Slobodan Milosevic y sus verdugos. I Parte Nacido en Belgrado en 1941, Milosevic no era hombre de amigos, sino de cómplices y verdugos. Mira Milosevic, su esposa, fue quizá la única persona en la que el político confiaba sin reservas. Milosevic siempre se ganó la cooperación de muchos compañeros y, con el tiempo, se convirtió […]
Slobodan Milosevic y sus verdugos. I Parte
Nacido en Belgrado en 1941, Milosevic no era hombre de amigos, sino de cómplices y verdugos. Mira Milosevic, su esposa, fue quizá la única persona en la que el político confiaba sin reservas. Milosevic siempre se ganó la cooperación de muchos compañeros y, con el tiempo, se convirtió en un cuadro político importante en la Yugoslavia de Tito. Se mantuvo en el poder a pesar de las derrotas militantes que sufrió a lo largo de siete años.
El marxismo-leninismo nunca le importó gran cosa. Le importaban los individuos que le servían para mantenerse en el poder. Por eso nunca vio una flagrante contradicción entre su alianza con los comunistas que creían en la Yugoslavia de Tito, en 1991, como Borislav Jovic o los generales Abdic y Velko Kadijevic y su gobierno en Serbia, que contaba entonces con dos viceministros: uno, Vojislav Seselj, el fascista confeso que describió con todo detalle el placer que sentía cuando decapitaba a croatas y albanenses, y otro, Vuk Draskovic, un ególatra iluminado que durante una época encarnó a la oposición democrática. A ambos los tuvo en su día en la cárcel, los sometió a torturas indecibles y, unos meses después, los nombró en su Consejo de Ministros.
Los verdugos de Milosevic en Bosnia fueron durante la guerra Radovan Karadzic y el general Ratko Mladic; el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia los busca hoy por genocidas. Milosevic los erigió en los directores generales de «la limpieza étnica» como antes había nombrado a Milan Babic y a Milan Martic en Croacia. Los cuatro verdugos exterminaron -se calcula- a 40 mil personas. El ultranacionalismo serbio reflejaba entonces -además de una fuerte proclividad a delinquir en el espacio del derecho internacional- un proyecto político e histórico suicida, una sombría tendencia a la destrucción que convirtió la estrategia del establishment de Belgrado en no sólo una guerra despiadada, sino también en una derrota permanente. La estrategia que desintegró la Yugoslavia de Tito, Eslovenia, Croacia, Macedonia y Bosnia-Herzegovina, que orilló a Montenegro a la proclamación de la independencia y hundió a Kosovo en un mar de sangre. La guerra de Kosovo comenzó en 1989, cuando Slodoban Milosevic, iniciando la frenética campaña de exaltación nacionalista serbia que le permitió hacerse con el poder absoluto -y al mismo tiempo precipitó la desintegración de Yugoslavia-, abolió el estatuto de autonomía de aquella provincia, prohibió a los albano kosovares sus escuelas y toda representatividad pública, y pese a constituir el 90 por ciento de la población, los convirtió en ciudadanos de segunda respecto al diez por ciento restante -la minoría serbia. Si en aquel momento los países occidentales hubieran apoyado -escribe Elizabeth Bäumlin-Bill- a los demócratas que en Yugoslavia resistían los embates de los apparatchik, que a fin de consolidarse en el poder, cambiaron su ideología marxista por el nacionalismo y provocaban a eslovenos, croatas, bosnios y kosovares con la amenaza de una hegemonía serbia sobre la Federación para, en el clima de xenofobia y división así creado, impedir la democratización de Yugoslavia que hubiera puesto fin a su carrera política, Europa se hubiese ahorrado los 200 mil muertos de Bosnia y los sufrimientos incontables de los Balcanes.
Milan Milutinovic, el sucesor en Serbia cuando Milosevic asume la presidencia de Yugoslavia, es un ejemplo perfecto de la legendaria selección negativa que definió a los regímenes comunistas desde Stalin. Sólo hablaban cuando sabían lo que quería escuchar el jefe. Algunos llegaban hasta la ignominia de imitar su voz, sus órdenes y, por supuesto, sus crímenes, como el primer ministro serbio Radomir Bozovic. Esa actitud molestaba tanto a Milosevic, que a los dos meses destituyó a Bozovic. El régimen despobló a Serbia de profesores, intelectuales, artistas y escritores; emigraron más de 300 mil jóvenes universitarios, en el aparato de Milosovic sólo quedaron los que sabían que su propio futuro era el del Jefe supremo.
Slodoban Milosevic nunca tuvo confianza en los militares. Siempre recurrió a la retórica de la gran Yugoslavia, a la figura de Tito, a la inquebrantable unidad de la nación. El Jefe del Estado Mayor, Abdic, y el ministro de la Defensa, Kadijevic, lo apoyaron en todo momento para controlar los separatismos, la nación comenzaba a desintegrarse. Pero Milosovic cometió la tontería de purgar a sus mejores cuadros militares, y nombró a militares cercanos al panserbinismo. Por ese entonces, en abril de 1999, permitió que un nuevo cuerpo policiaco se apoderara del Ministerio del Interior, y lo convirtió en un segundo ejército con mejor armamento. Un cuerpo privilegiado en una Serbia cada vez más pobre, en el que los mandos, y no sólo ellos, desde la guerra de Bosnia, estaban implicados en crímenes de guerra, y sabían que su seguridad significaba la supervivencia de su líder.
La tercera columna del régimen de Milosevic era la mafia, en íntima relación con el aparato político, económico y con las fuerzas de la milicia y soporte de las bandas paramilitares que actuaban como una vanguardia vandálica, cuyo encargo principal era el exterminio de los musulmanes. La milicia compensaba la falta de entusiasmo en los reclutas resignados al abismo, fatalistas incorregibles y las crecientes dificultades para la leva. Aquí ejercían un papel esencial delincuentes habituales como Arkan., que se hicieron millonarios en dólares con favores que se añadían a los cuerpos de los muertos, la cadena de cadáveres que dejaba a su paso.
Zeljko Raznatovic, alias Arkan (1957-2000), asesino a sueldo de Slodoban Milosevic, contratado por los servicios secretos yugoslavos; asaltante de bancos buscado por la Interpol, secuestrador de musulmanes acaudalados, narcotraficante de cocaína y heroína; rey del bajo mundo de Belgrado, diputado en el Parlamento serbio, traficante de armas, héroe de la Gran Serbia, líder de los hinchas, hooligangs, del equipo Estrella Roja de Belgrado, dueño del equipo de futbol Obilich, maestro del futbol yugoslavo; políglota (hablaba seis idiomas a la perfección), cocinero, padre de nueve niños, contrabandista, dueño de tres casinos, marido de la popular cantante Svetlana Velickovic, llamada Checha, comandante del grupo terrorista «Tigres»; Señor de la Guerra en Croacia y Bosnia, jefe de los francotiradores que asolaron durante dos años la ciudad de Sarajevo y asesinaron a más de 876 niños; saqueador, pirómano, habitante de un castillo en Kosovo, portador de la Gran Cruz Serbia, comerciante en importaciones y exportaciones, mayordomo del sátrapa Ratko Ladic; durante los bombardeos de la OTAN, uno de los personajes más entrevistados por la BBC de Londres y la CNN de Atlanta; facilitador de Milo Djukanovic, presidente reformista de Montenegro, ídolo de la juventud serbia, favorito de los periódicos de Nota Roja, asesino serial, genocida. Arkan es el emblema del régimen de Milosevic. El 15 de enero de 1999 cayó traspasado por una lluvia de balas en la sala de recepción del Hotel Intercontinental, en Belgrado. Sus asesinos, miembros de los servicios secretos serbios, huyeron con la protección de la policía.
El problema no fue el de las otras culturas que constituían la Federación Yugoslava -Eslovenia, Croacia, Bosnia, ahora repúblicas independientes- como tampoco lo fue Kosovo. El verdadero problema era la dictadura de Milosevic, fuente principal de los conflictos étnicos y de la explosión histérica de sentimientos nacionalistas que incendiaron los Balcanes. La soberanía tenía límites, y si un gobierno atropella los derechos humanos más elementales y comete crímenes contra la humanidad, con asesinatos colectivos y políticas de purificación étnica, entonces su presidente deberá ser juzgado en la Corte Internacional, como los grandes genocidas de Nuremberg, aunque un ataque cardiaco lo haya puesto fuera de la vida y su justificada condena.
Slobodan Milosevic: la limpieza étnica. Parte II
En abril de 1992, los conflictos en Eslovenia y Croacia se extendieron hasta Bosnia Herzegovina, donde también existían grupos importantes de poblaciones serbias. Un referéndum de autodeterminación celebrado a principios de 1992 en Bosnia Herzegovina se tradujo en respaldo mayoritario a una república independiente y, sobre todo, multiétnica, que reproducía con toda claridad el temor de muchos bosnios a lo que empezaba a ser una realidad preocupante: una «Yugoslavia» en la que -a la luz de la independencia de Croacia y en Eslovenia- la dominación ejercida desde Belgrado era un severo problema. El gobierno bosnio había sentado, por lo demás, las bases de un equilibrio, muy precario, entre las principales comunidades y etnias residentes en la república. Había garantizado, así, un grado notabilísimo de descentralización en la toma de decisiones, había repartido el poder y había decidido prescindir, en fin, de las unidades de la defensa territorial de la república. La respuesta de Milosevic y sus milicias serbiobosnias, apoyadas de nuevo en el ejército federal, fue, sin embargo, la misma que en Croacia: la limpieza étnica se abrió camino en regiones muy extensas, mientras la capital, Sarajevo, era objeto de un bombardeo implacable contra su población civil. Un porcentaje elevadísimo de la población, y sobre todo de la bosnia, se vio obligada a abandonar sus casas y buscar refugio en otras áreas de la república, en Croacia o en otros países. Con el paso del tiempo, y en particular durante 1993, las propias milicias croatas llevaron a cabo también operaciones de limpieza étnica en la Herzegovina occidental, con la víctima principal, de nuevo, la población civil de Bosnia.
El resultado de esta dinámica bélica, de este proyecto genocida de Milosevic, se puede resumir en una cifra que se sitúa en torno a 150 mil muertos, unas 80 mil mujeres violadas y más de la mitad de la población bosnia obligada a buscar refugio o el exilio lejos de sus hogares. A mediados de 1995 las milicias serbiobosnias, dirigidas por el criminal Radovan Karadzic desde el llamado «Parlamento de Pale», controlaban, y habían limpiado étnicamente, 70 por ciento de la superficie de la república. Ante tal estado de cosas, la comunidad internacional decretó un embargo de armas de todos los contendientes: el gobierno de Sarajevo fue, con mucho, la principal víctima de ese embargo, ya que se le privó de un elemento decisivo para defenderse, al tiempo que se permitía que las milicias serbiobosnias hiciesen uso de los arsenales del ejercito federal yugoslavo.
El prestigio de la comunidad internacional, sobre todo de Europa, se había visto erosionado una vez más cuando los serbios se negaron a observar una resolución de la ONU que, mayo de 1993, comprometía a garantizar la seguridad de seis enclaves bosnios: Behac, Gorazde, Sarajevo, Srebrenica, Tuzla y Zepa. Basta con mencionar que Srebrenica y Zepa fueron ocupadas por milicias serbiobosnias en julio de 1995, que en el primero de esos enclaves fueron ejecutados 25 mil varones musulmanes. Para entender cómo se llegó, en Bosnia Herzegovina, a la firma del tratado de Dayton, en 1995, es preciso reseñar algunos cambios operados en los escenarios posyugoslavos, la transformación que se llevó a cabo en las políticas de Milosevic a partir de 1994 tuvo un papel muy importante. Empeñado en propiciar un levantamiento del embargo que su país padecía, Milosevic abandonó al menos formalmente el sueño genocida de la «Gran Serbia». Esta transformación se tradujo pronto en una relación muy tensa con los aliados serbiobosnios, las milicias asesinas que en cierto sentido eran víctimas de sus propios éxitos: tras conquistar un territorio muy grande, se habían visto obligadas a defender una extensa línea del frente de combate, en un escenario en que la prolongación de la guerra provocaba un innegable cansancio, en que eran cada vez más difícil las movilizaciones militares y en que se hacían valer las reticencias de Milosevic a la entrega de nuevos suministros. Milosevic accedió en una repentina decisión o conciencia, en suma, de que el tiempo de las conquistas militares había pasado, de tal suerte que era preferible recoger algo antes de perderlo todo.
A principios de 1994, Milosevic se dio cuenta de que la limpieza étnica había llegado a su fin, había exterminado a 250 mil seres humanos reclamando una pureza racial que sólo existía en sus delirios. En 1999, los combates que se reanudaron con intensidad en Kosovo y fracasan porque la limpieza étnica había sido radical y diabólica. De acuerdo con cálculos de Naciones Unidas, para abril de 1999 la cifra total de bosnios, croatas, eslovenos, montenegrinos, macedonios y albanokosovares asesinados podría llegar a 480 mil personas. La ocupación y limpieza étnica de la «zona protegida» de Srebrenica en presencia de un destacamento de cascos azules holandeses, en julio de 1995, significó el hundimiento definitivo de la misión internacional, y presentó algo insólito: el entendimiento entre los mandos de los cascos azules y los del ejército serbio con mayor crudeza. Srebrenica ha pasado a los anales de la historia de los genocidios como en noviembre de 1993 la artillería croata pasó a los mismos anales cuando hundió el puente viejo de Mostar, símbolo de la ciudad desde 1566. Mostar asediada por los croatas llegó a considerarse «el mayor campo de concentración de Bosnia», por sus dramáticas condiciones de vida, descritas por el director del hospital de la ciudad cercada como Sarajevo, destruida como Vukovar y hambrienta como Zepa. Todo esto en presencia de los cascos azules que nunca pudieron hacer nada. Uno de los capítulos más tétricos de esa locura llamada la muerte de Yugoslavia. La historia del ejercito popular yugoslavo comienza con la lucha guerrillera contra los nazis y termina con el genocidio de su propia población.
Slobodan Milosevic: la matanza de Srebrenica. Parte III y última
El Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia presentó en 2000 la acusación de genocidio contra el general Ratko Mladic, jefe del ejército serbiobosnio, y contra Radovan Karadzic, alguna vez presidente de la república de Srpska. Ambos se encuentran desde entonces fugitivos, nadie ha podido dar con su guarida. El Tribunal Penal Internacional no sólo los acusa de la muerte de 200 mil musulmanes bosnios (1992-1995), sino también de la ocupación de la zona protegida por la ONU, Srebrenica, y de haber dado la orden de exterminar a 7 mil hombres musulmanes. Ratko Mladic y Radovan Karadzic fueron los más implacables genocidas después de Milosevic.
Mladic es un hombre robusto con una gran cabeza y cuello de toro. Cuando daba las órdenes con gritos militares, su cara se enrojecía y el sudor cubría su frente. Le gustaba comer y beber muy bien, le encantaban el Cevapcici y la Sarma, los embutidos turcos, especialidades bosnias. Su nombre era para miles de musulmanes sinónimo del terror. Mladic asedió tres años Sarajevo, una ciudad que conocía de memoria, donde vivían su mamá y sus amigos, donde tenía también una casa y una novia. Cuando sus tropas y sus francotiradores, entre ellos Arkan, se retiraron, habían muerto 14 mil personas. Pero faltaban Gorazde y Srebrenica. Los periódicos serbios comparaban a Mladic con el príncipe Lazar Hrebeljanovic, que en 1389 comandó a los serbios en la batalla de Amselfeld contra los musulmanes, y los turcos devastaron sus ejércitos y los sometieron durante siglos. Un día antes de esa batalla, el profeta Elías se le apareció al príncipe Lazar en la forma de un halcón cruel y lo puso ante una alternativa: o ganaba la batalla y conquistaba el reino de Dios en la tierra, o la perdía y alcanzaba con su pueblo un lugar en los cielos. Y desde aquel 28 de junio de 1389, al perder la batalla contra los musulmanes, los serbios se sienten un pueblo asistido por la divinidad, una comunidad diferente, porque había conocido el verdadero martirio.
En el valle de Javor, dentro de la antigua Yugoslavia, rodeada por montañas azules y extensos bosques de un verde oscuro, en el corazón de Europa, se encuentra Srebrenica, una pequeña ciudad luminosa del noreste de Bosnia Herzegovina, conocida por su balneario, su riqueza forestal y sus minas. Entre 1992 y 1995, Srebrenica se convierte en sinónimo de la barbarie en los Balcanes, una de las manifestaciones más contundentes de la miseria humana y del mal. A pesar de que la ONU declaró a la ciudad «zona protegida», sus 37 mil habitantes, la mayoría, musulmanes, sufrieron el asedio de las milicias serbias.
Apenas protegidos por un destacamento de cascos azules holandeses, al mando del coronel Tom Karremanns, los defensores de Srebrenica ofrecen una tenaz resistencia a la ofensiva de las milicias serbias y sus obuses devastadores. Sin agua ni víveres, sin luz eléctrica ni servicios sanitarios, deciden sobrevivir y esperar el desenlace de la guerra. Pero la mañana del 11 de julio de 1995, las brigadas serbias al mando del general Ratko Mladic ocupan la ciudad y, ante la incomprensible pasividad de los cascos azules, asesinan a 7 mil musulmanes, en su mayoría varones de entre 18 y 60 años. La mayor matanza en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial. En el granero principal de Srebrenica, los verdugos de Ratko Mladic queman vivos a 2 mil 400 musulmanes. Los cascos azules observan impasibles el martirio, escuchan los gritos y la agonía de las víctimas. Wesley Clark, antiguo alto mando de la OTAN en Europa, acusó hace seis meses ante el Tribunal de La Haya al ex presidente serbio Slobodan Milosevic de haber permitido la carnicería de las tropas serbiobosnias. Cada metro cuadrado de esta ciudad, dice la Asociación de Madres de Srebrenica, está teñido de sangre.
En El genocidio bosnio, Norman Cigar ha escrito que la guerra de Kosovo y el genocidio en Bosnia comenzaron en 1989, cuando Milosevic, iniciando la frenética campaña de exaltación nacionalista serbia que le permitió hacerse del poder absoluto -y, al mismo tiempo, precipitó la desintegración de la Federación Yugoslava-, abolió el estatuto de autonomía de esa provincia, prohibió a los kosovares albaneses sus escuelas y toda representatividad pública y, pese a constituir 90 por ciento de la población, los convirtió en ciudadanos de segunda y los sometió al poder de 10 por ciento de serbios. «La palabra exterminio calza como un guante», escribe Cigar, «a la operación de Milosevic. En plena negociación de la paz en Rambouillet, Milosevic -en contra de los compromisos pactados- inicia la movilización de 40 mil hombres del ejército yugoslavo hacia Kosovo y, unos días más tarde, impermeabiliza la provincia mediante la expulsión de la prensa internacional. Los testimonios recogidos mediante los refugiados kosovares en Macedonia y Albania, indican una fría planificación, ejecutada con precisión científica». En los poblados ocupados por la soldadesca serbia se separa a los jóvenes de los niños, ancianos y mujeres, y se les ejecuta, a veces haciéndolos cavar primero sus propias tumbas. Los registros públicos desaparecen quemados, así como toda documentación que acredite a kosovares y musulmanes como propietarios de casas, tierras o, incluso, de que alguna vez vivieron allí. En cualquier caso, la locura de Milosevic es la limpieza étnica: hacer de Kosovo una región ciento por ciento serbia y ortodoxa, sin rastro de musulmanes o albaneses.
Llama la atención el pliego consignatorio de Louise Arbour, fiscal del Tribunal Penal para la ex Yugoslavia, en mayo de 1999, contra Milosevic. «Se le acusa de haber planificado, instigado, ordenado y efectuado una campaña de terror, violencia y limpieza étnica sistemática efectuada por las fuerzas yugoslavas en Kosovo». En cambio a los militares Ratko Mladic y a Radovan Karadzic se les acusa directamente de «genocidio» y crímenes de guerra, como el de Srebrenica. Unos meses después el Tribunal Penal Internacional de La Haya para la antigua Yugoslavia acusó a Milosevic también de genocidio. Mladic y Karadzic desaparecieron desde la firma de los acuerdos de paz de Dayton que dieron fin a la guerra en diciembre de 1995. Desde hace 11 años, las tropas de la OTAN desplegadas en la zona han intentado en vano detener a ambos criminales y llevarlos a juicio en La Haya. Inútil. Una parte de la población serbia los protege, los considera sus héroes de guerra: en el centro de Belgrado se venden camisetas con las efigies de los dos genocidas, prueba más que evidente que un sector de la sociedad serbia apoyó sus delirios nacionalistas y genocidas. Mladic y Karadzic, al parecer, pueden haberse sometido a una operación de cirugía estética y haber cambiado de rostro, o residir con una identidad falsa en cualquier país extranjero.
Mientras un organismo de la ONU investiga en fosas comunes descubiertas en Bosnia oriental para hallar los miles de cadáveres, la Asociación de Madres de Srebrenica pide justicia y denuncia miles casos. Gordon Bacon, responsable de la Comisión Internacional para Personas Desaparecidas, (ICMP, por sus siglas en inglés) tiene a su cargo la investigación sobre las fosas abiertas de Srebrenica. «Son más de 5 mil», escribe el periodista alemán Rolf Schubert, «apenas han descubierto la cuarta parte».
Desde el siglo XIX, Manuel José Othón descifra otra vez el horror:
¡Qué enferma y dolorida lontananza!
¡Qué inexorable y hosca la llanura!
Flota en todo el paisaje tal pavura
Como si fuera un campo de matanza
Y la sombra que avanza, avanza, avanza.
Parece, con su trágica envoltura,
El alma ingente, plena de amargura,
De los que han de morir sin esperanza.
«Todavía se encuentran restos de cadáveres en la zona, Hay tantas fosas comunes en esta zona de Bosnia oriental que cada metro esta teñido de sangre», dice Hatidza Mehmedovic, la vocera de la Asociación de Madres de Srebrenica. «El único perdón es la justicia. Las madres nos encontramos con gran falta de ayuda, porque los organismos internacionales se llenan la boca con el recuerdo de Srebrenica, pero después no hacen nada. De los 11 mil desaparecidos en julio de 1995, han sido encontrados unos 2 mil restos y otros 5 mil, exhumados, pero permanecen sin identificar. Los demás cadáveres no han aparecido. Nadie frenó esta matanza, los soldados de la ONU nos vieron morir. Muchos serbios saben dónde fueron enterradas las víctimas, pero el miedo les impide hablar».