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Qatar después del último gol

Fuentes: Rebelión

Es difícil imaginar que alguien sobre la tierra no haya sabido del Mundial de Fútbol de Qatar 2022 que acaba de finalizar apenas una semana atrás. Quizás algunos pocos, muy pocos por cierto, desconozcan el resultado final y seguramente la enorme mayoría de los terrícolas hemos seguido las contingencias de más de uno de sus 64 partidos.

Futbol, resultados y goles aparte, la enorme mayoría ignora o no le importa la suerte que han corrido los cientos de miles, quizás más de un millón, de trabajadores migrantes que han llegado a Qatar para levantar las más que nunca faraónicas estructuras con las que el emir Tamim bin Hamad al-Thani, al igual que su padre financiador del terrorismo wahabita, pretendió y vaya si logró, sorprender a los visitantes y a quienes lo hemos seguido con avidez por televisión o por algún dispositivo electrónico al uso, el poder transformador de la desmesura asociado al capricho, la corrupción y a miles de millones de dólares.

El trabajo, no cabe duda, ha sido monumental, digamos titánico, un reto a la ingeniería, ¿pero necesario? Invertir 220.000 millones de dólares en infraestructuras, modificar una geografía absolutamente hostil, aunque suene obvio desértica, con temperaturas que hacen prácticamente imposible la vida sin apelar a artilugios complejos y costosos que tras el pitido final de Argentina-Francia no se sabe si serán utilizados.

Pero bueno, ya conocemos ese antiguo proverbio renovado día a día y tan visto en los tiempos del neoliberalismo, “el que tiene plata hace lo que quiere”. Y sin duda al-Thani tiene suficiente como para volver a realizar varios mundiales más. Aunque no se sabe si suficiente si a sus costos se les sumaran, para evitar la muerte de miles de operarios, los gastos de articular los medios para evitar la sobreexposición a las altas temperaturas, la sobreexplotación horaria y ya ni hablar de salarios dignos, controles médicos, hidratación, alimentación y vestimenta adecuada.

Aunque el emir al-Thani prefirió cortar camino e invertir millones de dólares en comprar la decencia, la moral y la ética no solo de funcionarios de la FIFA como Josep Blatter o estrellas deportivas como Michelle Platini, sino también de presidentes como Nicolás Sarkozy o funcionarios de organismos europeos de primer nivel como la griega Eva Kaili, vicepresidenta del Parlamento Europeo. No importa a quién, las dadivas del buen emir fluyeron pródigas para todos y su aceptación precipitó de los andamios la vida de miles de trabajadores.

Exactamente 6.500, muy mal contados, fueron los inmolados frente a todos nosotros para satisfacer las apetencias del joven emir de llevar a su nación a las primeras planas del mundo.

Tarde, y todavía sin mucha difusión, se ha conocido que los trabajadores murieron a raíz de las pésimas condiciones laborales, con jornadas de hasta 18 horas, temperaturas que sobrepasaban los 40 grados, pésimamente hidratados y sin vestimenta adecuada para esa geografía (Ver: Qatar o cómo evitar la realidad por un rato.)

Aunque tampoco los que han sobrevivido, más allá de ese detalle, tienen nada de que alegrarse. Se conoció que ya desde el mes de septiembre pasado miles de esos emigrantes fueron compelidos a abandonar el emirato rumbo a sus países de origen o no importa dónde, pero lejos de Doha y de la vista de los ilustres visitantes.

Esos despidos compulsivos que en algunos casos los obligó a volver a casa antes de la finalización de sus contratos sin recibir su salario completo, ni hablar indemnizaciones por esa ruptura laboral, lo que profundiza todavía más las crónicas situaciones de quienes abandonaron sus familias en remotas aldeas o miserables arrabales de ciudades de India, Bangladesh, Pakistán, Nepal o incluso de los que llegaron de África, ya que a la ancestral falta de recursos deben sumarles la deuda impagable frente a los agentes de contratación que los habían captado y financiado su viaje, con quienes quedaban endeudados por años, pero con la tranquilidad de que sus familias puedan remediar en parte sus agobios económicos, gracias a las remesas llegadas desde Qatar,

Con la frente marchita

Tal como dice el tango, con la frente marchita han vuelto miles de trabajadores que ahora para recuperar su trabajo, si eso fuera posible, tendrán que iniciar todo desde cero, tomando nuevas deudas sin haber terminado con las anteriores.

Lo que equivale a cuatro o cinco meses de su sueldo en el emirato para asegurar sus trabajos en Qatar, un equivalente cercano a los 1.200 dólares, que es tarifas de los intermediarios, con sueldos que apenas superan los 270 dólares mensuales. Lo que, si bien es ilegal en la mayoría de los países emisores, es una realidad asumida que conviene a todos menos a los trabajadores, claro. Incluso para los prestamistas locales, con quienes se deben endeudar antes de lanzarse a la aventura haciéndolo a tasas de un interés del diez por ciento, por lo que muchos de los trabajadores quedarán endeudados por años.

Si bien la contratación inicial se compromete a vacaciones anuales, un pasaje aéreo de regreso después de dos años y un preaviso de dos meses después de dos o más años de servicio, nada es respetado.

Lo real es que los trabajadores, ajustados al medieval sistema de kafala (patrocinio), no saben a quién reclamar, ya que dicho código, junto a la falta de leyes laborales y sindicatos, permite que entre los agentes de contratación de los países de origen y los contratistas locales se acusen mutuamente de la responsabilidad ante el trabajador, frente a un Estado, que no interviene en nimiedades. A pesar de que los trabajadores migrantes representan prácticamente el 90 por ciento de la población qatarí, calculada en poco más de tres millones, nada los ampara.

Así los empresarios se han permitido, desde siempre, manejar a su gusto la relación con sus empleados, de quien pueden deshacerse sin aviso previo, sin que ellos puedan faltar por ninguna causa, ya que si lo hacen un día pierden la mitad de su sueldo además de que nada les garantiza que su paga sea la acordada tanto en cantidad y en fecha. Los trabajadores tampoco tienen permitido traer a sus familias a vivir con ellos. Son obligados a vivir en guetos, con la prohibición de visitar parques y centros comerciales los viernes (día santo del islam).

Por lo tanto los miles de trabajadores que han levantado los estadios del mundial no han podido siquiera acercarse para verlos en plena actividad. Prácticamente recluidos en lugares como Labour City, un complejo donde pernoctan miles de esos trabajadores que viven en habitaciones pensadas para cuatro y llegan a dormir hasta 16 personas. Rodeado de grandes autopistas que dificultan el paso a pie y con extensos descampados cubierto de desechos plásticos y latas de gaseosas, a unos 15 kilómetros al sudoeste del zoco de Doha Souq Waqif, a donde en transporte público se demora poco más de una hora en llegar. Rodeado de un muro de cuatro metros de alto, con decenas de cámaras de seguridad instaladas y al que se prohíbe prohibida la entrada de cualquier persona ajena al complejo.

Se desconoce cuántos lugares tan miserables existen cómo este, por lo general todos iguales de bloques monótonos de tres pisos que ocupan casi un kilómetro cuadrado de Qatar, un país contra natura fabricado a medida de los intereses imperiales de Francia y Reino Unido con el Acuerdo Sykes-Picot de 1916, al igual que el resto de la geografía de medio oriente condenado al saqueo de las potencias occidentales y una oligarquía local corrupta y criminal. Las mismas potencias que junto a puñado de otras naciones europeas, labraron rigurosamente en la Conferencia de Berlín en 1885 estableciendo para siempre un sistema colonial junto a sus leyes y que este Mundial de fútbol ha dejado tan claro y con todo su esplendor.

Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.