La lección por tanto está clara: el populismo fundamentalista está llenando el hueco creado por la ausencia de un sueño de Izquierda. La infame afirmación de Donald Rumsfeld sobre la Vieja y la Nueva Europa está convirtiéndose mediante una inesperada fórmula en realidad. Los contornos emergentes de la «nueva» Europa de la mayoría de los […]
La lección por tanto está clara: el populismo fundamentalista está llenando el hueco creado por la ausencia de un sueño de Izquierda. La infame afirmación de Donald Rumsfeld sobre la Vieja y la Nueva Europa está convirtiéndose mediante una inesperada fórmula en realidad. Los contornos emergentes de la «nueva» Europa de la mayoría de los países post-comunistas (Polonia, Países bálticos, Rumanía, Hungría), se encuentra definida por el fundamentalismo populista cristiano, el anti-comunismo tardío, la xenofobia, la homofobia, etcétera. ¿Y si casos como Polonia debieran forzarnos a estrechar la entrada, para redefinir Europa de tal modo que excluyera el fundamentalismo cristiano polaco? Quizá es el momento de aplicar a Polonia el mismo criterio que estamos tan ansiosos de aplicar a Turquía.
El 16 de septiembre, el Ministro francés de Asuntos Exteriores, Bernard Kouchner, advirtió al mundo respecto al programa nuclear iraní, indicando que «tenemos que prepararnos para lo peor, y lo peor es la guerra».
Como era de preveer, esta afirmación provocó un gran alboroto, enmarcado en lo que el líder del organismo para los refugiados de la ONU, Sir John Holmes, llamó la «contaminación iraquí». Después del escándalo de las Armas de Destrucción Masiva como excusa para invadir Iraq, evocar tal amenaza ha perdido para siempre su credibilidad. ¿Por qué tendríamos que creer ahora a Estados Unidos y a sus aliados, cuando ya nos han engañado tan brutalmente?
Sin embargo, hay otro aspecto de la advertencia de Kouchner que resulta mucho más preocupante. Cuando el presidente francés Nicolas Sarkozy nominó a Kouchner, este gran líder humanitario políticamente cercano a los socialistas, incluso algunos de los críticos a Sarkozy alabaron el movimiento como una agradable sorpresa. Ahora el sentido de este nombramiento está claro: El firme regreso de la ideología del «humanismo militarista», o incluso del «pacifismo militarista».
El problema con esta etiqueta no es que se trate de un oxímoron, un recordatorio de los slogans de Orwell en 1984, «La Guerra es la Paz». Realmente uno ha de luchar a menudo por la paz, con lo que la posición pacifista de que «más bombas y muerte nunca traen la paz» es falsa. Tampoco es el problema que como en Iraq, el nuevo objetivo no sea elegido puramente por consideraciones morales sino que se deba a intereses estatégicos geopolíticos y económicos. No. El verdadero problema del «humanismo militarista» no se encuentra en la parte «militarista», sino en la «humanista», en cuanto que se presenta una intervención militar como si fuera ayuda humanitaria. En el nombre de unos derechos humanos universales despolitizados, tales intervenciones sugieren que cualquiera que se oponga a ellos no sólo está situándose en el lugar que corresponde al enemigo en un conflicto armado, sino que además está tomando una decisión criminal que lo excluye de la comunidad internacional de naciones civilizadas.
Por esto es por lo que en el nuevo orden global, ya no tenemos guerras en el viejo sentido en que se trataba de conflictos regulados entre estados soberanos a los que se aplican ciertas reglas (tratamiento de prisioneros, prohibición de determinadas armas, etcétera). Lo que nos queda son «conflictos étnico-religiosos» que violan las reglas de los derechos humanos universales. No cuentan como guerras en sí, y por tanto requieren la intervención «humanista-pacifista» de las potencias occidentales; más áun en el caso de ataques directos sobre los Estados Unidos u otros representantes del nuevo orden global. Estos enemigos no son considerados soldados, sino «combatientes ilegales», que se resisten de forma criminal a las fuerzas del orden universal. En este conflicto, es imposible siquiera imaginar una organización humanitaria neutral como la Cruz Roja mediando entre los bandos que combaten, organizando el intercambio de prisioneros, etcétera. Lo que sucede es que uno de los bandos del conflicto (la fuerza global dominada por los EEUU) asume en sí el papel de la Cruz Roja, percibiéndose no sólo como uno de los bandos en liza, sino como el agente mediador para la paz y el orden global que aplasta rebeliones específicas y, al mismo tiempo, provee de ayuda humanitaria a la «población local».
La cuestión clave entonces, es: ¿Cómo se define este «nosotros» sobre quienes habla Kouchner? ¿Quiénes están dentro y quiénes fuera? ¿Es este «nosotros» realmente el «mundo», la comunidad apolítica de gente civilizada que actúa en nombre de los derechos humanos? Una respuesta inesperada (o más bien una complicación) llegó un mes después el 17 de Octubre; fue entonces cuando el parlamento turco desafió la presión de los Estados Unidos y votó por una gran mayoría iniciar operaciones militares sobre Iraq para perseguir a los kurdos rebeldes. El presidente sirio Bashar Assad, de visita en Turquía, dio el giro final a esta decisión, cuando afirmó que apoya el derecho de Turquía para luchar «contra el terrorismo y las actividades terroristas».
Es como si en este caso, un intruso (y ante todo un intruso sin las credenciales adecuadas respecto a los derechos humanos; no olvidemos el negacionismo turco sobre el genocidio perpetrado contra los armenios) hubiera penetrado en el círculo cerrado del «nosotros», de aquellos que mantienen el monopolio de facto sobre el humanismo militarista. Nuestra inquietud es la misma que la del anfitrión de una fiesta al llegar un extraño que no ha sido invitado y actúa como si fuera uno de los invitados legítimos. Lo que hace inquietante la situación no es la «otredad» de Turquía, sino su reivindicación de igualdad. Revela la serie de reglas no escritas, prohibiciones silenciosas, y necesaria exclusión, que constituye el «nosotros» de la humanidad ilustrada.
La impresionante ironía es que la posibilidad de una marcha turca sobre Iraq tiene ya un precedente en el himno oficial de la Unión Europea, el «Himno a la Alegría» del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Esta pieza es un auténtico «significante vacío» que puede utilizarse para cualquier cosa. En Francia, Romain Rolland la elevó como una oda humanista a la hermandad de todas las gentes («la Marsellesa de la humanidad»). En 1938, fue tocada en el clímax del Reichsmusiktage, y después, fue utilizada para el cumpleaños de Hitler. En China durante la Revolución Cultural, en una atmósfera de rechazo a los clásicos europeos, tan sólo fue redimida esta pieza, como una muestra ejemplar de la progresiva lucha de clases. En los años 70, cuando ambas alemanias del Este y del Oeste tuvieron que participar juntas como un sólo equipo, fue el himno que se tocaba cada vez que Alemania ganaba una medalla de oro. El régimen supremacista blanco de Rhodesia de Ian Smith, que se independizó a finales de los 60 para poder mantener el apartheid, también proclamó esta oda como su himno nacional. Incluso Abimael Guzman, el (ahora en prisión) líder del grupo terrorista maoísta del Perú, Sendero Luminoso, al ser preguntado por su música preferida, mencionó el cuarto movimiento de la Novena de Beethoven. Así que podríamos imaginar una representación ficticia en la que todos los enemigos acérrimos, desde Hitler a Stalin, desde Bush a Saddam, olvidan sus enemistades y participan en el mismo momento mágico de hermandad extática.
Hay, sin embargo, un desequilibrio peculiar en este fragmento musical. A la mitad del movimiento, después de escuchar la melodía principal (la de la Alegría) en tres variaciones orquestrales y tres vocales, sucede algo inesperado en este primer clímax, algo que ha molestado a los críticos desde su primera representación hace 180 años. En el compás 331, el tono cambia totalmente. En lugar de la solemne progresión con tono de himno, el mismo tema de la «Alegría» se repite pero en un estilo propio de la marcia Turca («Marcha Turca»). Tomando prestado de la música militar para viento y de los instrumentos de percusión que los ejércitos europeos del Siglo XVIII adoptaron de los jenízaros turcos, el estilo se transforma en el de un desfile popular carnivalesco, un espectáculo que es en sí una burla. Algunos críticos han comparado incluso los «gruñidos absurdos» de fagot y percusión que acompañan el comienzo de la marcha turca con pedos. Y después de este punto todo va mal; la sencilla dignidad solemne de la primera parte del movimiento nunca es recuperada.
Sin embargo, ¿y si las cosas no hubieran empezado a ir mal en el compás 331, con la entrada de la marcha turca? ¿Y si en lugar de esto, el problema fuese que había algo mal desde el principio? Deberíamos aceptar que hay algo insípidamente falso en el Himno a la Alegría, tal que el caos que entra después del compás 331 es una forma del «retorno de lo reprimido», un síntoma de lo que estaba mal desde el principio. Deberíamos pues alterar la perspectiva al completo y percibir la marcha como el regreso a la normalidad del día a día que ataja el despliegue de portentoso ridículo y nos devuelve a la tierra, como si dijera «¿querías celebrar la hermandad de los hombres? Pues aquí están, aquí está la verdadera humanidad.»
¿Y no sucede lo mismo hoy en día con Europa? Tras invitar a toda la humanidad al abrazo de la celebración del éxtasis, la segunda estrofa del poema de Schiller que se asigna como letra a la música del «Himno a la Alegría» termina de forma inquietante: «y quien no pueda hacerlo [regocijarse], que se aleje llorando de esta hermandad». El síntoma principal de la crisis actual en la Unión Europea es precisamente Turquía: según la mayor parte de las encuestas, la razón principal de los que votaron «no» en los últimos referéndums en Francia y Holanda fue su oposición a que Turquia fuera miembro. El «no» puede apoyarse sobre términos derechistas-populistas (no a la amenaza turca a nuestra cultura, no a la fuerza de trabajo inmigrante barata turca), o sobre términos progresistas-multiculturalistas (no debería permitirse la entrada de Turquía, porque en su tratamiento a los kurdos no muestra un respeto suficiente por los derechos humanos). Pero el punto de vista opuesto, el «sí», es tan falso como la cadenza final de Beethoven.
El caso de la Turquía actual es crucial para entender de forma apropiada la globalización capitalista: quien propone políticamente la globalización es el partido islamista «moderado» del Primer Ministro Erdogan. Son los ferozmente nacionalistas y seculares kemalistas, partidarios de la Nación-Estado totalmente soberana, quienes se resisten a la integración completa en el espacio global (y también recelan de la entrada de Turquía en la Unión Europea), mientras que los islamistas ven fácil combinar su identidad cultural-religiosa con la globalización económica. Insistir en la identidad cultural particular de uno no es un obstáculo para la globalización: El verdadero obstáculo es el nacionalismo trans-cultural.
Así que, ¿debería permitírsele a Turquía entrar en la Unión, o debería hacerse que «se aleje llorando de esta hermandad», del círculo de la UE? ¿Puede sobrevivir Europa a la Marcha Turca? Y como en el final de la Novena de Beethoven, ¿y si el verdadero problema no es Turquía sino la melodía base en sí misma, la canción de la unión de Europa tal y como se interpreta para nosotros desde la élite tecnocrática post-política de Bruselas? Lo que necesitamos es una melodía de base totalmente nueva, una nueva definición de Europa en sí misma. El problema de Turquía, la perplejidad de la Unión Europea sobre qué hacer con Turquía, no trata sobre Turquía en sí, sino sobre la confusión de qué es Europa en sí. El punto muerto al que llegó la Constitución Europea es una señal de que lo que ahora está buscando ese proyecto llamado Europa, es su identidad.
En sus Notas Hacia la Definición de la Cultura, el importante conservador T.S.Elliot destacó que hay momentos en los que la única elección es entre el sectarismo y la no-creencia; esto se da cuando la única forma de mantener viva una religión es llevar a cabo una división sectaria que se desgaje de su cuerpo principal. Esta es hoy nuestra única opción: Sólo a través de una «división sectaria» respecto al legado europeo estandarizado, sólo seccionándonos de este cadáver en proceso de descomposición, podemos mantener vivo y renovado el legado europeo. La tarea es difícil. Nos fuerza a correr un gran riesgo; el de dar un paso hacia lo desconocido. Pero su única alternativa es una lenta putrefacción, la transformación gradual de Europa en lo que Grecia fue para el Imperio Romano maduro, un destino para el turismo cultural nostálgico sin relevancia efectiva.
El conflicto sobre Europa habitualmente se retrata como existente entre los conservadores Cristianos Eurocéntricos que quieren mantener fuera a países como Turquía, y los progresistas multiculturalistas que quieren abrir mucho más las puertas de la Unión Europea, hacia Turquía y más allá. ¿Y si este es el conflicto erróneo? Hoy, Polonia se distingue por ser el primer país de Occidente en el que el contragolpe anti-modernista ha vencido, y ha emergido de modo efectivo como fuerza hegemónica. Las llamadas a la prohibición total del aborto, la «purificación» anti-comunista, la exclusión de las teorías de Darwin de la escuela primaria y escuela secundaria, incluso la estrafalaria propuesta de abolir el puesto de Presidente de la República y proclamar a Jesucristo el Rey eterno de Polonia; todo esto se está uniendo para formar una propuesta que todo lo abarca, para promulgar una clara ruptura de régimen y constituir una nueva República de Polonia basada sin ambigüedades en valores cristianos anti-modernistas.
Fuente original:
http://www.inthesetimes.com/article/3393/
traducción por yemeth para decondicionamiento.org