de los Estados latinoamericanos a Estados Unidos a mantener y reforzar su frágil ambición unipolar, reforzada tras el colapso de la URSS en 1990-91? ¿O trabajarán para promover un orden mundial basado en el crecimiento de cada región?
- El desarrollo del subdesarrollo versus la soberanía nacional. ¿Seguirán los proyectos estatales latinoamericanos dejándose subordinar en un sistema económico mundial que crea riqueza para el Norte y para una pequeña parte de los capitalistas de la región, mientras empobrece a la mayoría de sus pueblos (en otras palabras, lo que André Gunder Frank llamó «desarrollo del subdesarrollo»)? ¿O impulsarán una agenda que priorice el desarrollo nacional, regional y popular?
El papel de China en América Latina no está en uno u otro lado de estas contradicciones. Es posible que la integración con China fomente el «desarrollo del subdesarrollo» si los proyectos estatales latinoamericanos producen una nueva relación de dependencia con China mediante la mera exportación de productos primarios. Será mucho mejor para los pueblos de la región si la relación se basa en la igualdad (multipolaridad), así como en la transferencia de tecnología, la ampliación de los procesos productivos y la integración regional (soberanía nacional y regional).
Los proyectos de la derecha latinoamericana, comprometida con las políticas de libre comercio, han desarrollado un enfoque pragmático respecto a China. Este pragmatismo está arraigado tanto en un multilateralismo que, sin embargo, no desafía la unipolaridad de Estados Unidos, como en la combinación de la extracción de recursos primarios con cierta mejora de la producción de alto valor. Aceptan el papel de China, pero no quieren permitir que se amplíen los lazos comerciales con ella ni producir ningún cambio profundo en términos de estructura económico-social de sus países ni mucho menos en la estructura de orden global. Es el caso del gobierno de Sebastián Piñera en Chile, el de Iván Duque en Colombia, Nayib Bukele en El Salvador y algunos otros, que ven en el potencial económico de China una forma de reproducir a las oligarquías locales y su poder a través de una inserción internacional de nuevo periférica y que profundiza la dependencia externa.
Por otro lado, hay una potencialidad que algunos de nuestros países exploran tímidamente, mientras otros desarrollan con toda claridad: un proyecto de autonomía y de soberanía nacional. Este grupo de países, algunos a paso firme y otros con más dudas, comienzan a generar una propuesta que se basa en el aprovechamiento de los intercambios virtuosos y mutuamente beneficiosos con China para elaborar un proyecto de cambio estructural en lo económico y de soberanía en el plano político. Esta mirada, es el punto de partida de una refundación del Proyecto Bolivariano que luego de la muerte del comandante Hugo Chávez Frías quedó sin rumbo en la región y fue el principal objetivo del nuevo Plan Cóndor.
En este sentido, el proyecto de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), creado en 2004 y que tiene como objetivos principales la soberanía y no dominación externa y la integración para el desarrollo interno, representa una alternativa. Este proyecto nos legó la importancia de la cooperación frente a la competencia en el plano comercial; de la complementariedad de los intercambios en base a las necesidades de cada pueblo y región; de la unidad para enfrentar las negociaciones posibles con otros bloques regionales; el objetivo de una moneda propia que rompa con la dependencia del dólar; y una coordinación para el desarrollo de infraestructura e iniciativas de financiamiento (como el Banco del Sur). Esos elementos están hoy presentes y la posibilidad de que el resurgimiento de China —con su convicción ancestral de desarrollo basado en la cooperación y la no injerencia— sea una oportunidad para ellos depende crucialmente de nuestras luchas como pueblo de América Latina y de la capacidad que desarrollemos para romper la inercia colonial que nos ha impuesto que la vía occidental de desarrollo capitalista es la única alternativa posible.
En definitiva, dejar de lado la vía de desarrollo capitalista occidental implica otra globalización y una ruptura con la modernidad occidental. Una globalización que dé cuenta del multipolarismo basado en valores de cooperación y planificación, y en la cual logremos salir del círculo vicioso de las relaciones internacionales como juegos de suma cero y logremos, de una vez, avanzar en una integración del tipo ganar-ganar. China no solo está surgiendo en el mundo como gran potencia, sino que su misma emergencia está modificando el mundo en todo sentido. Sin embargo, la construcción de un nuevo futuro multipolar que eleve la soberanía de las naciones en desarrollo dependerá también de que los pueblos aprovechen esta cambiante realidad geopolítica para consolidar un proyecto de país y de Patria Grande que anteponga los intereses de la mayoría.
Agradecimientos
Agradecemos la colaboración para este Dossier de Gisela Cernadas de Dongsheng y Gonzalo Armúa de la Secretaría Operativa de ALBA Movimientos.
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Nota:
[1] Es la posición oficial de las autoridades de la República Popular China desde 1949 y hace referencia a que sólo existe un gobierno legítimo. Es un principio rector de la política exterior china que rechaza mantener relaciones diplomáticas con aquellos que defienden la existencia de dos Estados o que simplemente establecen relaciones diplomáticas oficiales con Taiwán. Ver https://politica-china.org/areas/taiwan/el-principio-de-una-sola-china-y-la-evolucion-de-la-cuestion-de-taiwan-desde-la-perspectiva-de-la-republica-popular-china.
Fuente: https://thetricontinental.org/es/dossier-51-multiporalidad-china-latinoamerica/