Cuando en diciembre de 1991 se produjo la disolución de la URSS, las movilizaciones de carácter nacional eran las hegemónicas en las diferentes Repúblicas que componían la Unión.
La tensión nacionalista era muy fuerte y estaba cargada de múltiples agravios acumulados a lo largo de décadas y, en algunos casos, tenían sus orígenes en el periodo anterior a la fase revolucionaria iniciada en 1917.
El proceso de disolución fue relativamente controlado. Aunque se produjeron escenarios con muertes, por lo general se evitaron los baños de sangre, salvo en Transcaucasia. Lo que no se pudo impedir fue el estallido de conflictos que, con el paso del tiempo, quedaron hibernados sin que se alcanzase alguna solución que los regulara definitivamente. De este modo, los frentes abiertos en Abjasia u Osetia, dentro de Georgia, en Nagorno Karabaj entre armenios y azeríes, en Transnistria/Moldavia han permanecido abiertos y conociendo fases de calentamiento y enfriamiento tras la intervención de la comunidad internacional en algunos casos y de Rusia en otros.
El caso de Ucrania fue diferente desde el comienzo. Siendo una de las últimas Repúblicas en movilizarse masivamente en tiempos de la perestroika, su irrupción tuvo características propias marcadas por la masividad, la emergencia de una memoria histórica traumatizada por las experiencias del periodo estalinista y la II Guerra Mundial. Pero quizás lo más llamativo del caso ucraniano sea que su entrada en el juego político significó romper la unidad, por artificial que fuera, entre los pueblos eslavos considerados hermanos.
La URSS fue la solución política alcanzada tras el periodo revolucionario y la Guerra Civil. Aquella estructura federativa se organizó en torno a un centro eslavo hegemónico que agrupaba a las periferias báltica, caucásica o centroasiática, por citar a las áreas más significativas. Dentro del núcleo eslavo, la preponderancia rusa apenas tenía cuestionamiento en el caso de Bielorrusia, pero no ocurría lo mismo en Ucrania donde los bolcheviques tuvieron que hacer frente a un nacionalismo conservador, derechista, por un lado y, por otro, a tendencias izquierdistas dentro del movimiento revolucionario que aspiraban a un reconocimiento de la nueva identidad en pie de igualdad con Rusia. Finalmente, los pequeños rusos pasaron a ser ucranianos y en la nueva República soviética se alcanzó un acuerdo que facilitó la integración de otros sectores partidarios de la plena soberanía ucraniana dentro de la Unión Soviética. Esta experiencia permitió el desarrollo de la cultura nacional ucraniana durante un periodo de unos diez años que hizo posible la normalización y equiparación de la lengua ucraniana con la rusa o la promoción de cuadros autóctonos en el Partido Comunista y la institucionalidad soviética.
La consolidación del estalinismo puso fin a esa experiencia. La defenestración de la dirección del Partido Comunista de Ucrania, su disolución en la parte occidental (que actuaba en Galitzia, bajo soberanía polaca), acusado de troskista, y la trágica experiencia de la colectivización forzosa en el campo, con el pretexto de liquidar a los kulaks, que provocó una hambruna que produjo la muerte de varios millones de personas (las cifras oscilan según las fuentes, pero se admite que fueron no menos de seis millones de víctimas), son algunos elementos que provocaron una profunda ruptura con el campesinado y con buena parte de la intelectualidad quienes acabaron volviendo sus ojos hacia la oposición anticomunista que se desarrollaba entre la diáspora americana y la clase política emigrada a Centroeuropa.
La independencia de Ucrania en 1991 volvía a poner sobre la mesa la ruptura entre los hermanos eslavos. Y no se trata de una ruptura cualquiera. Los nuevos Estados se convirtieron, por superficie, en el primero y segundo de Europa. Ucrania nacía con cincuenta y cinco millones de habitantes, de los cuales una cuarta parte es rusófona, al tiempo que la nueva Rusia contaba con tres millones de ucranianos en su interior. Ambos Estados contaban con armamento nuclear, heredado de la URSS, y una frontera común de dos mil kilómetros. Empezaba así la gestión del divorcio entre ambos pueblos.
La independencia significaba alcanzar el gran objetivo de la estatalidad y la soberanía. Surgida de las llamas de la revolución de 1917, la integración de Ucrania en la URSS fue vista como un triunfo incompleto, máxime a partir del momento en que se impuso la subordinación a la línea política diseñada desde Moscú. Ni siquiera la incorporación a la ONU después de la II Guerra Mundial como Estado soberano con representación propia sirvió para que los sectores nacionalistas más recalcitrantes dieran una oportunidad a la Ucrania soviética aunque, a cambio, ni en los tiempos duros del estalinismo ni en los años posteriores del estancamiento de la época de Brézhnev, esa Ucrania soviética dio muestras de buscar su propio espacio político al margen del centro. De hecho, las reformas impulsadas por Gorbachov tuvieron un impacto tardío en Ucrania.
Los primeros años de independencia fueron gestionados por los herederos del poder político en la época comunista, que priorizaron la búsqueda de acuerdos con el antiguo centro político. En esa línea, cuestiones preocupantes como la situación de la población rusa de Crimea, abrumadoramente mayoritaria, los acuerdos sobre el reparto de la flota del Mar Negro, el permiso para el uso de la base naval de Sebastopol, la renuncia a las armas nucleares heredadas, fueron temas resueltos de manera amistosa.
Sin embargo, en lo referente a la política exterior poco a poco se fue abriendo una grieta que en los últimos años se ha profundizado hasta convertirse en un abismo. Los recelos se convirtieron en desconfianza cuando Ucrania fue buscando una vía que le permitiera alejarse de la tutela rusa. En este proceso, Rusia ha venido marcando de manera insistente unos límites que podrían recordar a la época en la que el Kremlin solo reconocía una soberanía limitada a sus antiguos aliados en el este de Europa. Para Rusia, el hecho de que Ucrania buscara un reconocimiento y unos acuerdos económicos con otros países fuera de su esfera de influencia significa dar pasos que reafirman el alejamiento y por lo tanto una creciente hostilidad hacia el nuevo vecino del sur. La actual crisis se inscribe en el conflicto que se viene desarrollando desde el año 2014 cuando Rusia ocupa y anexiona Crimea, al tiempo que en el este surgen las repúblicas secesionistas rusófonas en la región del Dombás. A estos hechos se responde desde Ucrania mediante un acercamiento a la OTAN en busca de seguridad lo que provoca en Rusia una profunda irritación.
Un nacionalismo surgido de la primavera de los pueblos en 1848
La consolidación de lógicas nacionales de acción política abre un creciente espacio a los nacionalismos ucraniano y ruso. En el caso ucraniano, su origen se sitúa en la revolución de 1848 dentro del Imperio austriaco en la región de Galitzia, donde convivía un campesinado ruteno [1] dominado por una nobleza de origen polaco. Al otro lado de la frontera, dentro del imperio zarista se encontraba una zona de poblamiento ucraniano, muy atrasada económica y políticamente, desnacionalizada, conocida como pequeños rusos, pero con una identidad diferenciada con respecto a Rusia. En esos mismos años, una parte de la intelectualidad ucraniana, encabezada por Dimitri Dontsov y el poeta Taras Sevchenko, inicia el proceso de construcción nacional.
La diferencia entre ambos lados de la frontera vendrá marcada en el futuro por la existencia de un régimen de libertades políticas que se consolidará en el Imperio Austro-Húngaro, lo que facilitará el desarrollo y arraigo del nacionalismo ruteno, frente al mantenimiento de la autocracia que dificultará seriamente su desarrollo en la parte rusa. Ante esa situación, desde Galitzia, la intelectualidad rutena se atribuirá la tarea de convertirse en una versión del Piamonte en tierras ucranianas, animando el proceso de identificación y unificación nacional.
En esa tarea, contará con el apoyo incondicional de la Iglesia unida o uniata, una estructura religiosa surgida en el siglo XVI, de obediencia católica pero con una imagen y liturgia ortodoxa. Históricamente, Rusia ha considerado esta actitud como una intromisión al considerar que los uniatas se comportan como servidores de agentes exteriores (Roma o Viena). De este modo, en Galitzia la población rutena levantó su propio proyecto nacional. La existencia de un sistema de libertades políticas más abierto que en Rusia dio como resultado la aparición de una cultura política que tenía pocos puntos en común con la parte rusa. Aún así, se desarrollaron lazos entre ambas partes, sobre todo cuando el zarismo procedió a perseguir todo lo que pudiera identificarse con planteamientos nacionalistas ucranianos al inicio del siglo XX. La I Guerra Mundial y la Revolución rusa permitieron la consolidación del nacionalismo ucraniano en un vasto espacio que se extiende desde Galitzia hasta Kiev, junto al río Dnieper.
¿Una o dos Ucranias?
En realidad, esa Ucrania surge como una nación en construcción que no se puede identificar con ninguna entidad política existente antes del siglo XX a pesar de la narrativa nacionalista que retrocede en la historia hasta la conversión de los eslavos al cristianismo en el siglo X y la fundación de la Rus de Kiev, elemento primigenio del que se reclama tanto el nacionalismo ruso como el ucraniano. Lo cierto es que tras la desaparición de esta entidad estatal, la evolución fue diferente en cada caso. Otros hechos históricos, como la tradición épica de los cosacos y su lucha contra los tártaros, son elementos ideológicos compartidos y disputados con la tradición rusa.
Intentar homogeneizar el amplio territorio que se extiende desde los Cárpatos hasta el Mar Negro es una propuesta complicada, sobre todo si se tiene en cuenta las diversas experiencias históricas vividas en cada zona, los ucranianos en las montañas del oeste y los rusos en el norte, en torno a Moscovia. Los hechos vienen a demostrar que se produjo una doble colonización: los ucranianos, saliendo de las montañas carpáticas, avanzaron hacia el sureste mientras que los rusos lo hicieron en dirección sur, en busca de los mares cálidos que aseguraran una salida viable a las rutas del comercio marítimo. Este es el origen de un diferente poblamiento entre el este y el oeste del país, con Kiev en el centro y el río Dnieper marcando, grosso modo, la frontera entre ambas áreas que se manifiesta, entre otras cosas, en la presencia de una escisión lingüística entre el oeste ucraniófono, hablado por dos tercios, y el este rusófono, el tercio restante, aunque solo el 25% se identifican como rusos.
Este elemento diferencial está en la base de la debilidad que sigue arrastrando el Estado ucraniano. Desde el inicio se habló de la existencia de dos áreas bien definidas y diferentes dentro de sus fronteras y se señaló el riesgo de fractura entre ambas en el supuesto de no encontrar un modelo adecuado de integración y respeto a las peculiaridades de cada zona. Treinta años después de alcanzar su independencia, este sigue siendo el verdadero reto pendiente de resolución para que la entidad estatal pueda consolidarse en el ámbito internacional. Mientras no se produzca el reconocimiento de las diferencias internas y un respeto exquisito a las mismas, el riesgo de escisión política será un peligro real para el futuro del actual Estado ucraniano. Sin duda, eso pasa por su reorganización en forma federal, una propuesta que rechaza el nacionalismo ucraniano por temor a que dicha estructura sea el primer paso para el desmantelamiento del Estado.
Por su parte, Rusia viene denunciando la situación de la población de las zonas rusófonas, instrumentalizando este asunto para mantener la presión sobre Ucrania. De este modo, ambas partes se retroalimentan. Ucrania busca desesperadamente apoyos exteriores para reforzar su independencia intentando alejarse de la tutela rusa, mientras que Rusia aspira a mantener un derecho de intervención en los asuntos internos ucranianos alegando que lo hace en defensa de la población de origen ruso y en defensa de su propia seguridad.
La religión, otra fractura
Pero además de la cuestión lingüística existen otros elementos que contribuyen a marcar esa separación de la que hablamos. El aspecto religioso juega aquí un papel importante. El mundo ucraniano se identifica con el espacio ortodoxo. Sin embargo, la presencia durante centurias del reino polaco en la parte occidental de la actual Ucrania permitió que el catolicismo lograra implantarse en la zona, aunque fuera de un modo que podríamos denominar tramposo.
Para poder acceder a los centros de decisión políticos, la nobleza polaca planteó como condición que el clero ortodoxo debía unirse a Roma y abandonar su obediencia al Patriarcado de Moscú. A finales del siglo XVI se procedió a la Unión de Brest por medio de la cual, los obispos ortodoxos de Galitzia juraban fidelidad al Papa de Roma. A cambio, y para evitar revueltas populares reclamando el mantenimiento de la ortodoxia, se permitió que la nueva iglesia siguiera realizando la liturgia religiosa según el rito ortodoxo. Dicho de otro modo, se mantenían las formas pero cambiaba la fidelidad, que ahora se encontraba en Roma. Este acuerdo es el origen de la Iglesia Unida o Uniata, que es rechazada frontalmente por la jerarquía ortodoxa acusándola de ser una infiltración romana. Con el tiempo la Iglesia Uniata se convirtió en una iglesia nacional que otorgaba una identidad propia al campesinado ruteno (católicos de rito oriental) frente a los terratenientes polacos (católicos de rito latino).
Por si fuera poco, a lo largo del siglo XX fue desarrollándose la idea de una iglesia ucraniana autocéfala. En el mundo ortodoxo un Estado se legitima cuando coinciden sus fronteras con una entidad religiosa que abarca sus mismos territorios. De este modo, a cada país le corresponde en el campo religioso un patriarcado propio. El territorio de la actual Ucrania estaba bajo la autoridad religiosa del patriarca de Moscú pero, con el desarrollo de la revolución desde 1917, fue cuajando la idea de separar a la iglesia ucraniana de la obediencia a Moscú. Nació así la Iglesia Ucraniana autocéfala, con su propio Patriarca. Sin embargo, debido a que tras la revolución de 1917 quedó dentro del espacio soviético, la autocefalia no pudo consolidarse aunque siguió existiendo, sobre todo entre la población ucraniana de la diáspora americana. De este modo compiten en la actualidad dos iglesias que se reclaman de la ortodoxia pero se identifican con planteamientos políticos muy diferentes.
La memoria dividida de la II Guerra Mundial
Los líderes nacionalistas ucranianos derrotados tras los acontecimientos de la I Guerra Mundial, tanto de la parte rusa, contrarios al comunismo, como de la parte austriaca que vieron cómo Galitzia quedaba incorporada al nuevo estado polaco, se establecieron en Francia, Alemania, Polonia y Checoslovaquia, así como entre la emigración ucraniana en Estados Unidos y Canadá. Radicalizaron su posición anticomunista (agentes soviéticos mataron a varios dirigentes ucranianos, como Simón Petliura) y durante los años treinta fueron acercándose a los planteamientos nazis. Creían que la única posibilidad de realizar el sueño nacional pasaba por vincularse al proyecto revisionista hitleriano para modificar las fronteras de Versalles. Con el inicio de la II Guerra Mundial, del mismo modo que surgió una Croacia o una Eslovaquia independiente, existía la posibilidad de que Alemania reconociera un estado ucraniano satélite de los nazis. Sin embargo, Hitler tenía otros planes y durante el transcurso del conflicto, los nacionalistas de la OUN (Organización de Nacionalistas Ucranianos) crearon el Ejército Insurreccional Ucraniano (UPA) cuya actuación sigue siendo muy controvertida en nuestros días y es un elemento más de división en Ucrania.
La OUN-UPA colaboró en un inicio con los nazis frente a los soviéticos así como en tareas relacionadas con el holocausto judío. Al mismo tiempo impuso su propia agenda llevando a cabo una verdadera limpieza étnica de población polaca en la región de Volinia. Ante el rechazo hitleriano fue deslizándose hacia el enfrentamiento con los nazis a partir de 1943. De este modo se produjo una carnicería cruzada entre nazis, partisanos soviéticos, polacos, ucranianos y judíos con gravísimos crímenes contra la humanidad. La UPA, que llegó a contar con cuarenta mil combatientes, continuó su lucha contra los soviéticos en la parte occidental de Ucrania hasta los primeros años de la década de los cincuenta. La memoria cruzada de aquellos salvajes acontecimientos divide todavía hoy a la sociedad ucraniana: en el oeste se considera que los combatientes de la UPA eran patriotas que tuvieron que desarrollar su combate en las peores circunstancias, lo que les convierte en héroes solitarios, víctimas de la incomprensión internacional. Por su parte, la propaganda soviética siempre presentó a los ucranianos como fascistas eliminando cualquier posibilidad de analizar críticamente el proceso y las condiciones en que se produjo.
El contacto de los destacamentos de la UPA con los obreros de las regiones mineras del este de Ucrania permitió conocer las inquietudes de una clase obrera que se manifestaba en contra del totalitarismo estalinista y, a la vez, reclamaba el mantenimiento de la propiedad colectiva de los medios de producción. Este hecho se reflejó en un cambio de orientación ideológica y la aparición de nuevas fracciones políticas a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, pero las duras condiciones de clandestinidad y el aislamiento acabaron con la resistencia sin que las nuevas ideas pudieran llegar a alcanzar un respaldo social significativo.
Cuando se produjo la disolución de la URSS se inició un controvertido debate sobre la memoria histórica que se mantiene vivo hasta hoy. Frente al patriotismo soviético, se levanta la memoria de la lucha partisana anticomunista que intenta minimizar los puntos negros que supone su colaboración con el nazismo y el holocausto judío. El anticomunismo se nutre de hechos y experiencias históricas pasadas, pero no cerradas. Si a esto añadimos un fenómeno más reciente, la conversión en oligarcas de buena parte de los cuadros del Partido Comunista de la época soviética, encontramos un terreno fértil para que una parte de la narrativa y de la simbología de la extrema derecha encuentre caldo de cultivo en las protestas de Maidan, elemento que ha sido utilizado como pretexto por Putin para lanzar el órdago de la anexión de Crimea en 2014, así como la descalificación global del nuevo gobierno de Kiev, acusado de ser una banda de fascistas que se han hecho con el poder mediante un golpe de estado.
La revuelta de Maidan ¿Indignación a la ucraniana?
La disolución de la URSS no fue finalmente el resultado de una movilización desde abajo sino un acuerdo por arriba entre unas élites políticas que se vieron obligadas a adaptar el marco de gobierno ante unas presiones populares que empujaban hacia el cambio; pero las masas delegaron dejando el proceso en manos de los mismos que venían ostentando el poder. Por otro lado, desde tiempo atrás, esas élites republicanas venían profundizando su alejamiento del centro político acompañado de una conversión a la economía de mercado. El resultado fue que se produjo un cambio en las estructuras de gobierno, una modificación de la política económica que acabó privatizando todos los sectores públicos y, lo más importante, perpetuó en el gobierno a la vieja burocracia reconvertida al libre mercado. Las formas democráticas no pudieron asentarse porque en ningún momento tuvieron la posibilidad de consolidarse.
Las políticas autoritarias continuaron, ligeramente atenuadas, pero siempre a la sombra de un poder autocrático que ponía límites muy claros a quienes cuestionaban su continuidad. De este modo, treinta años después hemos visto cómo se han consolidado regímenes formalmente democráticos en los que se encarcela a los líderes opositores (Rusia), perpetuados en el poder por medio de fraudes electorales (Lukashenko en Bielorrusia), el establecimiento de dinastías familiares (Azerbayán); sistemas de culto al líder que generan vergüenza ajena (Turkmenistán), etc.
A falta de cauces democráticos de participación, cuando llega la posibilidad de un relevo en las cúpulas, siempre se repite el mismo esquema. Al surgimiento de demandas democráticas le sigue una respuesta autoritaria, después vienen las movilizaciones callejeras radicalizadas y finalmente caída del gobierno para abrir paso a una nueva fase marcada, casi siempre, por la continuidad en las formas de gobernar. Son las llamadas revoluciones de los colores como las ocurridas en Georgia, Kirguistán, Moldavia o la revuelta de Maidan en el caso ucraniano. De forma sistemática, la reacción de Rusia a cada uno de estos procesos ha sido siempre la misma. Denunciar la posible inestabilidad que pueda suponer el cambio y señalar a las potencias imperialistas como responsables de esos acontecimientos, cumpliéndose así un plan prediseñado para cercar a Rusia.
En Ucrania los acontecimientos de los años 2013 y 2014 se pueden considerar como una explosión de hastío de una población agotada por los sacrificios impuestos, año tras año, para encajar las estructuras económicas del país con las políticas económicas sugeridas por organismos capitalistas supranacionales como el Fondo Monetario (FMI). Aunque cronológicamente coincide con las revueltas de los indignados en otros contextos geopolíticos (Primavera árabe, toma de las plazas…), en Ucrania la movilización se efectúa en medio de una crisis política y económica y sin un movimiento social capaz de defender un programa claro de reivindicaciones democráticas.
La crisis política tiene su origen en los debates entre propuestas de los grupos oligárquicos de cara a reforzar lazos con Moscú o, por el contrario, buscar vías de integración en Occidente. En el plano económico, además de los efectos de las medidas neoliberales habría que añadir los primeros pasos de Rusia de cara a doblegar las tentaciones ucranianas de autonomizarse de Moscú, que se concretaban en cerrar la llave del gas como medida de presión principal.
De esta crisis saldrán los confusos acontecimientos que llevan a la dimisión del presidente Yanukovich y su huida hacia el este de Ucrania donde fue detenido por los suyos, mientras que en Kiev, el Parlamento elegía un nuevo gobierno dirigido por el empresario oligarca Poroshenko.
Esta crisis suscitó honda preocupación en Rusia que vio en la misma, una amenaza más cercana. De ahí que desde el inicio descalificara a los nuevos gobernantes bajo la acusación de fascismo. Lo cierto es que tras la revuelta de Maidan vino un giro reaccionario a la derecha, con un auge de corrientes anticomunistas no muy diferentes a las existentes en Polonia, Hungría o Chequía. El relato anticomunista puede tener cierta comprensión a la luz de los acontecimientos ocurridos décadas atrás pero no se justifica para la actualidad, ni se puede aceptar en la medida en que solo sirve para profundizar el foso entre las dos grandes comunidades que viven en Ucrania. A la inversa, la seguridad de Ucrania será mayor si se regulan y se respetan escrupulosamente los derechos de las minorías. Mientras esto no ocurra, se están sentando las bases para los acontecimientos que vinieron después.
Riesgo de yugoslavización de la crisis ucraniana
Hablar de riesgo de yugoslavización no es una expresión carente de sentido en el caso ucraniano. La presencia de una minoría nacional que tiene continuidad dentro de las fronteras de un Estado vecino se produjo en el caso de Serbia y permitió en su momento poner en marcha el discurso de la victimización y discriminación de la población serbia, así como su derecho a alcanzar un Estado unificado para el pueblo serbio. Para ello se utilizaron todos los medios posibles, desde el Memorandum de la Academia de las Ciencias hasta las movilizaciones y finalmente el conflicto. Las poblaciones serbias de Croacia y de Bosnia escucharon los llamamientos de unidad y los cantos de sirena procedentes del centro político serbio y decidieron unirse a un movimiento de secesión que planteaba la necesidad de construir una Gran Serbia aunque para ello hubiera que destruir Bosnia y Croacia.
Es evidente que los tiempos han cambiado treinta años después y que no se puede hacer una comparación lineal, ni por asomo, de los casos de Serbia y Ucrania. Sin embargo, existe un elemento común a los mismos y es el hecho de que un estado llama a sus connacionales, del otro lado de la frontera a la insurrección patriótica. La revuelta en las regiones del este con las repúblicas de Donets y Lugansk tiene un claro aroma que remite a la las repúblicas serbias de Bosnia y la Krajina en Croacia.
Otro asunto es la anexión de Crimea, ocurrida en la primavera del año 2014, que se produjo tras una intervención militar rusa que se justificaba en la necesidad de defensa de los derechos de la población rusa en medio de la revuelta de Maidan y el intento de abolir la Ley de lenguas cooficiales. Este despliegue, facilitó que las autoridades prorrusas de Crimea proclamaran la república como estado independiente y solicitaran su incorporación a la Federación Rusa que se consumó en un corto período de tiempo. Putin declaró que la anexión fue legítima desde el punto de vista ruso justificándose en la confusión del golpe de estado en Kiev y las protestas del Maidan. Su popularidad en Rusia subió como la espuma.
El hecho de que se haya consumado la anexión de Crimea a Rusia y no se aplique la misma fórmula para las repúblicas del Dombás hace pensar que los planes de Rusia pasan, de momento, por mantener la presión desde el interior de Ucrania, forzando a negociar acuerdos parciales que permitan modificar la actual estructura administrativa ucraniana. Los mismos motivos que justifican la anexión de Crimea se podrían aplicar al Dombás. Mantenerlo abierto, como un frente capaz de amenazar la integridad ucraniana es la carta que puede jugar Rusia, estirando el conflicto tanto como sea necesario hasta obtener las cesiones que espera de Ucrania.
Rusia juega así con dos opciones, por un lado la carta irredentista, llamando a las poblaciones rusófonas a unirse a la madre patria (Crimea) y por otro, la permanencia del conflicto hasta que se reconozcan los derechos culturales y políticos para quienes siguen en territorio formalmente ucraniano, aunque en la práctica se mantenga fuera del control de Kiev.
Diciembre 2021. La crisis rampante
Dentro del proceso de hibernación y calentamiento del conflicto, el pasado julio de 2020 se firmó un acuerdo para restablecer el alto el fuego en la zona de combates en la región del Dombás. Se trataba de dar una oportunidad al cumplimiento de los acuerdos de Minsk firmados a lo largo del 2014 y 2015, cuando se iniciaron los enfrentamientos.
Para avanzar en la búsqueda de soluciones, además del alto el fuego, se introdujeron una serie de aspectos complementarios que deberían de permitir avanzar hacia una estabilización de la situación antes de llegar a la fase de resolución. Entre las medidas previstas estaban el establecimiento de puntos de control entre ambas zonas, facilitar por ellos el libre tránsito de civiles, negociar una ley que reconozca el status especial de la región del Dombás, una amnistía mutua, abrir un proceso de descentralización administrativa y la creación de una zona económica especial en la región para facilitar su reconstrucción.
Para el mes de diciembre, Ucrania alega que el rumbo de las conversaciones puede llevar a aspectos que comprometen la soberanía ucraniana, bloqueando el proceso negociador lo que causa irritación en Rusia. A partir de este momento, comienzan a difundirse noticias referidas a la preparación de maniobras militares, concentración de tropas en áreas cercanas a la frontera entre Rusia y Ucrania coincidiendo con declaraciones de V. Putin y S. Lavrov en las que se sube el tono con rapidez. Lo que al comienzo se señala como inaceptable, el acercamiento de Ucrania a la Alianza Atlántica, pronto se convierte en una línea roja que amenaza la seguridad de Rusia y que, por lo tanto, puede tener consecuencias militares. El presidente ucraniano Zelensky habla de intimidación y del derecho de su país a buscar ayuda para garantizar la defensa de la integridad territorial ucraniana. En los primeros días del mes de enero se llega a una situación de tensión que recuerda algunos momentos de crisis de la época de la Guerra Fría.
En el bloque occidental, las amenazas verbales se inician en Washington con declaraciones de Joe Biden que contribuyen de manera decisiva a elevar la tensión. Los tambores de guerra del este comienzan a escucharse en Occidente, sobre todo a partir del momento en el que el Secretario General de la OTAN, Stoltenberg, habla de movilizar a la tropa e iniciar un despliegue que afecta a los estados ribereños del mar Negro. El peligro de confrontación comienza a hacer evidente.
El papel de la OTAN en esta escalada es un elemento clave. Formada como alianza militar en los años de la Guerra Fría, su papel como gendarme mundial ha ido escalando puestos. Con el final de la política de bloques se disolvió no solo el Pacto de Varsovia, liderado por la URSS, sino que desaparecieron todas las alianzas regionales anticomunistas tejidas por los Estados Unidos (SEATO en Asia, ANZUS en el Pacífico, CENTO en Oriente Medio) excepto la OTAN que, lejos de limitar sus actividades, incrementó su esfera de actuación, llegando hasta Afganistán. La OTAN ha intervenido en todos los conflictos graves surgidos en el periodo posterior a 1991 y ha incorporado a buena parte de los satélites de la antigua URSS. En la crisis actual, la posibilidad de una incorporación a la OTAN de Ucrania está funcionando como el detonante de la crisis. Una posible desescalada del conflicto podría pasar por el compromiso de Ucrania de no incorporarse a la Alianza. Ese paso solo podría ser factible en la situación actual con garantías previas de Rusia comprometiéndose a respetar la integridad territorial de Ucrania, hecho que parece complicado, al menos en lo que se refiere a Crimea, cuya anexión ha sido formalmente realizada hace tiempo.
En medio de esta escalada, la Unión Europea aparece como un actor político desorientado en los primeros días. Incapaz de contradecir al frente formado por los Estados Unidos y el flamante Reino Unido del Brexit que se alinea de inmediato con las posiciones americanas. La adopción de una política común frente a la crisis es compleja, teniendo en cuenta las tendencias dominantes en el este (Polonia o estados bálticos) siempre temerosos de que Rusia pueda agitar la zona en un intento por recuperar su influencia entre las antiguas repúblicas soviéticas. Alemania, en plena transición post.Merkel permanece pasiva y silenciosa. Su dependencia del abastecimiento del gas ruso es un buen argumento para ello. Será Macron quien, tras conversación telefónica con Putin, comience a buscar un espacio propio hablando de distensión y diplomacia ante la crisis.
En el ámbito doméstico, el PSOE reaccionó con inusitada rapidez sumándose a las declaraciones belicistas por boca de la ministra Margarita Robles quien, con prontitud ordenó la movilización de parte de la flota para desplegarse en el Mar Negro. Esta vocación atlantista generó un conato de crisis en el gobierno de coalición al salir la parte de Podemos con una posición diferente, señalando la existencia de un peligro real de conflicto en el continente, volviendo a recuperar la vieja consigna de No a la guerra.
A mitad de enero, la OTAN y los Estados Unidos respondieron por escrito a las quejas y peticiones rusas. La respuesta, como era previsible, fue negativa para las aspiraciones rusas. En medio de noticias alarmistas referidas a la inminencia de una invasión de Ucrania, la diplomacia rusa anunció su disposición a estudiar la respuesta y valorar posibles opciones ante un escenario que sigue calificando de provocación y por el que no quiere transigir. Existe coincidencia en señalar que tras esta respuesta se abre un espacio de tiempo limitado que puede ser clave para desactivar la crisis.
Las espadas están en alto y en cualquier momento pueden ocurrir acontecimientos indeseables. El papel de la sociedad civil será fundamental si esta crisis no encuentra espacios de distensión. Las movilizaciones por la paz y contrarias a la escalada serán un elemento clave con objetivos centrados en evitar la actuación de la OTAN, garantizar la integridad del estado ucraniano a cambio del respeto a los derechos de las minorías que habitan en su interior.
Nota:
[1] Rutenia la tierra habitada por los rutenos (eslavos orientales) ha experimentado numerosos cambios a lo largo de la historia. De hecho incluso hoy hay pueblo ruteno en diferentes Estados. En lo que se refiere a Ucrania, hoy se habla de rutenos en referencia a los ucranianos de la parte occidental del país. Hay amplia información en https://es.wikipedia.org/wiki/Rutenia, con las relativas reservas que puede tomarse sobre las informaciones de Wikipedia (NdR)
Tino Brugos es miembro de la redacción de la web de viento sur
Fuente: https://vientosur.info/tambores-de-guerra-se-oyen-por-el-este/