Viendo lo que está pasando en Egipto uno tiene la sensación del déjà vu en Túnez. Mártires que se queman a lo bonzo; protestas por todo el país; intervención asesina de la policía sobre todo en las ciudades de provincias; extensión de las protestas a la capital; carteles de los dictadores arrancados; censura; mensajes tranquilizadores […]
Viendo lo que está pasando en Egipto uno tiene la sensación del déjà vu en Túnez. Mártires que se queman a lo bonzo; protestas por todo el país; intervención asesina de la policía sobre todo en las ciudades de provincias; extensión de las protestas a la capital; carteles de los dictadores arrancados; censura; mensajes tranquilizadores de los dictadores; dimisión de miembros del gobierno; recrudecimiento de las manifestaciones; retirada de la policía; bandas de sospechosos saqueadores; jóvenes que defienden sus barrios de los saqueos; intervención del ejército; acogida calurosa de los manifestantes al ejército.
Túnez y Egipto corren parejos. A este proceso la Secretaria de Estado de EEUU, Hillary Clinton, lo llama «Transición». Empleó por primera vez el término refiriéndose a Túnez en su comunicado de prensa del 14 de enero. Lo volvió a emplear en la rueda de prensa que mantuvo con la ministra de Exteriores española otra vez para referirse a Túnez. Anteayer reiteró el concepto al referirse a Egipto. También lo empleó Richard Holbrooke a propósito de Afganistán: «No tenemos una estrategia para la salida, sino una estrategia de transición». Es evidente que algo ha cambiado en la actitud de los EE.UU hacia los países que asoman al Mediterráneo (también se advierten sacudidas en Albania) y en otros países árabes. Cuando la fuerza de los dictadores designados por el Imperio ya no garantiza el dominio del territorio, entonces los EE.UU recurren a «transiciones». Que nos lo digan a los españoles, o a los chilenos, o a los argentinos.
En el caso en cuestión hay un asunto demográfico que se ha escapado del control del Imperio, obsesionado por mantener el statu quo en la zona. Hasta lo de Túnez, la política estadounidense no veía mucho más allá de la garantía de las relaciones con Israel y el control de las negociaciones de paz. El 13 de enero, en el Fórum para el Futuro de Doha, hasta la Clinton reconocía el estallido social en el mundo árabe: «Por ejemplo, la mayoría creciente de la población de esta región está por debajo de los 30 años. De hecho está previsto que en un país, Yemen, la población se doble en 30 años». Y se acordaba de Santa Bárbara limpiándose las manos: «Aquellos [líderes de la zona] que se aferren al statu quo acaso puedan dar respesta al impacto de los problemas de sus países durante un tiempo, pero no para siempre […]». En la II Cumbre Económica Árabe, celebrada en Sharm el Sheij justo después de estallar la revuelta en Túnez, los jefes de Estado de las 22 naciones árabes prefirieron priorizar el impulso a un programa de dos mil millones de dólares para apoyar a las economías más débiles y evitar protestas callejeras contra el desempleo, el alza de precios y la corrupción. Esa generosidad póstuma no sólo no tranquilizó a nadie sino que dio buena muestra de cuánto temblaban los regímenes hasta entonces indiscutibles.
Da la sensación de que los EE.UU y Europa llegan tarde a esta cita con la historia y que este intento de domarla mediante un proceso gobernado desde arriba manu militari no es tan sencillo. Tony Blair expresa bien el objetivo último de este proceso (y la dificultad de alcanzarlo ahora): «Hay que gestionar el proceso de tal modo que tengan verdadera democracia, pero siempre que la relación entre israelíes y palestinos no se vea afectada, sino mejorada». El Imperio ha estado ciego por el peligro del islamismo, ha abrazado el conflicto de civilizaciones y ha perdido de vista la explosión demográfica. Según datos de este año, el 52% de los egipcios tiene menos de 25 años; y uno de cada cinco tiene edades comprendidas entre los 15 y los 24 (son 17 millones según UN Population Division). Un dato más sobre la desesperación en que vive la juventud egipcia: en 2010 hubo 104.000 intentos de suicidio, el 67% de los cuales los protagonizaron jóvenes de edades comprendidas entre 19 y 25 años. Ante la falta de expectativas, a los jóvenes de las riberas sur y este del Mediterráneo les atrae con fuerza la inmigración, el sueño de Europa para salir de su pesadilla cotidiana. Para estos jóvenes, «quemar la frontera era un acto político, de ruptura contra las restricciones de la libertad de circulación impuestas por Europa […]» (1). El que esa frontera sur se cerrara, el que se esté construyendo un muro en la frontera greco-turca es, en la misma medida, un acto político, sólo que sucede en sentido opuesto. Cuántos políticos europeos están cabalgando la idea de la invasión de inmigrantes para ganar consenso. El último ha sido David Cameron: «El boom de la inmigración hizo que nuestra economía naufragara». Europa, con gran cortedad de miras, sólo ha pensado en frenar la presión migratoria sellando fronteras, y ahora esos pueblos oprimidos han estallado. Un hecho de estos días deja claro hasta dónde llegan la cerrazón y la hipocresía europeas: el pasado 27 de enero dimitió Ahmad Masa’deh, Secretario de la Unión por el Mediterráneo, tras un año en el cargo, y lo hizo por falta de financiación para el proyecto: pidieron 14,5 millones de euros para funcionar, pero sólo les otorgaron 6,2 millones. Amén de la excusa de la financiación, este proyecto fracasa también porque, aunque su misión era promover inversiones, no ha conseguido nada y los países árabes están cansados de prospectivas. Las inversiones directas de compañías europeas en países de la orilla sur del Mediterráneo suman poco más del 2% de las inversiones europeas en el mundo (2). La Cumbre de Barcelona fue anulada dos veces. Por no financiar, la Unión Europea ya no financia ni las apariencias con los vecinos. Desde que Catherine Ashton, Alta Representante de la UE para Exteriores, asumió su cargo, la UE nunca habla antes que lo hagan los EE.UU o Israel. No es de extrañar que en la reunión de ministros de Asuntos Exteriores del lunes apareciera como por arte de magia el concepto de «Transición ordenada».
Si esta idea es la misma para la Clinton que para el Jerusalem Post, que apuesta por Solimán por ser «capaz de mantener el orden mientras se apuntan cambios graduales», es probable que no tardemos en ver editoriales como aquel vergonzoso «Mubarak manda» de 1995 en que, después de 12 muertos durante unas elecciones, se elogiaba a «uno de los aliados más fieles de Occidente», que intentaba al menos «mostrar avances en la construcción de una democracia laica y pluralista bajo la autoritaria dirección de Hosni Mubarak».
Mucho depende de cómo reaccione estos días el ejército egipcio. Más aún de cómo siga reaccionando el pueblo egipcio, que de momento sigue entusiasmado al ver tambalearse al dictador. Sin embargo, después de leer las últimas crónicas desde Túnez de Jacopo Granci (en italiano) o, mejor, las de Alma Allende, da la impresión de que estadounidenses, israelíes, europeos y los viejos secuaces de los regímenes quieren que el pueblo «transite ordenadamente» por la historia hasta alcanzar ese purgatorio democrático donde el mercado se ocupa -si le dejamos- de tareas que hacían antaño los dictadores. Pero no caigamos en el derrotismo. Mucho se ha ganado ya. No podrán borrar el aliento de libertad de estos días.
Notas:
1. Gabriele del Grande, Il Mare di mezzo, Infinito Ed. p. 22.
2. La Vanguardia, 23/1/2011, p. 14
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rCR