Cuando Adolf Eichmann fue juzgado en Jerusalén en 1961, pocas personas podían imaginar que era el responsable de enviar a millones de personas judías a la muerte en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
En lugar de un carnicero monstruoso, Eichmann parecía un funcionario tranquilo que, como él mismo dijo, sólo había estado haciendo su trabajo. Alguien más entre el público comentó que era “un simple chupatintas”. Pero Eichmann era realmente un monstruo. Fue condenado a muerte por sus crímenes, entre ellos crímenes contra la humanidad, y ahorcado el 1 de junio de 1962.
Más tarde, las escenas casi surrealistas que tuvieron lugar en el tribunal israelí durante el juicio llevaron a la filósofa política, escritora y refugiada judía alemana Hannah Arendt a acuñar el término «la banalidad del mal». Lo mismo podría decirse hoy de los altos generales del ejército de Myanmar. Cuando el país se abrió al mundo en 2011, hordas de pacificadores de otros países, interlocutores de grupos de resolución de conflictos, inversores extranjeros e incluso funcionarios gubernamentales acudieron en masa al país desde todos los lugares para reunirse con los generales.
Sus anfitriones en Rangún y Naypyitaw no parecían monstruos, sino personas razonables con las que las representaciones europea, australiana, norteamericana y de otros lugares occidentales podían tratar. Los llamados «expertos» estaban convencidos de que podían conseguir que los generales se «comprometieran», y ayudarles en su «transición a la democracia» aportando una solución pacífica a las guerras étnicas que asolaban el país desde su independencia de Gran Bretaña en 1948.
Se invirtieron en Myanmar millones de dólares en «proyectos de paz» mal concebidos y los expertos en política exterior produjeron una avalancha de artículos con titulares como Comprensión de la transición democrática en Myanmar, Descifrando la transición en Myanmar y ¿Qué hay detrás de la transición en Myanmar? Algunos estudios estaban empañados por un galimatías cuasi académico, entre ellos un informe sobre los conflictos étnicos del estado Rakhine titulado Etnogénesis como cismogénesis. Sin duda, los amables oficiales militares no podían ser responsables de todas las atrocidades que las organizaciones de derechos humanos y los grupos de la sociedad civil llevaban décadas documentando.
Las personas que dijimos que no funcionaba así y que cuestionamos este enfoque, ya que los tiranos no se convierten, de la noche a la mañana, en mecenas razonables de la democracia liberal, fuimos tachadas de pesimistas e incluso de cínicas. Entonces llegó el golpe de estado de febrero del año pasado. Los tanques entraron en la capital de Myanmar, Naypyitaw, y en su ciudad más grande, Rangún, tomando las riendas del poder e instaurando una junta militar, conocida por el nombre de Consejo de Administración del Estado (o SAC, por sus siglas en inglés).
Muchas personas forasteras se asombraron de la violencia militar que el golpe desató sobre la población birmana y se sorprendieron de la fuerza de la resistencia, tanto pacífica como violenta, que continúa hoy en día en todo el país. La violencia que inicialmente se dirigió contra personas manifestantes pacíficas impresionó a quienes creían que el ejército era incapaz de cometer tales crímenes. Las primeras personas atacadas fueron jóvenes manifestantes, muchos de ellos adolescentes, personas que fueron abatidas por francotiradores en un intento de amedrentar al resto.
Cuando esto no surtió el efecto deseado, dispararon de forma indiscriminada. La resistencia armada estalló en numerosos lugares del país, y el SAC respondió bombardeando y arrasando pueblos enteros. Se arrestó y torturó a miles de activistas y, en julio, ahorcaron a 4 de ellos, en la primera ejecución política judicial desde mediados de la década de 1970. Hasta la fecha, se han dictado otras 139 condenas de muerte contra opositores al gobierno militar. Decenas de personas han sido también asesinadas extrajudicialmente en ciudades y aldeas de todo Myanmar.
La cúpula militar no ha tardado en revelar sus verdaderas intenciones. El expresidente U Thein Sein, general retirado del ejército, al que algunos medios de comunicación occidentales aclamaron en su día como «el Gorbachov de Myanmar» por conducir al país hacia un futuro mejor, mostró por primera vez sus verdaderos colores cuando, en enero de 2020, respaldó la política militar, afirmando que Myanmar se enfrentaba a amenazas crecientes contra «el territorio, la raza y la religión», y solicitando a la población que votara a representantes que «protegieran el país» en las próximas elecciones generales de noviembre de 2023.
Desde el golpe de estado del año pasado, Thein Sein ha hecho donaciones a familias de miembros asesinados o heridos del apoderado estatal, el Partido para el Desarrollo de la Unión y la Solidaridad (USDP, por sus siglas en inglés), bajo sospecha de haber colaborado como informadores de la junta militar. No hace falta decir que Thein Sein no ha donado ningún dinero a las numerosas familias cuyos seres queridos han sido abatidos a tiros por el ejército o la policía en las manifestaciones pacíficas contra el régimen.
El 27 de marzo de 2022, Día de las Fuerzas Armadas, una veintena de oficiales militares retirados fueron invitados a una gran ceremonia en Naypyitaw. El general golpista y líder del SAC Min Aung Hlaing presentó sus respetos a los invitados de honor, entre los que se encontraban no solo Thein Sein, sino también figuras como el ex almirante Soe Thane, apodado en su día «reformista» e invitado en 2012 al Foro de Oslo en Noruega. Al año siguiente, asistió al Foro Económico Mundial de Davos (Suiza). Pero poco después del golpe del año pasado, Soe Thane publicó un libro en lengua birmana en el que elogiaba la toma del poder por Min Aung Hlaing, comentando que «la independencia de nuestro Myanmar fue restaurada el 1 de febrero de 2021».
Para entonces debería haber sido visible qué tipo de poder realmente representaban los generales birmanos, pero eso no impidió, por ejemplo, que Marte Nilsen, científica del Instituto de Investigación para la Paz de Oslo que financia el gobierno noruego, reiterara el mito de un «proceso de reforma». En un artículo publicado el 13 de diciembre de 2021 en la revista noruega Bistandsaktuelt, seguía afirmando que Thein Sein había sido el jefe de un «gobierno de reforma».
Cabe señalar que tres ministros del gabinete nombrado tras el golpe del 2021 por el SAC también formaron parte de ese supuesto «gobierno de reforma» encabezado por Thein Sein: el excoronel Wunna Maung Lwin, entonces y ahora ministro de Asuntos Exteriores; el exgeneral de brigada Khin Yi, ministro de Población e Inmigración hasta agosto de 2022, y el exgeneral Maung Ohn, entonces viceministro del Interior y ahora ministro de Información.
En 2007, Khin Yi, jefe de policía en aquellos años, lideró la sangrienta represión de las protestas de la Revolución Azafrán contra el régimen militar. Aung Naing Oo, actual ministro de Inversiones y Relaciones Económicas Exteriores del SAC, no fue ministro de Thein Sein, pero fue su zar de inversiones extranjeras. Hoy en día, Khin Yi ha abandonado el SAC para convertirse en jefe del USDP, antes de las elecciones previstas por la junta para el año que viene.
Entonces, ¿qué ocurrió realmente durante la década de relativa apertura?, ¿qué ocurrió desde la toma de posesión de Thein Sein como presidente, en 2011 y el golpe de estado, en 2021? Si no fue una transición, ¿qué fue? Hay una respuesta evidente. La apertura sin precedentes que llegó a disfrutar la población cuando Thein Sein asumió el poder condujo a una transformación social. Toda una generación aprendió a utilizar internet, a comunicarse en las redes sociales y a celebrar talleres y seminarios sobre temas relacionados con la democracia y los derechos civiles. Eso, a su vez, dio origen a un movimiento joven de oposición al golpe, primero por medios pacíficos y luego, con la lucha armada. Como comentó un observador de Myanmar cuando se llevó a cabo el golpe: «los militares se han metido con la generación equivocada». Probablemente Thein Sein y los demás generales no esperaban semejante evolución cuando se implementaron los cambios, meses después de las elecciones de 2010.
Pero… ¿por qué los militares aceptaron la apertura de Myanmar? La gran dependencia de China fue uno de los factores con más peso. Continuos boicots y sanciones por parte de países occidentales habían llevado al país a depender de China para el apoyo diplomático y el comercio. Según documentos militares internos revisados por este autor, la situación había llegado a ser tan grave que los generales creían que el país corría peligro de perder su soberanía. Para proyectar una imagen más aceptable de cara a la comunidad internacional, era necesario realizar ciertos cambios, que los generales podían permitirse gracias a la Constitución de 2008, implementada tras un referéndum fraudulento, y que salvaguarda el poder militar supremo. Y los militares han dicho, una y otra vez, que su deber es defender la constitución y que no se tolerarán cambios importantes en ella.
Otro factor de relieve es que el antiguo hombre fuerte, el general Than Shwe, que había ostentado el poder supremo desde 1992, estaba a punto de retirarse y quería asegurar su legado. No como déspota, sino como alguien que había creado una nueva nación y que, como otros gobernantes en otros lugares, incluso había construido una nueva capital en Naypyitaw. Según información fidedigna, también le preocupaba que él y su familia pudieran correr, tarde o temprano, la misma suerte que sus predecesores, los generales Ne Win y Saw Maung, que acabaron sus vidas en la desgracia y en la vergüenza.
Por tanto, Than Shwe no eligió a uno, sino a tres sucesores: como presidente a Thein Sein, que fue primer ministro y primer secretario del Consejo Estatal de Paz y Desarrollo, lo que representaría al SAC actual; al general Min Aung Hlaing, oficial no especialmente fuerte ni carismático, pero que sería ascendido a general en jefe y se convertiría en el jefe militar, y al general Shwe Mann, quien ascendería a presidente de la cámara baja del parlamento y, más tarde, a presidente del USDP. Con el poder dividido entre estos tres hombres, Than Shwe estaría a salvo. O eso creía él.
El primer error de cálculo fue Shwe Mann, que muy pronto se dio cuenta de para donde soplaba el viento. Empezó a cooperar con Daw Aung San Suu Kyi, y esto provocó su caída. En agosto de 2015, Shwe Mann fue destituido como jefe del USDP y, en abril de 2016, despedido por completo del partido. Finalmente, en 2019, formó su propio partido político, el Partido de Mejoramiento de la Unión, agrupación que no consiguió ganar ni un solo escaño en las elecciones generales de noviembre de 2020.
Shwe Mann ha permanecido completamente silenciado desde el golpe, mientras que Thein Sein, al parecer, pasa la mayor parte del tiempo en una residencia privada en Naypyitaw donde, sin dejar de ser leal al SAC, dedica sus días a su afición favorita, la pintura. Queda Min Aung Hlaing del triunvirato original, quien se ha rodeado de otros oficiales destacados que están decididos a no dejar que se repita lo que ocurrió durante la década anterior. Los militares aceptaron a regañadientes respetar las elecciones de 2015 y dejar que la Liga Nacional para la Democracia formara gobierno, pero eso no se aceptaría una segunda vez, así que se organizó el golpe de estado y se inició una caza de brujas contra representantes electos, tanto nacionales como regionales.
Lo ocurrido desde el golpe no ha sorprendido a nadie que conozca a fondo la historia de Myanmar. No es, ni mucho menos, la primera vez que el ejército mata a tiros a personas manifestantes prodemocráticas. La primera masacre tuvo lugar cuando estudiantes de la Universidad de Rangún se manifestaban, cuatro meses después de la toma inicial del poder por los militares, en marzo de 1962. Oficialmente, murieron 15 personas y resultaron heridas 27 cuando los militares abrieron fuego contra los estudiantes. Pero tanto observadores neutrales como estudiantes, testigos presenciales, afirman que la universidad parecía un matadero donde no 15, sino cientos de líderes potenciales de la sociedad, yacían muertos.
A mediados de la década de 1970, el ejército disparó contra trabajadores en huelga en Rangún, matando a decenas de personas que protestaban contra la escasez de alimentos, la subida de precios y las malas condiciones laborales. Otra masacre tuvo lugar en 1974, cuando el cuerpo de U Thant, ex secretario general de las Naciones Unidas y opositor al régimen brutal y autocrático de Ne Win, fue trasladado en avión a Myanmar para ser enterrado. Estudiantes y monjes budistas se apoderaron del ataúd y se lo llevaron al campus universitario.
Los monjes y estudiantes querían un funeral digno para U Thant y que fuera enterrado en un lugar de honor, no donde Ne Win había previsto. Gritaron «¡Abajo el gobierno fascista!» y fueron tiroteados. Personas allí presentes dicen que cientos de personas murieron y que al menos 1.000 acabaron en prisión, donde muchas fueron gravemente torturadas.
En 1988, durante un levantamiento masivo en favor de la democracia en todo el país, se utilizaron ametralladoras contra el gentío al mismo tiempo que un nuevo régimen militar tomaba el poder. Se calcula que hubo unos 3.000 muertos durante las primeras manifestaciones de agosto, y unas 1.000 muertes más cuando los militares intervinieron de nuevo y aplastaron las protestas. Manifestaciones similares, encabezadas por estudiantes, fueron brutalmente reprimidas en la década de 1990 y de nuevo en 2007, cuando monjes budistas se manifestaron contra el régimen.
La comunidad internacional, ya mucho antes del golpe de estado, debería haber aprendido de los graves errores cometidos en la interpretación de la cultura político-militar de Myanmar. Nadie de fuera puede «involucrarse» o influirles; solo se escuchan a sí mismos y hay un único lenguaje posible cuando las cosas se tuercen: la violencia siempre. Bienhechores occidentales están de nuevo en marcha, con la esperanza de establecer algún tipo de relación con los generales para conseguir lo inalcanzable: convertirlos en filántropos decentes.
Min Aung Hlaing ha prometido elecciones para este año que empieza y algunos de los bienhechores parecen creer que, aunque no sea suficiente, podría ser una oportunidad de «diálogo» y, como tal, un primer paso hacia el fin de la crisis imperante. Pero el mundo occidental, una vez más, se dejará engatusar y tomar el pelo. Lo que Min Aung Hlaing ha prometido no serán unas elecciones generales, sino unas elecciones de los generales, que no repetirán los errores de 2015 y 2020, cuando realmente sí permitieron a la gente votar libremente. Como Eichmann, los generales pueden parecer inocentes y razonables. Pero no se equivoquen. Son lobos en piel de cordero.
Bertil Lintner es un periodista y autor galardonado, especializado en Birmania.
Fuente original en inglés: https://www.irrawaddy.com/opinion/guest-column/myanmars-generals-the-banality-of-evil.html