El reciente ataque suicida del Tehreek-e Taliban-Pakistani, o TTP, contra una mezquita en el interior de la base policial de la ciudad de Peshawar, además de dejar un centenar de muertos y cerca de 250 heridos (Ver: Pakistán, bajo fuego), ha sacudido la estructura de establishment de la nación centroasiática, el mismo que en abril derrocó al Primer Ministro, Imran Khan, ha quedado cara a cara con el Golem que al mejor estilo del rabino Loew han “inventado” y que hace tiempo escapó de su control.
Si bien desde su independencia del imperio británico y la inmediatamente posterior partición de India, en 1947, Pakistán cómo nación ha estado fragmentada por divisiones étnicas, sectarias, separatistas y religiosas. Aunque de apabullante mayoría islámica, tanto sunitas como chiitas y sus diferentes escuelas nunca han dejado de marcar sus diferencias.
En este marco dichas segmentaciones han sido utilizadas por intereses internos y externos para alentar el extremismo. Aunque fue justamente en la ciudad de Peshawar -una de las ciudades más antiguas de Asia- durante los años ochenta cuando el extremismo que hoy se vive comenzó a conformarse a instancias del entonces dictador de Pakistán, el general Ziaul Haq, quien decidió jugar fuerte a favor de Washington en el marco de la Guerra Fría, uniéndose a la guerra antisoviética en Afganistán y convirtiendo a su país en un factor clave para la derrota de la Unión Soviética, una entente construida por Estados Unidos, Reino Unido y Francia, que incluía a una veintena de naciones.
Para aquella guerra la ciudad de Peshawar, dada su proximidad a la frontera afgana, jugó un rol fundamental. Desde allí la CIA y el ejército pakistaní lanzaron miles de combatientes que entrenaron, armaron y financiaron. Peshawar está ubicada en un punto estratégico para el cruce desde Asia Central al subcontinente indio, en la entrada del paso de Khyber, la principal ruta entre las dos regiones.
Aquellos muyahidines no solo fueron afganos, sino que provinieron de muchas naciones islámicas, radicalizados en las miles de mezquitas y madrassas que el petróleo saudita fundó y proveyó de recursos e imanes en el mundo musulmán, e incluso en muchos países occidentales para expandir la atrabiliaria interpretación que el wahabismo hace del Corán.
Desde entonces, al influjo de la guerra afgana le seguirán la guerra en Bosnia (1992-1995), la guerra civil argelina (1991-2002) y la guerra de Chechenia (1992-2002), en las que el financiamiento saudita siempre ha estado presente. Aquella interpretación del wahabismo también ha sido adoptada por la enorme mayoría de las khatibas sunitas que se expandieron desde Nigeria a Filipinas y son responsables de la muerte, alrededor del mundo, de cientos de miles de personas, en su enorme mayoría musulmanes pobres.
Más allá de la retirada rusa de Afganistán en 1979, Peshawar continuó siendo central para la evolución del terrorismo islámico, dada las cantidades descontroladas de armas que circulaban desde y hacia Afganistán que tenían la ciudad como centro de distribución para continuar la guerra civil entre los recién creados talibanes contra la Alianza del Norte organización pronorteamericana dirigida por Ahmad Shāh Mas’ūd, asesinado dos días antes de los ataques a Nueva York, junto a los ejércitos delos diferentes “señores de la guerra”, enriquecidos por el flujo del dinero saudita durante la guerra de 1979-1991.
En Peshawar también fue donde Osama bin Laden fundó al-Qaeda en 1988 tras unirse con el veterano egipcio Ayman al-Zawahiri, quien lo continuó en el mando de la organización tras la muerte del saudita en 2011 y del que todavía no se ha aclarado si realmente resultó muerto en julio del año pasado en un “piso seguro” de Kabul por un dron norteamericano del que se sospecha que habría despegado desde Pakistán.
Durante los últimos 40 años Pakistán continuó siendo un factor central en todo lo que respecta a la situación interna de Afganistán, no solo por su rol clave en la guerra antisoviética, la guerra civil entre los talibanes y la Alianza del Norte y los caudillos regionales, sino y fundamentalmente durante los 20 años que Estados Unidos y sus socios atlantistas permanecieron en Afganistán intentando instalar una “democracia títere” y derrotar a la insurgencia de los talibanes hasta su oprobiosa retirada de agosto del 2021. Durante las dos décadas de invasión occidental Islamabad estuvo constantemente de ambos lados del mostrador, jugando a favor de los integristas, a quienes jamás impidieron el paso por las áreas de las FATA, y permitiendo a los Estados Unidos, en infinidad de oportunidades, atacar sus propios territorios sin inmutarse por la muerte de miles de civiles pakistaníes englobados en los siniestros “daños colaterales”.
Quizás fueron esos “daños colaterales”, que se reiteraban de forma constante con ataques erróneos a bodas, procesiones, mercados o entierros y en cualquier reunión que convocar a aldeanos y campesinos, los que hicieron aparecer organizaciones fundamentalistas de origen pasthús -la misma etnia de la mayoría de los talibanes afganos- en las Áreas Tribales Administradas Federalmente (FATA) de Waziristán del Norte y en los entornos de la ciudad de Peshawar.
El huevo de la serpiente
La situación interna de Pakistán y la búsqueda de vengar aquellos “daños colaterales” fueron el campo propicio para la aparición de grupos terroristas de inspiración wahabita, fundamentalmente en el entorno de Peshawar, a lo largo de los 2.700 kilómetros de frontera con Afganistán, la mítica Línea Durand, aunque también en el independentista estado de Baluchistán y en la disputada Cachemira, que surgieron grupos como el Tehreek-e Taliban-Pakistani, el Lashkar-e-Taiba (LeT), el Harakat-ul-Mujahideen (HuM), Hizb-il-Mujahideen (HM), el Grupo Mullah Nazir o el Jaish-e-Mohammed (JeM), entre otros. Muchos aliándose a al-Qaeda en el subcontinente indio (AQIS) al Daesh Khorassan o a los mismos talibanes afganos.
Algunas de estas organizaciones fueron alentadas por la poderosa Dirección de inteligencia Inter-Services (ISI), con las que presionaba a los sucesivos gobiernos de Islamabad según las necesidades tanto de la misma dirección del ISI, el ejército o algún sector político afín, organizando operaciones en el interior del país o dentro de Afganistán, o India, como los atentados en la ciudad de Mumbai en 2008.
Aunque de toda esta panoplia de khatibas fundamentalistas fue el TTP, cuya aparición se registró en 2007 -y en 2008 fue declarado ilegal- la más activa y sanguinaria. En la actualidad cuenta con unos 30.000 miembros divididos en trece subgrupos.
La ciudad de Peshawar, en diciembre del 2014, fue el lugar elegido para uno de los ataques más sangrientos del TTP. El objetivo fue la escuela pública administrada por el ejército, en el que murieron casi 150 personas, la mitad alumnos.
La crisis interna por el nombramiento como emir del Maulana Fazlullah como nuevo comandante, elección que dividió a la Shura del TTP (Consejo) en 2013, provocó importantes divisiones y deserciones en los siguientes tres años junto a una ofensiva del ejército que mató a más de 3.000 muyahidines. Se consiguió durante varios años limitar sus acciones al punto de que se estableció una tregua.
Así Peshawar, con alrededor de dos millones de habitantes, quedó bajo un fuerte control con puestos militares, policiales y de efectivos paramilitares en las principales rutas, en los accesos a la ciudad e incluso en el interior de ella.
Aunque a partir de la llegada al poder de sus hermanos afganos en agosto del 2021, el TTP incrementó sus acciones, por lo que Islamabad responsabilizó a los mullahs de muchas de las acciones de TTP, a quienes se les permitía utilizar bases en territorio afgano próximas a la frontera generando un incremento del cincuenta y cinco por ciento en las acciones terroristas a pesar de que Kabul insiste en que no presta ninguna colaboración a sus antiguos aliados del TTP, quienes hicieron su bayat o juramento de lealtad a sus hermanos afganos, más que por fidelidad con un fin publicitario para llamar a sus filas a nuevos reclutas, particularmente a adolescentes, para convertirlos en shahid (mártires) o atacantes suicidas.
Tras la toma de Kabul el emir del TTP, Noor Wali Mehsud, renovó los votos de lealtad de su organización a los talibanes por su “victoria histórica y bendecida”.
Antes del atentado suicida del lunes se había registrado un incremento de los ataques en Peshawar, particularmente contra objetivos policiales. A dichas operaciones hay que sumarles las del Dáesh Khorassan, entre las que figura el atentado contra la principal mezquita chiita que mató a más de 60 personas en marzo de 2022. Lo que sin duda se repetirá y quizás con mayor violencia mucho antes de que se terminen de escribir estas líneas.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.
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