¿Derecha-izquierda o soberanía-sumisión? Todo el proceso que China ha vivido tras la muerte de Mao (1976) se ha articulado en torno al objetivo de encontrar una senda que conduzca al renacimiento del país, ideal asociado a dos variables: modernización y soberanía. Sun Yat-sen (1911) y Mao (1949) lo intentaron a su manera. La gaige y […]
¿Derecha-izquierda o soberanía-sumisión? Todo el proceso que China ha vivido tras la muerte de Mao (1976) se ha articulado en torno al objetivo de encontrar una senda que conduzca al renacimiento del país, ideal asociado a dos variables: modernización y soberanía. Sun Yat-sen (1911) y Mao (1949) lo intentaron a su manera. La gaige y la kaifang (1978) ofrecieron una tercera oportunidad para desarrollar el país y alcanzar un nivel de poderío suficiente para eclipsar los dos últimos siglos de decadencia, ruina y capitulación. Ese empeño «nacional» se acabó por imponer a cualquier otra consideración de tipo ideológico basada en nuestros axiomas, siempre tendentes a avizorar contradicciones donde los chinos acostumbran a identificar sinergias y complementariedades. Hay, por tanto, un debate principal y otro secundario, aunque entre ambos no existen fronteras infranqueables.
En clave nacional, los éxitos logrados por China en las últimas décadas están fuera de toda duda. Ciertamente subsisten largas y poderosas sombras que amenazan su estabilidad y continuidad, pero aquel objetivo está más cerca que nunca y se ha desarrollado a partir de una definición intra muros de los mecanismos y ritmos del proceso, prestando suma atención a la subsistencia de las capacidades propias y evitando seguir al dedillo los consejos procedentes del exterior cualquiera que fuera su forma o finalidad. Ello sin perjuicio de que, efectivamente, ha llegado a conformar a través de su implementación la mayor de las rupturas de toda su historia, generando una muy estrecha relación con el mundo exterior que no ha derivado en sumisión, en especial con respecto a los principales centros de poder. El fin del aislamiento y la aceptación de la interdependencia se han producido en paralelo a la reafirmación de esa vocación soberana, acorde con una trayectoria histórica a cada paso más exaltada, sin más limitaciones que las libremente consentidas.
Como garante de este proceso se ha erigido un PCCh progresivamente distanciado de su ideario clasista y revolucionario original para afirmarse como gestor burocrático de una emergencia cuyo principal sustrato ideológico transmuta hacia un nacionalismo basado en la singularidad civilizatoria. Como adelanté en Mercado y control político en China (La Catarata, 2007), pese a lo atrevido de las reformas en numerosos campos, estas no han transformado en lo fundamental el papel del PCCh, con una naturaleza en proceso de cambio, especialmente en los últimos años a partir de la asunción del principio de la «triple representatividad», que no afecta a su defensa a ultranza del control de la base del poder. En él tanto podemos identificar atisbos de un comportamiento leninista como también de signo confuciano. Así, tanto dispone de un férreo control sobre el Ejército Popular de Liberación («su» ejército), como también sobre la economía y los nuevos colectivos emergentes, garantizando de facto que la presencia del mercado o de la economía privada no alteren su capacidad para condicionar el rumbo de los acontecimientos ni sugieran la aparición de actores rivales con capacidad suficiente para cuestionar su poder. Esto se ha ido logrando a través del control partidario-estatal de los principales sectores estratégicos de la economía del país, en manos de una oligarquía orgánica cuya composición, variable, es determinada por el departamento de organización del Comité Central. El reformismo económico ha avanzado así de la mano del conservadurismo político a fin de blindar las posibilidades de que ese desarrollo no derivara en una pérdida de control de su orientación y, a la postre, de la capacidad para preservar la estabilidad y la soberanía. El PCCh, cualquier cosa menos monolítico, mantiene su unidad a partir de este consenso, orillando otros debates. Y todos saben que quien controla el PCCh controla el proceso, pero quien controla la economía acabará controlando el PCCh.
Esta circunstancia podría explicar también el hecho de que la disputa ideológica tampoco es la base del «enfrentamiento» entre China y EEUU, cuya motivación más profunda es la resistencia oriental a dejarse enredar en las redes de dependencia de la superpotencia. A EEUU no le preocupa que el PIB de China pueda llegar a superar el suyo propio sino su obstinación en promover un proyecto alternativo, su afirmación como un polo de poder no asimilable que erosione y debilite su hegemonía global aunque no se plantee en términos mesiánicos. Todas las presiones de EEUU hacia China se orientan a asegurar su propio status hegemónico y para ello no solo intentará atraerla hacia una carrera de armamentos interviniendo en los embrollos con sus vecinos en las aguas próximas o tratará de entorpecer la viabilidad de sus alianzas exteriores ya sean bilaterales (de Birmania a Rusia, especialmente, o cualquier otra) o multilaterales (OCS, BRICS….) sino que presionará sobre su proceso interno tanto echando mano de los argumentos tradicionales (Tíbet, Xinjiang, derechos humanos, etc.) como valiéndose de las mismas armas utilizadas por China prioritariamente, es decir, la economía, incluyendo la presión sobre el yuan.
Llegados a este punto, el problema esencial al que China se enfrenta es el de cómo garantizar un elevado ritmo de crecimiento para afirmar la atalaya de su proyecto nacional genuino. La crisis global, cuya primera lectura en clave de ofrecer ventaja al gigante asiático pudiera resultar errada y llena de matices, ha añadido angustia a esta cuestión. Tras el agotamiento de la fórmula que les ha conducido exitosamente hasta el punto actual, la plasmación de un nuevo modelo de desarrollo basado en la potenciación del consumo interno, el impulso tecnológico, social, ambiental, etc., se ha revelado insuficiente para preservar aquel dinamismo, aunque con seguridad se requiere más tiempo para llegar a cuajar plenamente. En paralelo, se señala que la economía privada es la única que logra mantener un elevado ritmo de crecimiento (46% en 2011) frente a la colectiva (34% en 2011) o estatal (15% en 2011).
En tal contexto, no es extraño que Wen Jiabao afirmara en marzo de 2012 que la dinamización de la economía china pasa por el estímulo de la inversión privada y una progresiva liberalización de las industrias monopolizadas, en especial, el ferrocarril, finanzas, energía, telecomunicaciones, educación y sanidad, sectores donde el Estado juega un papel preponderante. La percepción clásica del PCCh asociada a su dimensión garantista y la utilización de sus beneficios en apoyo de la economía nacional -es significativo el enorme papel del sector público en el proceso de transformación del centro y oeste del país- derivaría en un controvertido diagnóstico de «asfixia» de forma que ahora sería poco menos que una rémora para seguir creciendo, trabando el objetivo máximo de fortalecer el proyecto nacional. Ya en mayo de 2010 se habían aprobado las «36 Nuevas Cláusulas» con idéntica función, escasamente aplicadas en la mayoría de las provincias, y los primeros balbuceos en este sentido se remontan a 2005. Las resistencias burocráticas son importantes y explican su contradictoria y escasa implementación a la hora de suprimir las barreras, en su mayoría administrativas.
Los problemas que plantea esta opción afectan a dos extremos. De una parte, el debilitamiento de la presencia estatal en los sectores estratégicos puede implicar también una reducción del poder del PCCh y de su impronta sobre la economía, por más que inicialmente establezca límites en forma de porcentajes que no alteren su signo global o diferencie propiedad y gestión. A la vista de los procesos privatizadores vividos anteriormente en China, dígase lo que ahora se diga, muy probablemente nos hallaríamos al inicio de un nuevo gradualismo que podría conducir a una apropiación progresiva e irreversible por parte de las elites burocráticas del mejor bocado pendiente de la economía china. De otra parte, dicho salto facilitaría igualmente el logro de una mayor profundidad estratégica a los capitales exteriores que podrían ganar entidad suficiente para influir de modo decisivo en órdenes clave de su economía, afectando por tanto a las capacidades internas de preservación de la soberanía.
¿Controlar o crecer? Ese parece ser, pues, el dilema al que se enfrentan los dirigentes chinos. Hasta ahora ambos aspectos han evolucionado unidos y se diría que uno era garantía del otro. La adopción de esta senda de mayor espacio de lo privado en ámbitos cualitativamente significativos, probablemente aplaudida por los sectores internos más relacionados con el mundo financiero, buena parte del Consejo de Estado y los lobbies económicos exteriores, difícilmente puede aspirar a cosechar aplausos entre los ciudadanos comunes, a menudo críticos con unos procesos que lejos de atajar la corrupción la pueden fomentar en grado sumo a la vista de la posición privilegiada que ocupan los diferentes clanes del poder. Es quizá por ello que últimamente se han multiplicado, en algunos medios, afirmaciones del tipo «la desmonopolización es la clave para lograr la prosperidad» o «los monopolios públicos son responsables de la profunda brecha de riqueza existente en China», sentencias apadrinadas por el FMI, pero también contando con la rúbrica entusiasta de valiosos adalides internos. No obstante, podrían no ser suficientes. Como tampoco, claro está, reivindicar las bondades de un PCCh presentado como un cuerpo honrado de gestores que erigen la pureza en santo y seña de una conducta que no tiene más guía que la satisfacción del «interés nacional». La realidad ofrece irritantes muestras que ponen en serio entredicho su compromiso con el «interés general».
Un proceso como el que se avizora, llevado a cabo bajo los contornos de la arquitectura política actual no solo devendrá en resistencias internas de la propia burocracia, hasta ahora usufructuaria indiscutible de los bienes públicos sin apenas control cívico, sino también podría agravar las contradicciones sociales hasta el punto de afectar seriamente a la estabilidad. La vulnerabilidad en materia de corrupción, el auge de las redes sociales y las dificultades para imponer la censura, una movilización ciudadana creciente y la ausencia de mecanismos de mediación social constituyen hipotecas de difícil gestión. Dicho contexto podría abrir posibilidades para un nuevo gradualismo en lo político con cambios de estilo y de métodos que mantendrían el curso contradictorio entre la apertura y la obsesión por el control, aproximando los contornos de una nueva legitimidad si bien descartando cualquier forma de pluralismo o posibilidad de alternancia.
La clave de la subsistencia del proyecto original chino centrado en la preservación de la soberanía radica en sortear con éxito no ya una rivalidad objetiva con el hegemón que seguirá complicándose en un terreno cómodo, a fin de cuentas, para EEUU por su clara ventaja tecnológica o militar que a China, llegado el caso, le llevará años superar, sino en la superación de las dificultades internas. Estas reclaman la formulación de otro discurso capaz de afrontar las carencias estructurales en el orden económico, social, tecnológico, ambiental o político sin por ello caer en los mimetismos o en la aceptación de un condominio global necesariamente transitorio y engañoso. Todo un reto que no podrá prescindir de la ideología.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China (www.politica-china.org)
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