Se han cumplido ahora treinta años de la destrucción de la Unión Soviética.
Violando el referéndum de marzo de 1991, donde la gran mayoría de la población de las repúblicas soviéticas votó por la conservación de la URSS, los tres conspiradores (el presidente ruso, Yeltsin; el ucraniano Kravchuk y el bielorruso Shushkévich) que se reunieron a espaldas de Gorbachov en el bosque de Białowieża el 8 de diciembre de 1991, junto a la frontera polaca, disolvieron la Unión protagonizando un golpe de Estado que recibió el inmediato apoyo de todos los poderes occidentales. Los tres de Białowieża se revelarían después como unos corruptos y ladrones. Yeltsin era un demagogo que supo engañar a la población rusa: se hizo elegir como defensor de Lenin y giró en unos meses a imponer el capitalismo de bandidos.
La operación contó con la complicidad de Estados Unidos, que conocía las intenciones de los conjurados y abonaba la partición del país. En el trasfondo había una desmedida ambición de poder del turbio y borracho Yeltsin: quería todo el poder del Kremlin y para ello debía expulsar a Gorbachov, y la forma de conseguirlo era disolver la Unión Soviética.
Cuando Gorbachov fue informado por Shushkévich del acuerdo de disolución de la URSS, el pusilánime presidente se sintió incapaz de oponerse a la conjura, debilitado por el fuego cruzado de quienes encabezaron con el vicepresidente Yanáyev la intentona fracasada de agosto de 1991 para apartarlo del poder y quienes como Yeltsin y los dirigentes nacionalistas conspiraban en el desorden creado por la perestroika. Gorbachov podía haber resistido, ejerciendo su poder como presidente de la URSS, pero fue un funesto gobernante: abandonó y dejó el campo libre a Yeltsin. Si el proyecto de Gorbachov era la renovación del socialismo y del país, se rodeó de los peores dirigentes para hacerlo, como Yakovlev o Shevardnadze. Yakolev admitiría después que en los años de la perestroika trabajaba para liquidar el Partido Comunista. Además, las decisiones de Gorbachov desorganizaron la economía y crearon un creciente caos que aprovecharon los enemigos del socialismo.
Sigue asombrando cómo personajes de la calaña de los tres de Białowieża pudieron llegar a puestos tan relevantes en el PCUS: los comunistas rusos explican hoy que una parte de la organización había degenerado. Los Yeltsin, Kravchuk, Shushkévich, el kazajo Nazarbáiev, el uzbeko Karímov, el azerí Mutallibov y otros, vieron la ocasión propicia para apoderarse de la riqueza del país: todos ellos disolvieron el partido comunista en sus repúblicas y acabaron organizando partidos derechistas: empezaba el tiempo de los ladrones, que aún no ha terminado. También asombra que muchos intelectuales creyeran a un sujeto como Yeltsin, un corrupto, hipócrita y borracho que, dos años después, en 1993, bombardearía el parlamento ruso causando una matanza en Moscú.
Ahora, con ocasión del treinta aniversario de la disolución, Kravchuk fue entrevistado en la televisión rusa y siguió con sus armas de tramposo: «Si Białowieża fue un golpe de Estado, ¿por qué nadie se rebeló?», dijo. Ocultó que Gorbachov había dimitido como secretario general y hecho un llamamiento para disolver el partido ya en agosto de 1991, y que el día 29 de ese mismo mes el Partido Comunista fue prohibido en toda la Unión Soviética, y sus locales incautados, y que en las repúblicas gobernaban oportunistas como el uzbeko Karímov que pasó de apoyar la intentona de Yanáyev a prohibir el Partido Comunista en Uzbekistán. Los millones de comunistas soviéticos carecían de dirección, y todas las organizaciones del partido estaban prohibidas: también comenzaba la persecución.
En el tránsito al capitalismo murieron millones de personas. La traición llegó tan lejos que había agentes de la CIA en el gobierno de Yeltsin e incluso en las instalaciones nucleares, que diseñaron la privatización y el robo de la propiedad pública. Los golpistas de Białowieża sabían que la mera persistencia de la Unión Soviética era un impedimento para sus objetivos de gángsters. Sin embargo, pese a la represión, el comunismo no ha desaparecido: el partido comunista ruso, reorganizado, continúa siendo la principal fuerza política del país, aunque le roben las elecciones, como ocurrió en 1996 con Yeltsin o en los recientes comicios a la Duma.
La destrucción de la Unión Soviética dio inicio a un nuevo ciclo de explotación y latrocinio en el mundo y estimuló la voracidad imperialista de Estados Unidos, que quiso someter al planeta sin temor a la oposición soviética, aunque fracasó, y después llegó China. Pero esa es otra historia, aunque sea la misma.
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