Los violentos enfrentamientos que estos días sacuden Sudán han provocado un aluvión de análisis que han situado al país en el centro de la atención mediática.
Sudán ha sido y es un país con una variedad de etnias, lenguas y religiones, lo que en ocasiones ha generado muchos desafíos en términos de construcción e interpretación nacional. El país africano es uno de los estados más importantes del continente, el tercero por tamaño y con una importante variedad de recursos (oro y otros minerales, gas, petróleo…) que le podrían situar en una situación privilegiada desde el punto de vista económico. Sin embargo, la realidad es otra, con un país donde la economía al borde del colapso, amplias franjas de la población sufriendo hambruna, el precio de los alimentos y otros productos de primera necesidad por las nubes, con una moneda depreciada y con la ausencia casi total de apoyo financiero exterior.
A ello habría que añadir la importancia geoestratégica, lo que lleva a Sudán a convertirse también en un objeto de deseo por parte de actores internacionales y regionales, que no dudan en maniobrar directamente o impulsar aliados locales para mantener la balanza a favor de sus agendas.
En esa línea, la mayoría de las fuentes coinciden en varios aspectos de esta nueva crisis. Se señalan dos protagonistas: Mohammed Hamdan Dagalo “Hemedti”, que dirige la fuerza paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF) y el Abdel Fattah al Burhan, máximo mandatario del ejército sudanés y presidente de facto desde el país. Ambos, otrora aliados, se han convertido en enemigos ya que aspiran a seguir preservando su influencia militar y política. Ambos no dudan en utilizar sus apoyos exteriores para situarse en una situación de ventaja frente a su adversario.
Los acontecimientos de los últimos años (sucesión de golpes militares, protestas de la población civil, proceso de transición…) han mostrado que más que un proceso para solucionar problemas, estamos ante un proceso de actores que utilizan esos problemas y el proceso mismo para defender sus propios intereses.
Sin embargo, para afrontar la crisis actual de Sudán tal vez convendría hacerlo desde otro enfoque. Como apunta un profesor y activista local, “una gran mayoría de los sudaneses sufre una crisis de identidad cultural peculiar, crónica y grave, resultado de una falacia cultural surgida por las particularidades locales antes de la colonización, amplificada en la época colonial y reproducida desde entonces. Ese proceso continuo funciona en beneficio de un «centro» minoritario de élite a través de la monopolización del poder y la riqueza en desventaja extrema de las poblaciones mayoritarias del país en «los márgenes».”
La transformación de la identidad africana a la identidad árabe, es decir, la arabización e islamización de Sudán, a partir de los siglos XIV-XVI, y que tuvo su reflejo en el Sultanato de Funj, con la esclavitud como pieza central y con el color negro totalmente estigmatizado por presentarse como sinónimo de “esclavo”.
Además, esa nueva realidad se reflejó en el abandono del sistema matrilineal, que sólo reconoce la descendencia a través del linaje de la madre, y la adopción del sistema patrilineal, donde solo se considera la descendencia a través del linaje del padre.
Fruto de todo ello, va a surgir una nueva conciencia ideológica de la raza y el color, “la paradoja del árabe negro que es anti-negro”. Así, los africanos arabizados se harán pasar por árabes no negros, comenzando un largo proceso de cambio de identidad: “para tener acceso al poder y ser al menos aceptados como humanos libres, los africanos tendieron a abandonar sus identidades e idiomas, reemplazándolos con el idioma y la identidad árabes”.
Para ello, no dudaron en deplorar abiertamente a los negros y convertirlos en esclavos, y al mismo tiempo, los matices del color de la negrura sustentarían un sistema de diferenciaciones raciales. Esta estrategia sería la que sembró la semilla de una ideología sudanesa de dominación de orientación árabe sobre los africanos. Un analista local lo definirá como el mecanismo de dominación, utilizando el esquema de “estigma vs. ‘prestigma’”.
El estigma de la esclavitud, que condena a las personas negras y de identidad africana a los márgenes o al fondo de la sociedad y la jerarquía cultural, obligándolos a vivir en la periferia de la vida nacional sudanesa, y el prestigma (acuñado por el analista como un término contrario al estigma) de los llamados libres, no negros y árabes, para atrincherarlos en los centros de poder, riqueza e influencia de Sudán.
Esta ideología racial subraya un proceso de alienación y dominación, creando una categoría de negros africanos que no se reconocen a sí mismos como negros africanos.
Tienden salvajemente a dominar a los africanos esclavizándolos y estigmatizándolos, y luego se entregan en gran medida al proceso de arabización para parecerse más a los árabes con los que se identifican. Y que en los años setenta, cuando trabajando como expatriados en los países del Golfo, descubrirán que los árabes los consideraban nada más que africanos negros, es decir, esclavos. Y como mucho, verán que se han convertido en una especie de árabes de segunda clase.
Durante los últimos cinco siglos, esta ideología de alienación que tiene sus raíces en la esclavitud, se ha ido consolidando en los sucesivos regímenes políticos, tanto los coloniales como los locales. Y han creado un esquema con un centro económico, político y militar, donde la ideología principal será el islam y el arabismo, haciéndose pasar por representantes de los intereses del pueblo, y desde donde se alienta a las personas que permaneces en la “periferia” a que se adhieran, renunciando a sus culturas y lenguas africanas para arabizarse. En consecuencia, la discriminación racial, el estigma de la esclavitud y la deshumanización siguen presentes en el país.
Como señala un profesor sudanés, “esto es así porque todo el proceso se basa en la contradicción y la paradoja. Donde el proceso de prestigma atraería a la gente hacia el Islam y una cultura pro-árabe, el proceso de estigmatización continúa descartándolos por motivos raciales. Uno puede adquirir una nueva cultura en un tiempo relativamente corto, pero difícilmente puede cambiar el color de la piel. Entonces, la negrura siempre se toma como una pista estigmática de la esclavitud.”
En estos momentos la prioridad debería ser detener la guerra y luego lanzar un proceso político que aborde los problemas y riesgos reales de la transición democrática de Sudán, no uno que se preocupe por la distribución de las partes del poder. Ese proceso deberá hacer frente a temas cruciales como el retorno de los desplazados internos y refugiados, las reformas del sector de la seguridad, la aplicación de la justicia, la realización de una conferencia constitucional y la preparación de elecciones, entre otros temas. Y para ello, el ejército debe volver a los cuarteles, se supone que la milicia debe disolverse y los militares deben estar sujetos a la supervisión civil.
No obstante, como argumenta el profesor local, “en realidad, la única identidad nacional lógica e inclusiva para Sudán, capaz de unir sus diversos componentes culturales, conectar su magnífica y compleja historia con su presente y desbloquear el potencial de la gente y la tierra, es la identidad africana, MJH. argumenta Es una identidad histórica, social y política general que es coherente con las realidades objetivas de Sudán. No excluye a nadie y abre posibilidades culturales más amplias que cualquier otra identidad nacional propuesta.”
De no ser así, Sudán seguirá inmerso en un círculo vicioso de injusticia, inestabilidad, guerras y subdesarrollo.
Txente Rekondo.- Analista internacional
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