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Por qué China es capitalista

Fuentes: Spectre

La vía emprendida por el gigante asiático hacia la economía de mercado ha producido confusión en la izquierda. Para la práctica anticapitalista es importante aclarar las cosas, más si tenemos en cuenta el creciente poder global del país.

La China del siglo XXI es capitalista. Esto supone una transformación espectacular para un país que, a finales de la década de 1950, había eliminado prácticamente la propiedad privada de los medios de producción y que, en la década siguiente, se había embarcado en uno de los experimentos políticos más radicales del siglo XX. A pesar de la profunda reorganización de las relaciones de producción que ha tenido lugar en los últimos cuarenta años, el Partido Comunista Chino (PCCh) retiene el monopolio del poder y todavía es abiertamente socialista, aunque ahora lo es “con características chinas”.

La vía comunista china hacia el capitalismo ha dado lugar a una gran confusión en la izquierda (en China y en todo el mundo) sobre cómo caracterizar el actual estado de cosas. Para la práctica anticapitalista, es críticamente importante aclarar esta cuestión, más aún si tenemos en cuenta el creciente poder global de China. En último término, la cuestión es si debemos creer que el Estado chino y su oposición al orden encabezado por Estados Unidos encarnan una política liberadora. Si, por el contrario, entendemos que China no busca trascender el capitalismo, sino que está enfrascada en una competición con Estados Unidos para controlar el sistema, entonces llegaremos a una conclusión política muy diferente: debemos trazar nuestro propio rumbo de liberación radical, independientemente y en oposición a todos los poderes estatales existentes.

El capitalismo es un concepto notoriamente complejo, así que, en este artículo, solo puedo tratar algunas de sus cuestiones centrales. Fundamentalmente, el capitalismo es un sistema en el que las necesidades humanas son accesorias a la producción de valor. Esta relación se institucionaliza mediante la universalización de la dependencia del mercado, a la vez que la forma mercancía se convierte en mediadora de las relaciones humanas. Esta lógica del capital se manifiesta no solo en la explotación económica del trabajo y en la consecuente división de las relaciones sociales en clases, sino también en los modos de dominación política en el lugar de trabajo, en el Estado y más allá. A pesar de las diferencias considerables que lo separan del modelo liberal angloamericano, veremos que China se ha vuelto capitalista en todos los aspectos.

Los indicadores del capitalismo chino son abundantes. Las grandes metrópolis del país lucen Ferraris y tiendas Gucci, los logotipos de empresas extranjeras y locales adornan los panoramas urbanos y los rascacielos residenciales de lujo brotan en todas las ciudades importantes. Rápidamente, China ha pasado de ser uno de los países económicamente más igualitarios del mundo a uno de los más desiguales, lo cual sugiere que se han producido cambios estructurales de gran importancia. Además, la entrada de China como miembro de la OMC, la continua insistencia del gobierno en que el país es realmente una economía de mercado o las intervenciones de Xi Jinping en defensa de la globalización en Davos y abogando por que el mercado juegue “un papel decisivo” en la asignación de recursos, pueden considerarse señales de que el Estado está abrazando el capitalismo. De manera similar, se pueden encontrar expresiones culturales generalizadas que parecen indicar una orientación capitalista subyacente, incluyendo la valoración del trabajo duro, el consumismo desbocado y la veneración del singular genio de héroes empresariales como Steve Jobs o Jack Ma.

No obstante, sería un error confundir tales efectos del capitalismo con el capitalismo en sí. Para asumir de manera más amplia cómo el capitalismo se ha convertido en el principio orientador del Estado y la economía de China, tenemos que indagar con más profundidad.

La economía, el trabajo y la reproducción social

A la hora de proponer una crítica radical del capital, podemos, tal como Marx habría propuesto, comenzar por la mercancía. Una mercancía es algo que resulta útil para alguien y que contiene un valor de cambio. En un sistema de producción capitalista, el valor de cambio es preponderante, es decir, es el beneficio, más que la utilidad, lo que determina la producción de cosas. Marx comienza El Capital con un análisis de la forma mercancía, pues consideraba que dicho aspecto nos permitiría desentrañar el sistema capitalista en su totalidad.

Si nos fijamos en la China contemporánea, no hay duda de que la producción de mercancías se ha universalizado. Muestra de ello son las enormes cadenas de suministro que se concentran en el país, donde la explotación de los/las trabajadores/as chinos/as en fábricas que producen desde móviles y coches hasta equipamiento médico, ropa y muebles, ha enriquecido a empresas locales y extranjeras, dando lugar, al mismo tiempo, a un boom sin precedentes de las exportaciones. Los gigantes tecnológicos chinos como Tencent, Alibaba, Baidu y ByteDance presentan diferencias importantes respecto a las empresas de Silicon Valley, pero comparten su esfuerzo por producir tecnología orientada primordialmente a la mercantilización de la información. De manera similar, las burbujas inmobiliarias recurrentes y los enormes beneficios de las promotoras inmobiliarias apuntan a que la vivienda se produce en respuesta a las oportunidades del mercado. En una amplia gama de sectores, está claro que la producción se orienta primordialmente hacia la generación de beneficios y no como respuesta a las necesidades humanas.

El análisis de la producción de mercancías es esclarecedor, pero, políticamente, es más potente acercarnos a la cuestión desde otro ángulo en lugar de preguntar qué exige el capital para asegurar su continua expansión, deberíamos preguntarnos cómo sobreviven los seres humanos. Así pues, ¿cómo puede el proletariado chino –colectivo cuya única propiedad productiva es su propia fuerza de trabajo– asegurar su propia reproducción social? La respuesta, al igual que en cualquier otra sociedad capitalista, es que el proletariado tiene que encontrar una manera de vincularse al capital si quieren vivir. Por norma general, las necesidades básicas como la comida, vivienda, educación, sanidad, transporte y tiempo para el ocio y la socialización no están garantizadas. Al contrario, en China la gran mayoría de las personas solo pueden asegurar tales elementos si logran hacerse útiles para el capital.

Por supuesto, la sociedad china es muy heterogénea y está segmentada por las divisiones socioeconómicas y por la consiguiente diversidad en estrategias de subsistencia. Desde el punto de vista demográfico y político, la categoría más relevante para elucidar la discusión que nos ocupa es la persona trabajadora migrante. Compuesta por casi 300 millones de personas que viven fuera del lugar donde tienen registrada su residencia (hukou) oficial, constituyen una fuerza de trabajo descomunal y la columna vertebral de la transformación industrial de China. Cuando una persona trabajadora migrante abandona el lugar donde tiene registrado su hukou, está renunciando a cualquier derecho a los servicios subsidiados por el Estado, lo que la convierte, a efectos prácticos, en un ciudadano de segunda en su propio país. Quizá resulta obvio que la única razón por la que cientos de millones de personas eligen esta opción es porque no pueden sobrevivir en las empobrecidas regiones rurales de las que proceden y se ven empujados por las fuerzas del mercado a buscar trabajo en los centros urbanos.

Las relaciones laborales capitalistas ya eran políticamente conflictivas cuando aparecieron por primera vez en China a finales de la década de 1970, ya que muchos en el PCCh seguían defendiendo el sistema maoísta del “cuenco de hierro” que suponía tener un trabajo de por vida. Sin embargo, en la década de 1990, dicho debate había quedado enterrado, tal y como quedó claro en la Ley del Trabajo de 1994, que establecía un marco legal para el trabajo asalariado. En lugar de abrir el paso a un mercado laboral altamente regulado como en el modelo socialdemócrata (tal y como deseaban muchos reformistas), el trabajo se ha convertido en una mercancía, aunque manteniendo un alto grado de irregularidad. Incluso tras la implementación de la Ley de Contratos Laborales de 2008, dirigida específicamente a incrementar la prevalencia de contratos de trabajo legales, el número de personas trabajadoras migrantes con contrato se redujo durante los primeros años de la década de 2010 y, a fecha de 2016, solo un 35,1 por ciento contaba con cobertura.

Los trabajadores sin contrato no disfrutan de protección legal, lo cual hace extremadamente difícil atajar las violaciones de derechos laborales. Además, la seguridad social –que incluye el seguro sanitario, las pensiones, el seguro de accidentes laborales y de desempleo, y el “seguro de nacimiento”– depende del empleador. El hecho de estar relegado a la irregularidad laboral genera otras formas de exclusión y dependencia del mercado para aquellas personas que viven fuera de su hukou. Si, por ejemplo, una persona no local quiere matricular a su hija en una escuela pública de una zona urbana, el primer requisito es presentar un contrato de trabajo local –un requisito que, por sí solo, excluye de la educación pública a una amplia mayoría de las personas migrantes. Aunque los mecanismos para distribuir los bienes supuestamente públicos como la educación varían mucho dependiendo de la ciudad, la lógica general es favorecer a aquellos que el Estado considera útiles para impulsar la mejora de la economía local. Muchas grandes ciudades cuentan con planes basados en “puntos” en los cuales las personas solicitantes deben acumular puntos según una serie de medidores orientados al mercado laboral (por ejemplo, el mayor nivel educativo, certificados de competencia o premios al “trabajador modelo”) para poder acceder a los servicios públicos. El resto de las personas quedan a merced del mercado.

La situación para el proletariado urbano que trabaja en el mismo lugar donde tiene registrado su hukou es algo diferente y definitivamente mejor desde el punto de vista material. En estos casos, pueden tener acceso a la educación pública y, posiblemente, a subsidios para la vivienda, y tienen más posibilidades de contar con un contrato de trabajo legalmente vinculante. La seguridad social en China no es muy generosa y el gasto social en proporción al PIB se encuentra muy por debajo de la media de la OCDE, pero, aun así, los residentes urbanos tienen mejores oportunidades para acceder a ella. El sistema está plagado de profundas desigualdades entre clases y regiones, así como por problemas fiscales. Como resultado, no hay duda de que incluso esos grupos relativamente privilegiados deben hacerse útiles para el capital si quieren garantizarse una sanidad adecuada, una vivienda digna o seguridad para la jubilación. El programa dibao, que garantiza unos recursos de subsistencia mínimos, no es suficiente –ni pretende serlo– para mantener la reproducción a un nivel socialmente aceptable.

El poder político

Ocurre que la economía china no solamente es capitalista, sino que además el Estado opera favoreciendo el interés general del capital. Igual que cualquier otro país capitalista, el Estado chino goza de una relativa autonomía. Y sí, uno puede objetar qué Estados tienen más autonomía, pero es bastante obvio que el Estado se ha aferrado al valor capitalista, lo cual ha efectuado un profundo cambio en el modo de gobernar el país.

Esta lógica centrada en el capital es manifiesta en la política sobre los empleados y explica la explosión de protestas obreras en las últimas tres décadas, durante las que la República Popular se ha convertido en la líder global en huelgas laborales no autorizadas. ¿Cómo responde el Estado cuando los trabajadores emplean la venerable costumbre de dejar al capital desprovisto de mano de obra? Pues, aunque cabe notar que cada huelga posee sus propias características, la policía tiene por costumbre interceder, casi siempre, en favor del empresario, un servicio que ofrece indistintamente a empresas privadas locales, extranjeras o controladas por el Estado. Hay incontables ejemplos en los que el Estado ha utilizado a la policía o matones a sueldo para frenar huelgas mediante la fuerza. Un ejemplo destacado fue la violenta intervención policial contra la huelga en la fábrica de calzado Yue Yuen, de propiedad taiwanesa, en la que participaban 40.000 trabajadores. Es difícil no observar la ironía histórica de una intervención de los antidisturbios en favor de capitalistas taiwaneses, algo que no pasó desapercibido para los trabajadores. Si la pregunta que emanaba de la huelga era “¿de qué lado estás?”, la respuesta del Estado chino fue meridianamente clara.

La violencia de Estado también ha sido utilizada mediante el control policial de trabajadores de la economía informal en el espacio urbano. La odiada “chengguan” –un cuerpo parapolicial formado en 1997 con el objetivo de hacer cumplir regulaciones de carácter no penal– ha utilizado en numerosas ocasiones métodos extremadamente coercitivos para desalojar a vendedores ambulantes y otros trabajadores informales. La sistemática brutalidad policial ha generado desprecio y animosidad entre los trabajadores de la economía informal, hasta el punto de que las revueltas contra la “chengguan” se han convertido en algo común. El ejemplo más violento y llamativo fue, probablemente, el protagonizado por trabajadores migrantes en Zengcheng, en la provincia de Guangdong. En 2011, tomaron las calles en masa como reacción a un rumor que contaba cómo una mujer embarazada había sufrido un aborto después de haber sido asaltada en una operación de la “chengguan”. Tras días de protestas generalizadas, la insurrección fue sofocada de forma violenta por el Ejército Popular de Liberación .

Si entendemos el capital no solamente como una relación económica basada en la explotación, sino como una relación política en la que el trabajo permanece subordinado, afloran otras maneras importantes en las que la acción del Estado parece consistente con la lógica del capital. Coincidiendo con el inicio de la transición de la RPC hacia el capitalismo, Deng Xiaoping decidió, en 1982, eliminar el derecho a huelga de la constitución, una restricción a los derechos laborales a la que cabe sumar las continuas prohibiciones a la autoorganización. El único sindicato legal es la Federación Nacional de Sindicatos de China, una organización explícitamente subordinada al PCCh, así como implícitamente subordinada, dentro del lugar de trabajo, al capital. Es una práctica estándar que los responsables de RRHH de la empresa sean también nombrados responsables del sindicato a nivel de la empresa sin la más mínima participación democrática de los trabajadores en la elección. No hace falta decir que los trabajadores ven que estas organizaciones no representan sus intereses de ninguna manera significativa, y cualquier esfuerzo dirigido a la organización autónoma es recibido con dura represión.

La subyugación política del proletariado se extiende también a las estructuras del Estado. Igual que el resto de ciudadanos, los trabajadores no tienen capacidad de organizarse en el seno de la sociedad civil, de formar partidos políticos, ni de ejercer ningún tipo de delegación política. La representación política de los trabajadores, por tanto, queda a la merced de la bondad del PCCh. Desde la introducción del concepto de la “Triple Representatividad” durante el mandato de Jiang Zemin, el Partido ya ni siquiera se reivindica como el representante de los intereses de los obreros y de los campesinos contra los enemigos de clase. Desde entonces, el objetivo es representar los “intereses fundamentales de la abrumadora mayoría del Pueblo Chino”. Combinada con la prohibición de facto del reconocimiento del antagonismo de clase, la profunda contrarrevolución experimentada por la base social del mandato de partido único resulta evidente.

Incluso una evaluación somera de la constitución social del gobierno central revela que el capital no solamente tiene un acceso fácil al poder del Estado, sino que ambos –capital y poder estatal– son fundamentalmente inseparables. El número de representantes de la Asamblea Popular Nacional que son trabajadores “de primera línea” ha caído calamitosamente desde la década de 1970 y se situó, entre 2003 y 2008, en tan solo el 2,89 por ciento. En 2018, los 153 miembros más ricos de la Asamblea Popular Nacional y de la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino acumulaban una riqueza estimada de 650.000 millones de dólares estadounidenses, una asombrosa concentración de plutócratas en ambos organismos oficiales que da muestras de cómo el capital ha formalizado su poder político. El legislativo ha tratado de incorporar a gente que consiguió sus fortunas en el sector privado, como por ejemplo Pony Ma, dirigente de la gigantesca compañía de internet Tencent. Pero la conversión entre los poderes económico y político funciona además en la otra dirección: la familia de Wen Jiabao, el anterior primer ministro, consiguió utilizar sus conexiones políticas para amasar una fortuna personal estimada en 2.700 millones de dólares. En la RPCh del siglo XXI, el capital genera poder político y el poder político genera capital.

La pretensión del Partido de que China es socialista no casa con la realidad. Sí que se observan características económicas particulares que diferencian la economía china de la de un país capitalista tipo en 2020 y, por eso, merecen atención especial.

La implicación del Estado en la economía

No hay duda de que la intervención del Estado chino en la economía es más extensiva de lo que lo es en la mayor parte de países capitalistas. Pero si nos centramos en el capitalismo en general, no solo en su relativamente reciente versión neoliberal, China no parece, de ninguna forma, excepcional. Las empresas estatales aportan entre el 23 y el 28 por ciento del PIB –una cifra ciertamente alta para el mundo actual. Pero el dirigismo no es nada nuevo para el capitalismo. Apareció ya en su nativa Francia, así como en varios países fascistas, en la India post-independencia o incluso en el Taiwán controlado por el KMT, donde las empresas estatales contribuyeron a casi una cuarta parte del PIB taiwanés hasta bien entrada la década de los ochenta. La intervención del Estado con el fin de mejorar la eficiencia, la generación de beneficios o la predictibilidad no es antitética a un sistema capitalista, sino un componente necesario.

Volviendo una vez más a la perspectiva de los trabajadores, veremos que la diferencia entre el Estado y el capital privado es mínima. Como parte de la campaña estatal para “romper el cuenco de hierro”, decenas de millones de trabajadores de empresas estatales fueron despedidos durante las décadas de 1990 y la de los 2000. Esta campaña de privatización generó varias crisis de subsistencia, acompañadas de muchísima resistencia entre estos trabajadores, que pasaron de ser los amos de la nación a verse arrojados a un mercado laboral para el que no estaban preparados en absoluto.

Continuando con esta ola que escamoteaba a los trabajadores sus pensiones y otras propiedades públicas, las restantes empresas estatales, incluidos sus regímenes laborales, han permanecido sujetas a “presupuestos duros” y a las fuerzas del mercado. Como ha documentado de forma exhaustiva el sociólogo Joel Andreas, los –ciertamente imperfectos– experimentos de democratización del lugar de trabajo de la época maoísta han sido eviscerados por la mercantilización del sistema hasta el punto de que los trabajadores de empresas estatales se enfrentan a día de hoy a un régimen laboral en el que son meros subordinados de un equipo directivo, como les ocurriría en una empresa privada. Estas empresas no son propiedad pública, sino que pertenecen y están bajo el control de un Estado que no tiene que rendir cuentas a nadie.

La cuestión agraria, a pesar de sus peculiaridades, está relacionada con lo anterior.  Todo el suelo urbano es propiedad del Estado, pero el suelo rural es propiedad colectiva de los residentes locales. Aún así, como revelan los resultados de un enorme corpus de investigación, la separación entre el usufructo y la propiedad conduce a usos inequívocamente capitalistas del suelo. En las ciudades, esto ha llevado a un boom sin precedentes de construcción de vivienda que, como ya se ha comentado, responde totalmente a los impulsos del mercado. Los gobiernos urbanos padecen una altísima dependencia fiscal de los beneficios derivados de las subastas de terrenos, cosa que alinea sus intereses con los de los constructores.

Aunque los poseedores de hukou rural tienen derecho a una parcela de tierra, el masivo flujo migratorio desde zonas rurales a zonas urbanas parece indicar que raramente las parcelas obtenidas son suficientes o de la calidad necesaria para sostener la reproducción social. El crecimiento de las ciudades, además, ha despojado a numerosos campesinos de sus terrenos. Igual que sucede con los trabajadores de las empresas estatales, los campesinos carecen de medios para supervisar o controlar el suelo que, al menos nominalmente, es de su propiedad, y los líderes locales se arrogan la potestad de hablar en nombre del colectivo. La consecuencia ha sido varios ciclos infinitos de expolio en los que los campesinos acaban recibiendo por lo general una fracción del valor de mercado de sus tierras, mientras que los cuadros del Partido y los constructores se llenan los bolsillos. Por último, los que sí han conseguido mantener sus terrenos rurales han tenido que hacer frente a la profunda transformación capitalista que ha experimentado la agricultura en China. Los derechos de propiedad están siendo, cada vez más, concentrados en manos de la industria agrícola y varios elementos están siendo mercantilizados. El hecho de que la propiedad del suelo sea formalmente colectiva no ha sido suficiente impedimento para este proceso.

La estructura social de China se ha visto sustancialmente alterada por la filtración de la lógica capitalista en la economía y el Estado. Aún así, comprender las relaciones de clase en la China contemporánea es solamente un primer paso. Para formular una respuesta política adecuada a la profunda crisis actual, es necesario incluir en el análisis una evaluación de la compleja configuración mutua de la clase y otras formas de jerarquía social basadas en el género, la geografía o la ciudadanía. Existe una larga serie de cuestiones prácticas urgentes que no pueden ser resueltas únicamente a través de análisis de clase, y ya no digamos a través de los marcos de referencia liberales o etnonacionalistas que imperan en la actualidad. ¿Cómo deberíamos interpretar los esfuerzos del Estado chino por reprimir la resistencia social en Hong Kong, las promesas de anexionar Taiwán, o el proyecto de poblar Tíbet o Xinjiang con colonos Han? ¿Es la enorme ola de inversión global bajo la bandera de la Nueva Ruta de la Seda un indicativo del emergente imperio capitalista? ¿Cuál es la respuesta adecuada desde los puntos de vista radical, antinacionalista y antiimperialista a un conflicto entre China y los EE. UU. que no para de agudizarse?

Estas son solamente algunas de las preguntas más apremiantes para la izquierda actual. Lo que resulta indudable es que los anticapitalistas deben descartar las falsas promesas de que el Estado chino por sí mismo guiará al mundo hacia un futuro socialista. Las palabras de Marx en La Ideología Alemana son todavía válidas: “El comunismo no es para nosotros un estado de cosas o que deba ser establecido, ni un ideal al que la realidad deberá adaptarse. Llamamos comunismo al movimiento real que promueve la abolición del presente estado de cosas”. Aunque sería reconfortante confiar en que una potencia emergente construya el mundo que queremos, eso es meramente un pensamiento ilusorio. El mundo que queremos lo tenemos que construir nosotros mismos.

Eli Friedman es profesor titular de Trabajo Internacional y Comparado en la School of Industrial and Labor Relations de Cornell University (EE. UU.). Es el autor de Insurgency Trap: Labor Politics in Postsocialist China (ILR Press, 2014) y coeditor de China on Strike: Narratives of Workers’ Resistance (Haymarket, 2016).

Este artículo se publicó originalmente en ingles en la revista Spectre. Traducción de Manuel Pavón Belizón y Joan Vicens Sard.

Fuente: https://ctxt.es/es/20200901/Politica/33392/china-capitalismo-hukou-huelgas-eli-friedman.htm