Terremoto en Indonesia, en la isla de Java, con epicentro muy próximo a la ciudad de Yogyakarta. Las autoridades hablan de más de 3.000 muertos y de 50.000 heridos, pero reconocen que no tienen ni idea de cuántas personas pueden haber quedado sepultadas bajo de las ruinas de las casas hundidas. Ya sé que no […]
Terremoto en Indonesia, en la isla de Java, con epicentro muy próximo a la ciudad de Yogyakarta. Las autoridades hablan de más de 3.000 muertos y de 50.000 heridos, pero reconocen que no tienen ni idea de cuántas personas pueden haber quedado sepultadas bajo de las ruinas de las casas hundidas.
Ya sé que no tiene demasiado sentido ético, pero es verdad que tendemos a sentirnos más afectados por las desgracias que suceden en los sitios que conocemos. En mi caso y en relación a Indonesia, lo de «conocer» es una manera de hablar. Hice un corto viaje hace cinco años a la isla de Java y paré algunos días en Yogyakarta (pronúnciese «Yuevyakarta»).
Aunque breve, como digo, aquel viaje me dejó bastante huella, por varios motivos. Para empezar, porque no fue un viaje turístico, sino periodístico, lo que me permitió asomarme algo a los mecanismos del poder local, esencialmente corrupto. En segundo lugar, porque pude arreglármelas en un par de ocasiones para perderme de mis compañeros de expedición -más dados a mirar la realidad local por encima del hombro que de frente- y recorrer las calles a mi aire. La impresión que saqué, tanto de los recorridos guiados como de los que hice por mi cuenta, no fue una impresión, sino una certeza: la miseria en la que vive muy buena parte de la población de Yogyakarta, y de las grandes ciudades de Indonesia, en general, es antológica.
Apuntaré sólo un par de trazos descriptivos.
Uno: los conductores de los automóviles aparcados, antes de ponerlos en marcha, miran debajo, porque muchos sin techo los utilizan como refugio para dormir. Muchos.
Otra pincelada (ésta digna de Gutiérrez Solana): hay hombres que se acercan a los paseantes a los que ven aspecto de occidentales y les ofrecen a adolescentes, casi niñas, por un puñado de dólares. A mí me pidieron 20 dólares por una. Cuando pregunté al guía si me la ofrecían como prostituta, me aclaró que era más y más definitivo que eso: que el ofertante era su padre, y que me la vendía para lo que yo quisiera. «Con 20 dólares -me dijo- su familia come durante 15 días. Y él se libra de una boca que alimentar».
En conjunto, el viaje me resultó deprimente.
Me imagino ahora aquellas calles abigarradas, repletas de transeúntes y de todo género de vehículos de dos o tres ruedas cargados hasta los topes -hasta cuatro personas en una sola bicicleta-, sacudidas por un fuerte seísmo.
No. Miento. Soy incapaz de imaginármelo.
Oí ayer al embajador español en Yakarta decir que la población española no se ha visto afectada por el terremoto. Puso como ejemplo de la tranquilidad reinante en los ambientes occidentales que muchos clientes del Hotel Meliá Purosani, de Yogyakarta, ni siquiera notaron el terremoto. Conozco el Meliá Purosani. Es un hotel de cinco estrellas como los que no se ven en España: lujo asiático, literalmente hablando.
No me extrañó que sus huéspedes no se enteraran de nada. Casi nadie alojado allí se entera de nada de lo que sucede a su alrededor.