Desde el golpe de estado, el periodismo está proscrito en todo menos en el nombre, y periodistas y redactores huyen del país o llevan una doble vida para sobrevivir.
Mientras un ciclón se cernía sobre el Golfo de Bengala el 24 de mayo, el periodista estadounidense Danny Fenster, de 37 años, contemplaba melancólico el cielo, cerca de un ventanal de la terminal del aeropuerto internacional de Rangún.
Durante un tiempo, hubo una amenaza real de que miembros del ejército de Myanmar detuvieran a personas extranjeras en el aeropuerto, pero después de ver cómo periodistas internacionales salían del país sin problemas en abril, el nativo de Michigan estaba más preocupado por las turbulencias climáticas.
Había llegado a Myanmar dos años antes, cuando el país rebosaba esperanza debido a su incipiente democracia, y ahora se marchaba en un momento de violencia y temor inducido por un golpe militar. Fenstern, quien había mantenido un perfil bajo editando historias para Frontier Myanmar, estaba entusiasmado con la idea de llegar a Chicago y sorprender a sus padres, al tiempo que continuaba con su papel de editor jefe del célebre medio de comunicación.
El personal del aeropuerto le entregó el equipo de protección Covid-19, con bata y redecilla para el pelo, y Fenstern envió un mensaje a su mujer, Juliana Silva, de 37 años, a las 9.16 de la mañana, prometiendo hacerse alguna selfie. Seis minutos más tarde, un mensaje apresurado: las fuerzas de seguridad se lo llevaban.
«No es una broma», escribió. «Pronto se llevarán el teléfono».
Después de otros tres mensajes inacabados, su bando enmudeció. Desde entonces, Silva no ha podido ponerse en contacto con él. «Nunca pudimos imaginar que le pasaría esto», comenta Silva. «Estos once días sin noticias han sido una pesadilla».
Muchas personas de la profesión periodística en Myanmar están escondidas o han conseguido huir del país, aunque la mayoría sigue cubriendo las noticias sobre los crímenes de la junta militar, que incluyen el asesinato de al menos 842 civiles, según el grupo activista Asociación de Asistencia a los Presos Políticos. Desde que Min Aung Hlaing tomó el poder, Periodistas sin Fronteras ha registrado la detención de 86 profesionales. A 26 de mayo, 49 de estas personas siguen detenidas.
Aung Kyaw, del medio local Democratic Voice of Burma o DVB y Zaw Zaw, periodista independiente de Mizzima, han sido los últimos profesionales condenados. El miércoles, un tribunal de una cárcel del sur de Myanmar los condenó a dos años de prisión por incitación y difusión de noticias falsas. Según Mizzima, Zaw Zaw es una de las seis personas de su plantilla arrestadas desde el golpe de estado.
Fenster está recluido en la prisión Insein de Rangún, un complejo infame por sus torturas, y lugar que se ha llenado de disidentes desde que los militares arrebataron el poder del gobierno electo el 1 de febrero. Fenster no ha podido ver a un abogado ni recibir visitas, ni tan siquiera las visitas de representantes del consulado.
Cuando Bryan Fenster, de 39 años, se enteró de la detención de su hermano, «la peor parte fue tener que llamar a mi madre y a mi padre», dijo. «Me lo guardé intencionadamente durante 10 minutos. Me los imaginaba levantándose de la cama, tomando el café… eran 10 minutos menos sin saber las noticias «.
Fenster estaba intentando salir de un país en el que el periodismo es ahora ilegal en todo menos en el nombre. Las personas profesionales del periodismo han sido encarceladas por hacer su trabajo bajo la administración destituida de Aung San Suu Kyi, pero el régimen del dictador Min Aung Hlaing ha asfixiado tanto a la prensa libre que las personas que trabajan el medio fingen realizar otros empleos para ocultar su verdadera ocupación.
Una de las primeras medidas de la junta fue la prohibición de dos canales de noticias independientes, a lo que siguió una advertencia a los medios de comunicación locales para que no utilizaran «términos incorrectos», como “golpe de estado”, ni identificaran al ejército como «junta» o «régimen». Poco después, la junta revocó las licencias de publicación de cinco medios de comunicación con sede en Rangún y algunos más en el resto del país. Los soldados asaltaron las redacciones, incluida la de Kamayut Media, cuyo cofundador Nathan Maung, el otro ciudadano estadounidense en la prisión Insein, fue detenido en una redada el 9 de marzo. Al parecer, ha sido torturado.
Maung fundó un semanario para personas inmigrantes birmanas en Tailandia. Más tarde se trasladó a los Estados Unidos, donde estudió en la Universidad Estatal de Carolina del Norte y pasó a fundar, con dos amigos, Kamayut Media en 2012.
Los Estados Unidos reiteraron el jueves su preocupación por las detenciones de Fenster y Maung, y volvió a pedir su liberación. Un portavoz del Departamento de Estado, Ned Price, informó que representantes del consulado habían llevado a cabo una visita virtual con Maung el 24 de mayo, y habían tratado de visitar a Fenster, pero que la junta no había concedido el acceso.
No hay garantía de seguridad ni tan siquiera para las personas profesionales del periodismo que consiguen huir. Tres periodistas de DVB, quienes cruzaron ilegalmente a Tailandia, se enfrentan ahora a la deportación, después de que un tribunal los condenara a un periodo de prueba de un año y les impusiera una multa de 4.000 baht (128 dólares) por persona, según ha declarado Nadthasiri Bergman, abogada de la Fundación para el Desarrollo de los Derechos Humanos.
La vida del trío podría correr peligro si se les envía de vuelta, dijo la abogada, una posibilidad que entienden bien periodistas experimentados como Moe Myint, de 32 años, que dejó de dormir en su casa el primer día del golpe. Ya en el punto de mira de la junta militar por una entrevista realizada a un rebelde de las minorías étnicas en 2020, comenta que su peor pesadilla es ser secuestrado por los soldados de noche, torturado hasta la muerte, y que luego llamen a su esposa para que recoja el cadáver.
«El ejército, o cualquier partido político en el poder en Myanmar, considera a la profesión periodística como su enemiga, y no como un cuarto pilar de la democracia», ha declarado Moe Myint, que huyó de Rangún después de que la oficina de Mizzima, uno de sus empleadores, fuera asaltada el 9 de marzo.
Mientras su mujer y su hijo de dos años se refugiaban en otro lugar de Myanmar, Moe Myint se unió a otro profesional del periodismo en un tenso viaje al territorio de la Unión Nacional Karen o KNU, grupo armado de las minorías étnicas que lucha por una mayor autonomía en la frontera con Tailandia.
Se afeitó la cabeza y comenzó a usar gafas, pasando los controles militares hasta llegar, a finales de marzo, a la región. Un mes después se trasladó a un lugar no revelado, apenas unos días antes de que el ejército, conocido como el Tatmadaw, desplegara ataques aéreos letales en el mismo lugar donde se había alojado, en aparente respuesta a un ataque terrestre de la KNU. De vuelta en Rangún, su apartamento fue asaltado el 1 de mayo.
«Mi madre estaba sola en casa», explicó. «Los soldados armados destrozaron la puerta principal y registraron entre algunos documentos, pero no pudieron encontrar nada porque ya habíamos trasladado todo».
Para contrarrestar la propaganda militar al estilo de Corea del Norte, Moe Myint afirma que los medios de comunicación locales han pasado a depender en gran medida de la ciudadanía periodista y de profesionales freelance, y que éstos deberían cobrar de acuerdo con su trabajo. El régimen ha llevado al país de vuelta al aislamiento ya conocido durante las décadas de dictadura militar de 1962 a 2011, reintroduciendo una junta de censura y un consejo de prensa de afiliados a la junta, informa. «Se avecina más represión y días muy oscuros para los medios de comunicación de Myanmar», añadió.
‘Una banda de ladrones y asesinos’
Esta opinión la comparte Cherry Htike, de 39 años, editora ejecutiva de la agencia de noticias Tachileik, un medio de comunicación, prohibido por la junta militar, con sede en el estado Shan. Su equipo informa a diario sobre las medidas represivas, los atentados y otras informaciones locales cruciales, pero paga un precio muy alto por ello. Los soldados les acechan con la esperanza de detener a alguna persona desprevenida. Lo consiguieron el 13 de mayo, cuando detuvieron a un fotoperiodista que volvía de un piso franco a su propia casa.
«Me preocupa mi seguridad y la de mi equipo cada segundo», dijo. «Ahora la incertidumbre forma parte de nuestras vidas».
Los anunciantes desaparecieron tras el golpe, lo que la editora en jefe atribuye al miedo a las represalias militares por asociarse con el medio. «Estamos utilizando nuestro fondo de emergencia y algunas ayudas, pero no estoy segura cuánto tiempo podremos sobrevivir», explicó.
Ahora que está huyendo, Cherry Htike recibe palabras de apoyo de su hermana, residente en los Estados Unidos, y periodista que huyó del antiguo régimen en 2008. También se muestra cautelosa ante el sentimiento de la población, la cual, aunque mayoritariamente opuesta al ejército desde el golpe de estado, se ha vuelto con anterioridad contra periodistas independientes. Dos personas del medio trabajando para Reuters, por ejemplo, fueron tachadas de traidoras por la mayoría de la gente y en línea con la narrativa militar, además de encarceladas en diciembre de 2017 por investigar el asesinato, a manos de las fuerzas de seguridad y de civiles budistas, de 10 hombres y niños musulmanes de la etnia Rohingya en el estado Rakhine.
Para las personas profesionales del periodismo que han decidido seguir trabajando desde el interior del país, la vida es un campo minado de peligros y sospechas. Un periodista, cuya identidad ocultamos por su seguridad, esperaba que el golpe fuera malo, «pero la situación ha pasado a ser la peor que se podía esperar «, dijo.
Vio cómo las protestas masivas de febrero en Rangún se transformaban en baños de sangre y cómo sus colegas se quitaban los cascos de prensa para evitar ser blanco de las fuerzas de seguridad.
Ha trasladado a su esposa y a su hija pequeña a un nuevo barrio, donde finge ser técnico informático. Ha cambiado los vaqueros y las zapatillas de deporte por un longyi tradicional para evitar llamar la atención, y cuando intenta pasar los puntos de seguridad en las zonas de resistencia, las piezas de su cámara se esconden en su fiambrera.
Su esposa dejó su trabajo en un estudio de radiodifusión después de que el lugar fuera ocupado por el Tatmadaw y ahora él es el único sostén de la familia, dice. Su hija parece que va a perder otro año de escuela después de la pandemia, debido a la violencia y al boicot del sistema educativo bajo la junta.
«Todo se ha estropeado por ese golpe militar loco, estúpido y atrevido», afirma. «Nuestras vidas no son seguras; tenemos que preocuparnos por los demás mucho más que nunca. La junta militar ya no es un ejército, es sólo una banda de ladrones y asesinos dirigida por un gánster, Min Aung Hlaing».
Sin embargo, el periodista está decidido a quedarse en Myanmar y seguir informando. Otras personas civiles se alzan en armas con la convicción de que primero es necesario una guerra civil generalizada, que de paso a un camino más luminoso: terminar con el poder militar, de una vez por todas.
Ya sea encarcelada, escondida o con una doble vida, la prensa de Myanmar no se hace ilusiones. El periodista afirma que «si los militares siguen gobernando, los medios de comunicación morirán aquí «.
Fuente original en inglés: https://www.theguardian.com/global-development/2021/jun/07/the-darkest-days-are-coming-myanmars-journalists-suffer-at-hands-of-junta