Se puede tener mayor o menor simpatía por el nuevo presidente estadounidense, creer un poco más o un poco menos en sus palabras, valorar más o menos el cambio de tono del gobierno de los Estados Unidos al tratar sus diferencias con otros gobiernos. Pero hay un límite para juzgar el carácter de un […]
Se puede tener mayor o menor simpatía por el nuevo presidente estadounidense, creer un poco más o un poco menos en sus palabras, valorar más o menos el cambio de tono del gobierno de los Estados Unidos al tratar sus diferencias con otros gobiernos. Pero hay un límite para juzgar el carácter de un presidente o de un gobierno. Ese límite se rebasó ahora, con la masacre de por lo menos 150 civiles en Afganistán.
Ya hubo muertes, la semana anterior, de algunos cientos de supuestos militantes por el Ejército de Paquistán, cuya credibilidad es cero y permite suponer que se trataba, en su gran mayoría, de población civil, señalada como talibanes, para intentar recuperar mínimamente la imagen del ejército de aquel país.
¿Qué actitud tomará el nuevo presidente de EE.UU.? ¿Considerará esas muertes «efectos colaterales no deseados»? O como ¿»riesgos de todo conflicto bélico»? O como ¿»civiles que protegían a los terroristas»? O ¿»abrirá una investigación para deslindar responsabilidades»? O ¿pedirá «disculpas a los afganos por ese error imperdonable»? O ¿»enviará ayuda a las víctimas involuntarias de una guerra»?
Nada servirá como pretexto para Obama. Las masacres son y serán componente inevitable de la continuidad de la guerra de ocupación de Afganistán. Victorioso dentro del partido Demócrata con una plataforma en general progresista, Obama pasó a enfrentar al opositor republicano, que lo acusaba de «blando» poco preparado para asumir lo que consideraba los intereses de los EE.UU. en el mundo – sinónimo de las «guerras infinitas» desatadas por el gobierno de Bush contra toda la legalidad internacional.
Para intentar librarse de esa acusación, manteniendo su promesa de una salida de las tropas norteamericanas de Irak, Obama montó la ecuación, según la cual los EE.UU. tendrían que sacar las tropas de Irak y transferirlas a Afganistán.
Extraño razonamiento. ¿Qué diferencia puede ser hecha entre los dos epicentros de las «guerras infinitas? Salvo que en el caso afgano, cuando todavía persistía el impacto de los atentados a las torres, los EE.UU. consiguieron el aval del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para la invasión. ¿Pero se trata de algo diferente, en los dos casos, de una invasión y sometimiento de dos pueblos a tropas países extranjeros? ¿Se trata de gobiernos elegidos libremente por los pueblos de esos dos países o de autoridades de ocupación impuestas, en ambos casos, por la fuerza de las armas?
Si faltaba algún elemento de semejanza, esta primera masacre del gobierno de Obama vino para confirmar la absoluta similitud de los dos casos.
El carácter de una persona o de un gobierno está dado, sobretodo, por sus actos. Conocemos tantos casos de personas materialmente comprometidas con la tortura, que siguen siendo buenos padres de familia. ¿Se puede considerarlos como personas de buen carácter? ¿Las eventuales virtudes privadas pueden perdonar los vicios públicos?
Para los que se dejan llevar por la sonrisa cautivante de Obama y por la elegancia de Michelle, esta primera masacre debe servir como un test de su carácter, público y privado. El gobierno de Obama no será el mismo después de aceptar la brutalidad de lo que las tropas de su país, y bajo su comando, están haciendo en Afganistán e Irak. Ningún gobierno es el mismo, si pasa a convivir con masacres como esa, de la que es directamente responsable.
Los familiares de los afganos muertos -mujeres, niños, ancianos, sus familiares, el pueblo afgano- esperan y merecen una palabra de Obama. Esas muertes no remiten a cuando él era un niño. Sino a su gobierno y a su decisión de intensificar, en lugar de poner fin, a la brutal ocupación de Afganistán.
[En www.sinpermiso.info, versión en castellano de Carlota Mendoza].