Las políticas antiinmigración resultan inoperantes frente a multinacionales del delito cuyo negocio se encuentra en la explotación de la marginalidad generada por siglos de colonialismo capitalista.
Países Bajos se encuentra sumido en una crisis de seguridad. La conocida como “Mocro Maffia” -una denominación empleada para referirse a las organizaciones dedicadas al narcotráfico de origen magrebí- ha sabido explotar la relevancia internacional de los puertos neerlandeses y convertirlos en la principal puerta de entrada de la cocaína a territorio europeo. Las consecuencias de ello son tan graves como mediáticas.
Políticos de alto perfil redoblando sus medidas de seguridad, la princesa heredera Amalia de Holanda amenazada, testigos, periodistas y abogados asesinados, y un índice de homicidios multiplicado por las guerras entre los diferentes clanes. La crisis de seguridad pública, término que hasta entonces había resultado disonante con la percepción generalizada de los Países Bajos, convertía a la inmigración en el asunto principal de la campaña electoral de las elecciones generales de 2023. Hecho que daba el espaldarazo definitivo al Partido por la Libertad (PVV) de Geert Wilders.
Wilders y sus socios de gobierno pretenden afrontar una problemática internacional en términos nacionales. El coste de esta perspectiva es enorme. Las políticas antiinmigración resultan inoperantes frente a multinacionales del delito cuyo negocio se encuentra en la explotación de la marginalidad generada por siglos de colonialismo capitalista. Precisamente esa es la raíz del reto que afrontan los legisladores neerlandeses.
Mientras la percepción de inseguridad se apodera de la opinión pública nacional y se exporta al resto de Europa, el legado colonial neerlandés retorna diariamente a la metrópolis en forma de toneladas de cocaína emanadas de la última de sus colonias: Surinam.
La colonia que no merecía la pena mantener
Surinam es un remanente de las ambiciones imperiales y monopolísticas de los Países Bajos en el Atlántico. Recién independizadas, las siete repúblicas que conforman el embrión de lo que hoy conocemos como Holanda, se lanzaron a la competencia por los flujos de comercio internacionales, teniendo por uno de sus principales objetivos la monopolización del comercio triangular entre África, América y Europa.
A través de la Compañía de las Indias Occidentales (GWC) se embarcaron en una disputa geopolítica por la hegemonía sobre el Atlántico Sur con Portugal. El éxito inicial fue rotundo. Durante el siglo XVII la sección meridional de este océano sería eminentemente neerlandesa. La fachada atlántica africana suministraba la mano de obra esclava, mientras que su homóloga americana se poblaba de monocultivos y los beneficios eran repatriados.
Pero la “edad de oro” no sobreviviría a esa centuria. Los esquemas extractivistas neerlandeses no pudieron competir contra las economías de escala británicas. La hegemonía les sería arrebatada por el Reino Unido, mientras que Portugal cobraba las cuentas pendientes en ambas orillas. Pronto la GWC se vería reducida a las posesiones en las Antillas y Surinam, hecho que desplazó el interés estratégico de Ámsterdam a la actual Indonesia.
Surinam nació como una colonia fallida. Su irrelevancia estratégica hacía que su gestión dependiera exclusivamente de los beneficios que aportarán la explotación de los recursos naturales, cosa que, sumada a que el 80% de su territorio es selvático, estará en la raíz de las dos grandes tendencias sociopolíticas del país: la limitación del control estatal a las áreas costeras y la adquisición de un carácter nodal en las rutas de contrabando.
Paramaribo -la capital- y sus territorios circundantes se erigieron por y para la esclavitud de la población afroamericana. Sin embargo, esta población tenía una escapatoria: la selva. Con la colaboración de las poblaciones amerindias, miles de ex-esclavos huirían al remoto interior y en un proceso de etnogénesis formarían la etnia “cimarrón”. Frente a ello, las autoridades coloniales apostaron por la importación de mano de obra proveniente de Java y el Subcontinente Indio. De este modo se generará una sociedad multicultural compuesta por afrodescendientes urbanos, cimarrones, javaneses, hindúes y amerindios.
El siglo XX debilitó irremediablemente la administración colonial. La bauxita, el oro y las maderas preciosas, sustituirán al monocultivo como principal fuente de riqueza y posicionarán a la aún colonia en la órbita económica de Estados Unidos -siendo más rentable para esta potencia que para la metrópolis-. De ello se derivará la intención neerlandesa de poner fin a su dominio, lo cual generaba multitud de cuestiones de carácter identitario y económico que actuarían como una “espada de Damocles” sobre el nuevo país.
No merece la pena. Ese era el mensaje que transmitía Ámsterdam acerca de Surinam. Por su excolonia no habría derramamiento de sangre como si lo hubo en Asia y Oceanía y las propuestas de encaje en los Países Bajos serían prontamente desestimadas. El socialdemócrata Joop den Uyl lograría zanjar la cuestión colonial mediante una apresurada independencia surinamesa. De ahí en adelante, el término colonialismo sería desterrado del debate público neerlandés y su existencia se limitaría al relato nacionalista.
Contrariamente, sobre el terreno, la lógica era la opuesta. El Nationale Partij Suriname (NPS), mayoritariamente afrodescendiente urbano, abogaba por la independencia, circunstancia que generaba elevadas cuotas de desconfianza entre las comunidades indias y javanesas. Mientras amerindios y cimarrones eran marginados del debate nacional, la ex metrópoli limitaba su responsabilidad a la ayuda al desarrollo y facilidades migratorias que atraerán hasta el 40% de la población. Surinam ya era un Estado fallido al momento de su nacimiento.
El narcotráfico al rescate
Carencia de control territorial, falta de infraestructuras públicas, extractivismo económico y falta de un rumbo teórico acerca de las cuestiones identitarias y económicas. Este era el legado de los Países Bajos en Surinam. En tan solo cinco años, la caída de los precios de la bauxita arrastraría al país al caos.
El NPS, liderado por Henck Arron -padre de la independencia- sucumbió ante un ejército falto de financiamiento y con una figura carismática al frente: Desi Bouterse. Bouterse en el “Golpe de los Sargentos” lograba unir a criollos y afrodescendientes bajo las promesas de renovación y desarrollo; al tiempo que generaba una camarilla militar que eliminaba sistemáticamente a la antigua élite en los “Asesinatos de diciembre”.
Frente a ello, Amsterdam reaccionaba con virulencia y cortaba toda ayuda económica. Ello hizo poner en relieve la segunda de las dinámicas anteriormente mencionadas. Y la coyuntura no podía ser mejor. Washington y Bogotá intensificaron su persecución a los grupos criminales colombianos, cosa que los llevaría a tratar de diversificar sus mercados. De esta forma, en 1983, el palacio presidencial recibía como invitado a Pablo Escobar Gaviria, cambiando el país para siempre.
Bouterse y sus socios levantaron un entramado de pistas clandestinas en la selva que surtía de cocaína las rutas entre los puertos surinameses y neerlandeses. Surinam se acababa de convertir en un cártel en sí mismo. Ministros, funcionarios y militares supervisaban personalmente el trasiego de drogas, al tiempo que la DEA y el Centrale Recherche Informatiedienst (CRI) ponían su atención sobre las mismas.
Pese a la bonanza que traía consigo la cocaína, esta solo avivó las tensiones generadas por siglos de colonialismo. Amerindios y cimarrones, partícipes del comercio al ubicarse las pistas en su territorio, entraron en guerra contra el Estado. Entre 1986 y 1992, el país sufriría masacre tras masacre, que servirían para cimentar el ascenso al poder de Ronnie Brunswijk. Antiguo guardia personal de Bouterse y cimarrón, crearía su propia estructura criminal.
La “conexión suri” de la Mocro Maffia
Los acuerdos de Lelydorp ponían fin a seis años de guerra civil, período en el que ambos bandos habían logrado un hito histórico: para inicios de los 90, hasta el 50% de la cocaína que entraba en Países Bajos lo hacía vía Surinam. Es en ese momento en el que se crean las condiciones para la actual “tormenta” que padece Holanda. Cocaína, población inmigrante marginalizada y facilidad para el lavado de capitales generarían la “Mocro Maffia”.
Mientras los clanes marroquíes del narcotráfico se incubaban en los arrabales de Amsterdam, Rotterdam, Amberes y Antwerp, el negocio se expandía cuadráticamente y se institucionalizaba. Bouterse y Brunswijk se centraron en consolidar sus respectivas redes clientelares, el primero dirigiendo el National Democratic Party (NDP), y, el segundo, estableciendo su control sobre el sector de la minería de oro y el entretenimiento deportivo. La integración plena en el nuevo orden político ha resultado ser la mejor inversión de sus carreras. En 2010, Desi Bouterse retornaba al poder y acto seguido aprobaba una ley de amnistía frente a los juicios por los “Asesinatos de diciembre”.
El primer cuarto del siglo XXI ha estado marcado por la internacionalización. Dino Bouterse, hijo del expresidente, empleaba la embajada en Brasilia para afianzar los contactos con el crimen organizado brasileño, Roger Khan el “Pablo Escobar guyanés” era detenido en Surinam, se creaba una ruta gestionada por las FARC y el ELN entre los departamentos amazónicos colombianos y la excolonia neerlandesa y, finalmente, el alcance de sus exportaciones arribaba a Francia y Bélgica.
Paralelamente, en Europa, Ridouan Taghi, el más destacado de los capos de la Mocro Maffia, creaba una sociedad inter-europea del crimen con Raffaele Imperiale de la camorra napolitana, Daniel Kinahan de la mafia irlandesa y el traficante bosnio Edin Gačanin. Todo aderezado con la omnipresente sospecha de vínculos con el servicio de inteligencia iraní. En este proyecto multinacional de tráfico de drogas, Surinam funge como el pegamento entre ambos hemisferios.
El idilio duró en el anonimato el tiempo que el carácter fragmentado de la industria del narcotráfico pudo contener el conflicto abierto entre sus partes. El robo de un cargamento generaba la “Mocro War” entre los clanes Taghi y Bouyakhrichan, lo cual llamaba la atención de la opinión pública. Juicios y delatores llegaron con ella. Nabil B, el arrepentido cuyo testimonio generó el Juicio Marengo, declaró acerca de la “conexión suri”, implicando directamente a Desi Bouterse como socio de Taghi. Asimismo, su hijo, preso en los Estados Unidos, se declaraba culpable de haber tratado de importar miembros de Hezbollah a Surinam para tareas de seguridad.
Desde entonces, la coyuntura ha tomado tintes de interregno en ambos países. En el país sudamericano, la llegada al poder de Chandrikapersad Santokhi, quien fue el principal impulsor de los juicios por los “Asesinatos de diciembre”, prometía reformas estructurales. Estas se desvanecieron con el nombramiento como vicepresidente de Ronnie Brunswijk. El liderazgo del hampa por parte de la segunda autoridad del país, transformó las esperanzas en frustraciones y posibilitó el asalto al parlamento por parte de manifestantes en 2023.
Simultáneamente, las consecuencias de la adicción del sistema financiero neerlandés al lavado de capital, se dejaban sentir en la política. Geert Wilders y su PVV lograban envolver de un aura securitaria el debate público, ganando las elecciones generales y entrando en el gobierno junto al conservador People ‘s Party for Freedom and Democracy (VVD). Por su parte, Taghi fue sentenciado a cadena perpetua y sometido a aislamiento, mientras su principal rival, Karim Bouyakrichan, se haya fugado, presumiblemente en el extranjero. Situación que promete el advenimiento de una nueva generación de líderes mafiosos.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/analisis/surinam-pieza-faltante-crisis-seguridad-publica-neerlandesa