«Lo que se está produciendo es una transición, especialmente dura, de un mundo unipolar a otro multipolar, es decir, una redistribución sustancial y radical del poder»
A la memoria de Peter Gowan que me enseñó a pensar geopolíticamente
En 2001, después de 10 años de arduo trabajo, apareció el libro de John Mearsheimer La tragedia de las grandes potencias –es bueno señalarlo- antes de los atentados del 11S. Se trataba de un trabajo singular escrito por un especialista en relaciones internacionales en el momento triunfal de eso que se llamó la globalización. Es interesante recordar que, en ese momento, la globalización, su novedad radical, era ensalzada una y otra vez por la academia y por los grandes medios de comunicación; su carácter irreversible e irresistible se subrayaba continuamente. Se trataba de un mundo nuevo y distinto donde emergía una “hiperpotencia” (EEUU) que organizaba unas relaciones internacionales bajo su hegemonía absoluta. Lo específico del libro de Mearsheimer es que fue concebido como una reivindicación del realismo estructural, precisamente en contra de esas “novedades” que la globalización llevaba aparejada. Lo del 11S era importante citarlo porque para nuestro autor era algo transitorio y coyuntural y, en muchos sentidos, ensoñaciones después de la victoria sobre el “Imperio del mal”.
El mundo que intentaba explicarnos Mearsheimer era muy diferente a lo que comúnmente se pensaba y se decía en esa época. Grandes potencias que luchan por y para el poder; una triunfante que aprovecha la ventaja obtenida para debilitar, aislar y fragmentar a la antigua URSS; otra emergente (China) que estaba obligada a desafiar el orden existente y cuestionar la hegemonía de la hiperpotencia. En medio, un rígido control de la Administración norteamericana de las organizaciones internacionales en torno a una ideología (el neoliberalismo), un proyecto político (la globalización) y un instrumento decisivo (la financiarización). El 11S clarificó mucho el panorama y puso fin a lo que algunos llamamos “la utopía del 89”; es decir, el reinado de la paz universal, la tendencia al gobierno mundial y el predominio irrestricto de los derechos humanos; la cooperación sustituiría al conflicto, los dividendos de la paz harían posible el fin de la carrera armamentista y la dedicación de esos recursos para resolver los grandes problemas globales. De imperialismo poco quedaba, sustituido por un imperio de indefinidas e indefinibles relaciones de poder, que esperaba el asalto furioso de la multitud. Literatura, mala literatura.
Mearsheimer ayudó mucho (Peter Gowan lo entendió críticamente desde el principio) y la vida le fue rápidamente dando la razón: guerras, conflictos armados permanentes e intervenciones norteamericanas directas en Yugoslavia, Irak, Afganistán… A esto se le llamó el final de la “globalización feliz”. La crisis de 2008-2009 evidenció hasta qué punto la globalización implicaba recurrentes y cada vez más fuertes crisis financieras. El capitalismo había ganado, había desmontado todos los mecanismos políticos y sociales que lo controlaban y ya no tenía más enemigo que a sí mismo. Nunca fue capaz de crear otros instrumentos de regulación y hoy estamos a la espera de una nueva crisis sin que seamos capaces de saber sus dimensiones y sus costes económicos-sociales.
La globalización se terminó; no será de un día para otro, será un proceso anudado siempre a las relaciones de poder existentes. La reciente conferencia sobre seguridad de Munich da muchas pistas sobre la realidad de un mundo que cambia aceleradamente. La sensación general era de pesimismo y de falta de perspectivas claras. El tema central, un mundo que se estaba haciendo menos occidental, una Alemania petrificada, cada vez más marcada por sus demonios internos y sin saber situarse en los nuevos desafíos; apareció hasta la nostalgia del viejo orden en el que EEUU hacía de policía universal y privilegiaba sus relaciones euro-atlánticas. Macron mostraba su impaciencia y se proponía (después del Brexit) como el impulsor de una Unión Europea como sujeto global, con autonomía estratégica y con vocación de ser parte imprescindible de este nuevo orden multipolar en construcción. EEUU a lo suyo, que es bien simple y que lo repite una y otra vez sin disimulo: este país vive un desafío existencial para sus intereses estratégicos que se llama China. La Administración norteamericana no consentirá la consolidación de una potencia hegemónica en el hemisferio oriental. Se opondrá con todas sus fuerzas y llegará hasta el final. La destacada dirigente demócrata Pelossi, vino a defender prácticamente lo mismo y nos advirtió, como Pompeo, del peligro para nuestras libertades y para las relaciones atlánticas, de admitir a Huawei. No es casualidad que el 5G sea un elemento central en el conflicto estratégico político-militar. Es una señal más de una guerra económica, cultural, tecnológica y por el control de los canales básicos de la información.
La llamada revolución en los asuntos militares (RMA) está cobrando un impulso sustancial cambiando las formas y contenidos de los conflictos bélicos, situando en su centro la disputa tecnológica entre las grandes potencias. Los complejos militares-industriales existentes saben desde hace mucho tiempo que la división entre tecnología militar y civil no tiene sentido alguno. El ciberespacio se convierte en una nueva dimensión del conflicto; la robotización y la inteligencia artificial están jugando un papel cada vez más importante en los nuevos artefactos bélicos. Las palabras clave son aceleración, competencia estratégica y guerra asimétrica. Algo está quedando claro: las grandes corporaciones tienen patria y la sirven cada vez que ésta las requieren. Como siempre, Snowden mediante.
La correlación de fuerzas manda siempre y en las relaciones internacionales, más. Lo que se está produciendo ante nuestros ojos es una transición, especialmente dura, de un mundo unipolar a otro multipolar, es decir, una redistribución sustancial y radical del poder. La historia económica nos habla de que ya hubo el intento de una globalización en el pasado (1870-1914). Sabemos cómo terminó. Hoy estamos ante el fracaso de la segunda globalización. Sus rasgos básico son: 1) La inestabilidad económica permanente. El capitalismo financiarizado tiende a producir crisis periódicas, refuerza enormemente la desigualdad y fractura social, económica y territorialmente a nuestras sociedades. 2) La tendencia es hacia la construcción de dos bloques económicos y político militares en torno a China y a EEUU; estos bloques son extremadamente heterogéneos y conflictuales. 3) La UE, en tanto que tal, sigue siendo subalterna a los intereses geoestratégicos norteamericanos, carece de un proyecto común y vive una crisis existencial. 4) El dato más relevante es que el centro de gravedad tiende hacia Oriente y se pone en cuestión, después de 500 años la hegemonía geocultural de Occidente. 5) Los problemas globales, destacadamente la crisis ecológico-social, se siguen agravando.
Crisis económica, conflicto geopolítico y recursos están estrechamente unidos. El poder, sus relaciones y efectos no pueden ser eludidos y, mucho menos, cuando los recursos naturales y humanos se convierten hoy en un problema estratégico fundamental de los Estados. Solía decir Proudhon que quien habla de humanidad, engaña; al menos, confunde y tiende a la nada. Lo que existen son Estados jerárquicamente enlazados y en lucha permanente por el poder. Es una vieja cantinela que nos repiten cada día: los Estados son antiguallas que nada pueden ante los desafíos y las bifurcaciones de un mundo globalizado; es decir, como los problemas van más allá de los Estados, hay que disolverlos y apostar por un gobierno mundial y por el globalismo jurídico. Y eso ¿cómo se hace? y ¿quién lo hace? ¿Las grandes potencias? ¿Una sola potencia? Eludir el problema de las profundas asimetrías de poder en las relaciones internacionales, de eso que históricamente se ha llamado imperialismo, es equivocarse y, lo que es peor, hacer lo contrario a lo que las poblaciones deberían hacer. Los Estados nación siguen siendo el lugar del conflicto social y de la redistribución, de las libertades públicas y del autogobierno; el lugar de los derechos sociales y de la regulación del mercado. Frente a ellos y contra ellos lo único que habrá es lo que ha habido siempre, imperialismo y dominación de las grandes potencias sobre las mayorías sociales y las clases trabajadoras.
Las rebeliones contra las consecuencias y costes sociales, ambientales y culturales de la globalización capitalista crecen en todas partes. En diversos lugares su forma política están siendo los llamados populismos de derechas. Parecería que las poblaciones tienen que elegir entre unas derechas que lo son y unas izquierdas que no lo son. Es el otro lado de la contradicción: vivimos una crisis, digámoslo así, civilizatoria, sin sujeto ni alternativa. En medio, reformar lo poco reformable que admite el sistema.
La pregunta sigue siendo pertinente, la globalización se termina, ¿qué hacemos cuando el vilipendiado Estado nación retorna?, ¿Cuándo las poblaciones quieren un Estado más fuerte que les proteja, que les dé seguridad y garantice el futuro? ¿Cuándo la demanda de identidad y de seguridad cultural se generaliza? ¿Cuándo se impugna una democracia sin poder ni cualidad? ¿Cuándo el futuro se convierte en un problema político?