Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina/Caribe no han logrado consolidarse en los términos ideales de la colaboración pacífica y la búsqueda de un desarrollo equilibrado y común. Al contrario, han abundado las injerencias y las intervenciones directas.
En la época de las independencias latinoamericanas a inicios del siglo XIX la proyección de los intereses estadounidenses a través del uso de la Doctrina Monroe “América para los americanos” (1823) fue advertida por el Libertador Simón Bolívar, quien en carta escrita en Guayaquil y dirigida al coronel Patrick Campbell (05/08/1829) dice: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”. El uso del “americanismo” se volvió práctica hegemónica con Theodore Roosevelt (1901-1909), quien justificó las intervenciones militares en Centroamérica, la secesión de Panamá y la política del “Gran Garrote” (Big Stick) sobre la región.
Con el demócrata Franklin D. Roosevelt (1933-1945) la violencia diplomática fue superada con su política del “Buen Vecino” y la necesidad de mantener aliados para enfrentar la II Guerra Mundial. Pero la postguerra trajo la Guerra Fría y con ella una larga etapa de injerencismo e intervencionismo, iniciada por Harry S. Truman (1945–1953) con la idea de contener al “comunismo”, el apoyo a regímenes anticomunistas y el inicio de vínculos militares directos a través del TIAR (1947). La misma política fue continuada por Dwight D. Eisenhower (1953–1961), que llevó a la intervención en Guatemala para derrocar al presidente Jacobo Árbenz (1951-1954) y el inicio de operaciones encubiertas en América Latina, que se desbordaron con John F. Kennedy (1961–1963) y las acciones de la CIA a fin de alinear a la región en el cerco a Cuba, contra la cual se ejecutó un intento de invasión en Bahía de Cochinos (1961) y se desplegó la crisis de los misiles (1962). Paradójicamente Kennedy fue el primer presidente en plantear la “Alianza para el Progreso”, un programa destinado a apoyar el “desarrollo”, que también sirvió para sustentar el desarrollismo latinoamericano de los sesenta. Lyndon B. Johnson (1963–1969) ahondó nuevamente el intervencionismo que se expresó en República Dominicana (1965). Y fue aún más grave la situación con Richard Nixon (1969–1974), el auspiciador de las dictaduras militares anticomunistas de los setenta, entre las que destaca el Cono Sur con los criminales regímenes de Augusto Pinochet (1973-1990) en Chile y Rafael Videla (1976-1981) en Argentina.
Ronald Reagan (1981–1989), si bien continuó el anticomunismo heredado endureciendo la segunda Guerra Fría en la región (por ej. apoyo a los “contras” en Nicaragua y a los militares en El Salvador y Guatemala) inauguró otra época con la imposición de la ideología neoliberal, convertida en la nueva biblia económica para un mundo basado en el libre mercado y la libre empresa, que sentó las bases de la globalización transnacional de los noventa. La continuidad siguió con George H. W. Bush (1989–1993) y la invasión a Panamá (1989) para derrocar y capturar a Manuel Noriega, así como el reimpulso a la “integración continental” que promovió, en forma definitiva, Bill Clinton (1993–2001), guiado bajo un nuevo monroísmo basado en el ALCA (1994), los tratados de libre comercio y el establecimiento de la “Cumbre de las Américas” (1994). George W. Bush (2001–2009) puso en marcha el “Plan Colombia”, una estrategia de cooperación militar antidrogas y trazó la alineación regional a la “lucha contra el terrorismo” a raíz de los atentados del 11-S (2001).
Con Barack Obama (2009–2017) pareció revivir otra época del “Buen Vecino” incluso por el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba (2015) y el replanteamiento de la cooperación en seguridad y drogas con México y Centroamérica, en un período inédito de gobiernos progresistas en América Latina, que asumieron políticas propias, basadas en principios de soberanía nacional, antimperialismo y latinoamericanismo, plasmados en la fundación de la CELAC (2010), sin los EE.UU. Ese proceso fue cortado por el primer gobierno de Donald Trump (2017–2021), que revivió el ciclo de una nueva diplomacia del “Big Stick”, particularmente orientada contra Cuba y Venezuela, además de una política de seguridad fronteriza frente a la inmigración. El “débil” gobierno de Joe Biden (2021-2025) no pudo afrontar el ascenso de China, Rusia y los BRICS, que modelaron un mundo multipolar y muy favorable a los países del Sur Global. De modo que esa debilidad potenció el aplastante éxito electoral de Donald Trump (2025), quien retomó el “Big Stick” y lanzó un nuevo monroísmo americanista con la consigna “America First”.
En consecuencia, la segunda “era Trump” ha recrudecido las geoestrategias de los EE.UU. para reposicionar al Occidente capitalista en un mundo que inevitablemente ha desembocado en un nuevo orden internacional que arrincona al tradicional hegemonismo norteamericano. EE.UU. tiene, como prioridad, derruir el ascenso de China, frenar a Rusia e impedir el progreso de los BRICS. Para ello interesa que Europa sea un continente de retención de ese avance; pero América Latina es la región para la preservación directa del “americanismo”.
En ese contexto, ha resultado un desafío la reciente 25ª. Cumbre en Tianjin-China de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), fundada en 2001 por 6 países y que ahora reunió a 26 naciones de Asia, Europa y África (https://t.ly/68ANB). Además, se realizó en Pekín un impresionante desfile militar por el 80º. aniversario de la victoria en la Guerra de Resistencia contra la Agresión Japonesa y la Guerra Mundial Antifascista. Trump ha señalado que los participantes en la OCS “conspiran contra Estados Unidos de América” (https://t.ly/Kc1vR). Al mismo tiempo llama a Europa a dejar de “financiar” a Rusia en la guerra de Ucrania al comprarle petróleo (tendrían que comprarlo a EE.UU.) y a que presione a China (https://t.ly/Cf1tr). La diplomacia Trump en América busca acabar con el narcotráfico tanto como frenar la inmigración e imponer su política arancelaria. Pero apunta fundamentalmente a frenar a Brasil, miembro de los BRICS, a cualquier “progresismo”, donde resultan molestos tanto la presidenta Claudia Sheinbaum en México como Gustavo Petro en Colombia, mientras los “malignos” a liquidar están en Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Bajo esta geopolítica Trump desplaza naves militares al Caribe sur que amenazan a la región. Cuenta con dos aliados ideales: Argentina y Ecuador. En Ecuador hay acuerdos militares suscritos desde 2023, que incluyen la posibilidad de la presencia de tropas norteamericanas (https://t.ly/jzuuZ). Y este “pequeño” país resultó estratégico: los intereses chinos están en el canal de Panamá y en el puerto de Chancay en Perú; tiene fronteras con presencia del narcotráfico tanto al norte como al sur; es vecino de Colombia y cercano a la “maligna” Venezuela; y, desde luego, está próximo al Brasil. La semana pasada México recibió al Secretario de Estado de los EE.UU. Marco Rubio y fue exclusivamente la presidenta Sheinbaum quien expuso los resultados de esa reunión, en la que enfatizó la soberanía nacional (https://t.ly/vfdgc). En Ecuador el escenario fue distinto: quien habló fue Rubio, acompañado por la Canciller (https://t.ly/Sqd5Z). Ojalá este país no se convierta en espacio geoestratégico-militar “aliado” y “socio” de los objetivos neoamericanistas de la actualidad.
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