Los burócratas rusos se han visto francamente sorprendidos por la reacción del Occidente oficial -no esperaban tanta ira o condena unánime-. Los políticos europeos están completamente fuera de sí. La prensa mainstream relata terribles historias a sus lectores sobre la agresión rusa contra Ucrania. La televisión emite entrevistas con ministros y diputados de Kiev que […]
Los burócratas rusos se han visto francamente sorprendidos por la reacción del Occidente oficial -no esperaban tanta ira o condena unánime-. Los políticos europeos están completamente fuera de sí. La prensa mainstream relata terribles historias a sus lectores sobre la agresión rusa contra Ucrania. La televisión emite entrevistas con ministros y diputados de Kiev que imploran llorosos que Europa salve a su país del oso furioso.
De hecho, la reputación de la Rusia de Putin en el Oeste no es precisamente maravillosa -es incluso peor que la de la Unión Soviética de Breznhev-. Pero a lo que asistimos ahora está completamente fuera de lo habitual. No hubo nada parecido durante la Guerra Fría, durante el conflicto checheno o durante el choque entre Rusia y Georgia. No vale la pena ni mencionar la acción de Yeltsin al bombardear el parlamento ruso; en ese momento, el Oeste liberal aplaudió.
En Moscú la gente esperaba críticas tras la anexión de Crimea. Pero de eso hace más de un mes y las autoridades del Kremlin no han hecho nada nuevo desde entonces. Varias veces al día repiten, como un mantra, palabras con el fin de demostrar que respetan la integridad territorial de Ucrania; que no piensan anexionar nada más; que han pedido a Occidente trabajar conjuntamente la crisis… pero las críticas no han cesado. Mientras tanto, cuanto más absurdas son las declaraciones de los actuales gobernantes de Kiev, más ávidamente y con más satisfacción se acogen con entusiasmo. Solo tras la firma del acuerdo de Ginebra del 17 de abril entre Ucrania, Rusia y Occidente hubo una cierta suavización: los oficiales europeos descubrieron de repente que en Ucrania era «necesario tratar con grupos que no responden ni a Kiev ni a Moscú» y se reconoció que «faltaban pruebas claras» de la interferencia de Moscú. Pero en cualquier caso se lanzaron advertencias de que si las autoridades rusas no se comportaban, quizás aparecerían pronto tales pruebas.
Los argumentos del Kremlin en esta disputa no han funcionado y no podían funcionar, por la simple razón de que los políticos occidentales no están especialmente interesados por el momento en lo que la Rusia oficial esté pensando o haciendo. Estos políticos saben perfectamente bien que no hay ninguna invasión rusa y esto, precisamente, es el principal problema internacional para ellos. Admitirlo sería tanto como admitir que el gobierno en Kiev ha ido a la guerra contra su propio pueblo. Hablar de la República Popular de Donetsk como un fenómeno político independiente es imposible, puesto que esto implicaría plantear la cuestión de los motivos para la protesta popular y pasar lista a sus demandas. Hablar de agentes del Kremlin y de las omnipresentes tropas rusas -a las que es imposible descubrir pero que han ocupado cerca de la mitad de Ucrania sin disparar un tiro o incluso sin mostrarse en territorio ucraniano- interpreta el mismo papel de propaganda contra la República de Donetsk que el que interpretaban en la propaganda antibolchevique de 1917 las historias sobre espías alemanes y sobre el dinero del Cuartel General alemán.
De lo que se trata aquí no es tanto de desacreditar a los oponentes de las actuales autoridades, presentándolos como traidores a su país, como de ocultar la esencia de clase del movimiento que ha surgido, su base social. Un miedo semiinconsciente ha prendido en el público liberal, desde intelectuales y políticos hasta burguesía decente y casi progesista, y los está forzando a creer los disparates más obvios, a repetir cualquier basura manifiesta mientras la lucha de clases ni se menciona ni se piensa en ella en cualquier forma seria. Es decir, la lucha de clases no como se describe en tomos aprendidos y en el mejor cine de vanguardia, sino tal como ocurre en la vida real y tal como llega a ser un hecho de la política práctica.
Las nuevas autoridades de Kiev dirigen las mismas acusaciones a las fuerzas del anti-Maidán en el sudeste y le dan las mismas vueltas a las teorías conspirativas sobre ellas que la propaganda de Yanukovich empleaba hace unos meses al discutir sobre Maidán. Pero todo esto se repite a una escala diez o cien veces mayor que antes y está tomando formas absolutamente grotescas. Los paralelismos entre el Maidán y el anti-Maidán son bastante genuinos. El dinero extranjero, por supuesto, ha sido un elemento en ambos casos, así como lo ha sido la influencia extranjera. El dinero extranjero que fluía a Maidán era estadounidense y europeo occidental, mientras en el caso del anti-Maidán ha sido ruso (o más probablemente, el dinero ruso ha estado implicado en ambos casos). Occidente, sin embargo, no solo multiplicó por mucho el gasto, sino que también invirtió el dinero mucho más sabia y efectivamente. Pero al igual que la victoria del Maidán en febrero no fue y no podía haber sido el resultado de las maquinaciones políticas de Occidente, las exitosas revueltas de centenares de miles (y quizá millones) de personas en el este de Ucrania no se pueden explicar sobre la base de la interferencia rusa.
Mucho más importantes que las semejanzas entre estos dos movimientos, sin embargo, han sido las diferencias. Las distinciones clave que se deben extraer no son solo ideológicas, aunque merece sin duda hacerse la comparación entre los dos eslóganes dominantes -fascista en el caso del Maidán, demandas de derechos sociales en Donetsk, acompañadas en este último caso por el canto de la Internacional-. Las diferencias ideológicas en última instancia reflejan la fundamentalmente diferente naturaleza social y base de clase de los dos movimientos. Por supuesto, la revuelta del sudeste no solo es una negación del Maidán sino también su fruto y continuación, igual que Octubre de 1917 fue simultaneamente el fruto y la continuación de la revolución de Febrero y su negación. La naturaleza elemental de una crisis revolucionaria, una vez ha girado fuera de control, saca de su órbita nuevos estratos de la sociedad, nuevos grupos y clases que anteriormente no habían participado en política.
Hasta hace poco la lucha política era un privilegio de la «sociedad activa», formada por la intelligentsia liberal y las clases medias de la capital, a cuya ayuda era siempre posible sumar un cierto número de miembros apasionados de grupos marginales, sobre todo jóvenes desempleados del oeste de Ucrania. El concepto de democracia que muchos en la izquierda compartían, incluso de forma no hablada, con sus colegas liberales era el de la política como un asunto para profesionales o como entretenimiento para las capas medias. En esta representación, a la masa de trabajadores (no solo en el sudeste sino en Kiev también) se les asignaba en el mejor de las casos el rol de votantes o de espectadores pasivos, y en el peor, de conejillos de Indias sobre los que experimentar. La idea que esta masa de gente silenciosa y aparentemente apolítica, preocupada por su lucha cotidiana por la supervivencia, pudiese tener un papel activo e independiente en los acontecimientos no entraba en la cabeza de la intelligentsia liberal o de las élites políticas de cualquier tendencia. Incluso hoy esta idea se percibe por esa gente como una imposibilidad, una pesadilla inverosímil.
La revuelta de los hooligans
Los acontecimientos de la primavera de 2014 tenían que producirse tarde o temprano. Los precursores de estos desarrollos ni siquiera tuvieron lugar en Ucrania, sino en Bosnia, donde, en desafío a todas las convenciones, multitudes de trabajadores airados y desempleados ocuparon las calles en oposición al sistema establecido, uniéndose bajo eslóganes comunes y destruyendo los esquemas políticos tradicionales basados en la división de la sociedad en grupos étnico-religiosos.
Las olas de lucha que han barrido las ciudades del este y el sur de Ucrania, igual que las protestas de Bosnia, han alterado abruptamente la sociología de la vida política. Al frente han estado las masas, con sus demandas, intereses, esperanzas, ilusiones y prejuicios. Son categoricamente diferentes de los héroes románticos de los libros infantiles y su conciencia de clase estaba inicialmente a nivel embrionario. Pero una vez empezaron a actuar estaban destinados a aprender y comprender la ciencia de la lucha social.
Debe reconocerse que la experiencia del Maidán no se ha desperdiciado. Levantados contra las autoridades de Kiev, los habitantes del sudeste ucraniano hicieron uso de los mismos métodos con cuya ayuda los radicales del ala derecha forzaron el régimen anterior para someterlo a su voluntad. Las manifestaciones callejeras progresaron rápidamente a la toma de edificios administrativos. Pero los activistas en Donetsk y Lugansk, al rechazar limitarse a la toma de edificios de las administraciones provinciales, anunciaron la creación de sus propias repúblicas populares. Mientras la república popular en Lugansk a mediados de abril seguía siendo básicamente un eslógan del movimiento de masas, en Donetsk pronto empezó a tomar las características de un régimen alternativo. Ayudaba a ello la toma de comisarias de policía y otras instalaciones estatales. Algunas de las tomas las llevaron a cabo multitudes rebeldes, pero en muchos casos también estuvieron implicados grupos armados disciplinados -antiguos miembros de las fuerzas especiales de la policía Berkut y otros órganos de órden público que habían sido despedidos por el nuevo gobierno de Kiev o que habían desertado (algunas unidades abandonaron el servicio prácticamente con toda su fuerza, llevándose con ellos sus armas y municiones).
La propaganda de la Kiev oficial respondió describiendo a los antiguos oficiales de sus propias fuerzas de órden público como fuerzas especiales spetsnaz rusas. Pero entre la población del sudeste ucraniano, con simpatías por Rusia, estas acusaciones no sirvieron para desacreditar la revuelta sino que más bien le hicieron propaganda. Cuanto más las autoridades en Kiev y sus partidarios hablaban de intervención directa rusa en la región e incluso de su «ocupación», más se unía la gente de las localidades implicadas en las protestas.
El principal desencadenante de la revuelta, sin embargo, no fue la simpatía pro-rusa de la población local, o incluso la declarada intención de los gobernantes de Kiev de revocar la ley que había dado al ruso el estatuto de «lengua regional». El descontento se había estado formando durante mucho tiempo en el sudeste, y la gota final que causó que se desbordase el vaso fue el grave empeoramiento de la crisis económica que siguió al cambio de gobierno en Kiev. Tras firmar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional las autoridades decretaron grandes subidas en el precio del gas y las medicinas y la explosión social se hizo inevitable. En el oeste del país y en la capital, la indignación creciente se frenó durante un tiempo mediante el uso de la retórica nacionalista y la propaganda antirusa. pero cuando se aplicó a los habitantes del este este método tuvo el efecto contrario. Al intentar apagar el fuego en el oeste, las autoridades lanzaron petróleo a las llamas en el este.
«Me resulta difícil creer el cambio en mis compatriotas», escribe el residente en la ciudad de Gorlovka Yegor Voronov en el site ucraniano Liva. «Hace solo seis meses eran gente normal y corriente que veía la televisión y se quejaba por el mal estado de las carreteras y de los servicios comunales. Ahora son luchadores. Tras varias horas junto al edificio de la administración provincial no me encontré ni a una sola persona que viniese de Rusia. La gente era de Mariupol, Gorlovka, Dzerzhinsk, Artemovsk, Krasnoarmeysk. De pie junto a mí había residentes normales de Donbass -la gente con la que viajamos cada día en el autobús, con la que coincidimos en las colas, con la que nos peleamos cuando dejan la puerta del descansillo abierta-. No eran la clase media de Kiev, separada de la gente por sus «circunstancias» especiales, sino trabajadores normales. Y no hay que negarlo, hay un montón de desempleados en estos sitios. Ahí estaba toda esa gente a la que en el último mes y medio se le había estado «implorando» en las oficinas privadas y las empresas estatales un recorte en sus miserables salarios. Así que esta es otra conclusión: cuanto más se recortan o estrujan los salarios de los residentes de Donbass hoy, más opositores se encontrará Kiev en el este».
La gente que ha estado protestando contra las autoridades en Donetsk, Lugansk y muchas otras ciudades ucranianas no tenía un conocimiento particular de la política o incluso un programa claro de acción. La confusión de sus eslóganes junto al uso simultáneo de símbolos religiosos y soviéticos o revolucionarios debe ofender sin duda a los estrictos connoisseurs de la ideología proletaria. El problema es que esos mismos ideólogos han estado tan inconmensurablemente alejados de las masas no solo como para ser incapaces y reticentes a insuflar la «conciencia correcta» en sus filas, sino incluso para ayudarles a dar sentido a las cuestiones políticas actuales. Mientras el movimiento ha encontrado a tientas su camino espontáneamente y con dificultad durante su recorrido político, elaborando una expresión general del sentimiento antioligárquico y de la protesta social, los miembros de la izquierda, excepto unos cuantos activistas en Donetsk y Kharkov se han dedicado a abstractas discusiones en los grandes espacios de internet.
Era completamente predecible que la intelligentsia liberal, tanto la ucraniana como la rusa, respondiese a las protestas de las masas con un estallido de odio y desprecio. Los trabajadores que tomaron las calles recibían muchísmos nombres despectivos. Eran ridiculizados como «lumpen», «basura», «hooligans», y esto es lo más curioso, como vatniki [«chaquetas acolchadas»]. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la figura caricaturesca del vatnik , copiada del personaje de los dibujos animados estadounidenses Bob Esponja, sugería precisamente un individuo absolutamente leal a las autoridades estatales y completamente dominado por la propaganda gubernamental. En este sentido, la gente en Ucrania que más se merece ser vista como vatniki son los intelectuales, quienes repiten acríticamente cualquier propaganda del nuevo gobierno, hasta la más absurda.
Hay que destacar que en la competición de mentiras librada por los servicios de propaganda de Moscú y Kiev, fueron los ucranianos quienes ganaron con claridad el primer premio. No es que los rusos mintiesen menos, pero los de Kiev mentían más temerariamente y con más inventiva, sin mostrar la menor preocupación por la verdad y sin ni siquiera tener en cuenta si las imágenes de televisión que mostraban tenían alguna relación con el comentario. La última consistía solamente de apasionados relatos sobre vehículos armados repeliendo multitudes de tropas de las fuerzas especiales rusas que estaban intentando forzar a los hambrientos soldados a alimentarse con jamón y pepinillos caseros.
No sorprende en absoluto que la intelligentsia liberal haya visto a la gente normal de Donetsk, o de cuaqluier otro sitio, como enemigos y una amenaza para el «progreso» (tal como lo entiende la intelligentsia ). Es mucho más interesante ponderar las razones por las que un cierto sector de la izquierda en ambos lados de la frontera hablaba igual que los liberales. A medida que se desarrollaban los acontecimientos los liberales de izquierda ucranianos al menos refinaron sus puntos de vista y reconocieron que algunas de las demandas del Donbass estaban justificadas (lo que se puede calibrar a partir de los materiales de la conferencia en Kiev «La izquierda y el Maidán»). Pero los pensadores rusos y occidentales tomaron una posición completamente irreconciliable, solidarizándose completamente con el gobierno de Kiev y los líderes de la Unión Europea. Importantes cantidades de «euroizquierdistas» expresaron también esos puntos de vista, especialmente aquellos entre ellos que previamente habían insistido en la necesidad de situar el foco sobre temas como el multiculturalismo, la tolerancia y la corrección política.
Al observar todo esto, el especialista en ciencias políticas de Kiev Vladimir Ishchenko dijo con desaliento: «Es una extraña sensación cuando el ejército ya está con el pueblo y muchos izquierdistas (¡¡¡anarquistas!!!) todavía siguen con las autoridades.»
Obviamente, esta situación no se puede explicar puramente sobre la base de la lógica ideológica. La gente y los grupos aquí implicados buscan trazar su pedigrí político hasta una mitologizada y petrificada revolución de 1917. Es significativo que en muchos casos empleen los mismo argumentos contra la revolución que se está produciendo actualmente en el sudeste de Ucrania que los que usaban contra los bolcheviques sus oponentes hace algo menos de cien años.
Hemos asistido a un cuarto de siglo de hegemonia reaccionaria, con el colapso político y moral del movimiento de izquierda (no solamente en el territorio de la antigua URSS, sino también en otros países). Durante muchos años, la actuación según lo políticamente correcto y la observancia de los derechos de las minorías se supone que ocuparon el lugar de la política de clase y de masas. Nada de esto, por supuesto, ha pasado sin que haya tenido algún efecto. En el nivel de la conciencia social hemos sido arrojados un siglo y medio atrás. Parte de la responsabilidad corresponde a la intelligentsia, quien hace mucho olvidó su misión popular y se ha dedicado a refinados juegos culturales e ideológicos en lugar de trabajar con las masas y para las masas.
Precisamente por esta razón el movimiento en Donetsk con todas sus contradicciones e incluso absurdos, como los iconos y las banderas tricolor junto a la bandera roja, ha proporcionado una imagen excelente del estado de desarrollo a partir del cual surgieron las acciones de los trabajadores del siglo XIX. Mientras tanto, la República de Donetsk, si lo examinamos con atención, recuerda más que nada las formaciones políticas espontáneas que los trabajadores creaban «antes del advenimiento del materialismo histórico».
Ante nosotros está la clase obrera real -tosca, atolondrada y falta de corrección política-. A cualquiera que le desagrade el estado ideológico y cultural actual de la clase debería ir y trabajar con las masas. Lo bueno es que nadie impide a la gente ir a esta multitud con banderas rojas y panfletos socialistas (a diferencia del Maidán, donde las banderas se hacían trizas y los agitadores de izquierda eran golpeados y arrojados fuera de la plaza).
El futuro de la República de Donetsk sigue indeciso y esto supone una enorme oportunidad histórica de la que no había ni rastro en las manifestaciones del Maidán, cuyos líderes no siempre podían controlar a la multitud pero matenían un control rígido y efectivo de la agenda política. Por contraste, la República de Donetsk formula su agenda desde abajo, literalmente sobre la marcha, en respuesta al estado de ánimo público y al curso de los acontecimientos. Estrictamente hablando, esta república ni siquiera es un estado -más bien equivale a una coalición de comunidades diversas, la mayor parte de ellas autoorganizadas. En esencia, es la perfecta encarnación de la idea anarquista del orden revolucionario. Curiosamente, los anarquistas rechazan tener nada que ver con ello, prefiriendo repetir la retórica estatal y patriótica de los nuevos gobernantes de Kiev.
No es difícil entender que la razón por la que la auto-organización de la República de Donetsk funciona relativamente bien es porque los restos del viejo aparato administrativo siguen con sus actividades cotidianas como si nada fuera de lo común estuviese sucediendo, mientras todas las cuestiones del gobierno se reducen en última instancia a la organización de la defensa.¿Pero es esto tan diferente de la Comuna de París (no la comuna idealizada y romántica, sino la que realmente existió)? Si la república popular en Donetsk sobrevive mucho más, inevitablemente cambiará y está lejos de ser cierto que lo haga para bien. Pero al guerrear su primera batalla, la república ya ha demostrado el enorme potencial de la auto-organización de las masas. Gente desarmada consiguieron detener unidades del ejército ucraniano y llevar a cabo agitación entre los soldados, reventando la «operación antiterrorista» que había iniciado Kiev. Esta resistencia pacífica no solo pasará a la historia sino que será una parte importante de la experiencia social colectiva de los trabajadores ucranianos y rusos.
Catástrofe de la clase media
Los acontecimientos en Kiev que empezaron el invierno de 2013 se pueden describir legítimamente como la última «revuelta de la clase media». Si empezamos con el principio del nuevo siglo, estos levantamientos han recorrido literalmente el mundo entero, desde los Estados Unidos a Brasil y los países árabes. Rusia y Ucrania no han sido excepciones. Pero aunque estas revueltas han tenido toda una serie de características en común, sus agendas políticas no han sido siempre similares en absoluto. En algunos casos eslóganes generales democráticos han sido combinados con la demanda de reformas sociales progesistas en interés de la mayoría de la población, mientras en otros casos estos eslóganes se han mezclado con el más primitivo egoismo de grupo, transformando en realidad la retórica democrática en una cobertura para programas que en esencia han sido claramente antidemocráticos.
Esta incoherencia no es un accidente. Dada la extremadamente insegura posición que la clase media ocupa en la sociedad contemporánea, es también extremadamente inestable desde el punto de vista ideológico y político, tendente a dar tumbos a izquierda y derecha. Igualmente, no es casualidad que en los países del «centro» global la protesta de la clase media sea más a menudo progesista, mientras en la periferia sucede al revés. Cuanto mayor es la clase media, y más conscientes su miembros de su posición como trabajadores contratados, menos ilusiones tiene la clase respecto a su posición, sus atributos y sus perspectivas. En contraposición, las capas medias más estrechas en los países de la periferia y semiperiferia se inclinan más a menudo a ilusiones elitistas y a ver su posición como amenazada no por la puesta en marcha de reformas neoliberales sino por las reclamaciones de los desposeidos e invariablemente de las órdenes más bajas «retrógradas» de una mayor porción del pastel. Mientras tanto, la autoestima de la clase media, su idea de sus propias capacidades y perspectivas a menudo equivale a un conjunto de las más improbables ilusiones y mitos. Cuanto más periférica es la economía de un país, más ridículos resultan ser estos puntos de vista.
Estas concepciones erróneas pueden, naturalmente, corregirse. Cuando un país tiene una fuerte tradición cívica y hay un movimiento de izquierda, se puede desarrollar un proyecto de modernización radical democrática , e incluso en tales circunstancias esto dejará tras de sí a una parte de la clase media -como ocurrió, por ejemplo, en Venezuela-. Pero tan pronto como tal proyecto encuentra dificultades o deja de moverse hacia adelante vemos cómo una sección de la clase media se vuelve abruptamente a la derecha.
La paradoja se encuentra en el hecho de que el movimiento de la intelligentsia de izquierda, a la que durante muchos años le ha faltado cualquier conexión con la gente trabajadora pero ha sido una carne con la clase media, ha compartido en su mayor parte las vacilaciones de su base social. Para la izquierda mantener sus vínculos con la clase media no plantea grandes problemas, teniendo en cuenta que la estructura social de la sociedad moderna es hoy muy diferente de la que había en tiempos de Marx. Pero la tarea de la izquierda es trabajar para la formación de un amplio bloque social de la clase media con la mayorìa de la sociedad y sobre todo con la clase obrera. Si no es así, la agenda polìtica de la clase media se vuelve reaccionaria y la izquierda, al servir a esta agenda, no solo termina desorientando y confundiendo a sus camaradas, sino que objetivamente (y no solo objetivamente) impulsa los intereses de la reacción. En última instancia, las víctimas de este proceso incluyen a esa misma clase media.
Esto es lo que sucedió en Ucrania. O más concretamente, en Kiev.
Rehenes del Maidán
Al observar los acontecimientos, los ideólogos de la clase media ilustrada se han visto forzados a mencionar la indisimulada hegemonía de la derecha y a captar hacia donde se dirige el vector político del movimiento. Pero se han limitado a dar excusas triviales del tipo «los fascistas y los seguidores de Bandera no fueron los únicos en el Maidán». Es como si el debate estuviese en la composición de la multitud y no en sobre quién representaba el rol dominante dentro de la multitud, ejerciendo la hegemonía ideológica y política.
En cierto sentido, la situación hubiera sido menos peligrosa si la multitud en Kiev hubiese estado formada únicamente por fascistas convencidos. Incluso entre los militantes de las «centurias» banderistas no todo el mundo era un fascista comprometido. La gente no nace adhiriéndose al fascismo más que al comunismo, al socialismo o, creáse o no, al liberalismo. Pero las filas banderistas, tras llevar a cabo la correspondiente socialización, terminar en las centurias y tomar parte en sus acciones, se están convirtiendo realmente en genuinos fascistas. El Maidán acabó siendo una auténtica amenaza a la democracia principalmente porque los ultraderechistas consiguieron ganar el liderazgo de las masas de individuos corrientes de las clases medias de la capital, así como de la juventud estudiantil y una parte de la intelligentsia. Los intelectuales de izquierda liberal, a pesar de ver claramente quién estaba presente en los ingredientes del cóctel del Maidán y quién estaba agitando la mezcla, se unieron al proceso en lugar de manifestarse en contra. Estos intelectuales tienen por tanto una responsabilidad directa no solamente de las consecuencias políticas de lo que sucedió, sino también del destino personal de mucha gente a los que arrastraron al movimiento. Al apoyar el proceso de Maidán, los liberales de izquierda entregaron a la gente común a la reelaboración ideológica, permitiendo y ayudando a su transformación en «material humano», un recurso para su uso en la puesta en marcha de la agenda de la derecha (puesto que no había ninguna otra agenda en el Maidán y no podía ser de otra forma ante la completa hegemonía de las fuerzas reaccionarias). Crearon una atmósfera psicológica y cultural favorecedora de una nueva ola de reformas antisociales, planeada por los líderes políticos de la oposición ucraniana. Por supuesto, hablar contra el Maidán en un contexto de euforia general, soportando la presión de los medios de comunicación de masas y la hegemonía conservadora-nacionalista era difícil y a veces también peligroso. Los militantes del Maidán empezaron a usar la violencia física contra los disidentes incluso antes de que el poder terminase en sus manos .
Más tarde, un mes y medio después de los acontecimientos en Kiev, otra gente salió a las calles de las ciudades ucranianas, gente sin nada en común con la clase media de la capital, y el estado de ánimo y el estilo del discurso de los intelectuales cambió enormemente. Los intelectuales críticos con la república de Donetsk recopilaron pruebas con la tenacidad y el espíritu mezquino de un fiscal provincial al que se le ha confiado un caso que claramente se está hundiendo. Al Maidán se le perdonó su uso agresivo de la violencia, los cócteles Molotov lanzados no contra vehículos acorazados sino directamente a la gente, a los reclutas a los que el gobierno habia alineado en cordones. Mientras tanto, la república de Donetsk ha sido condenada por los intentos de sus partidarios de detener tanques con sus manos desnudas, sin armas y sin disparar a nadie. Por lo que respecta a la república, nada se deja pasar. No es necesario decir que ha habido muchas cosas en las protestas en el este de Ucrania que se oponen a nuestras ideas de una estética revolucionaria «correcta», pero ¿por qué han sido los intelectuales de izquierda tan indulgentes con la estética del Maidán en lo que parecen circunstancias comparables? ¿Por qué han perdonado los retratos de Bandera, las «banderas de un país extranjero» (la Unión Europea), los símbolos nazis, los eslóganes racistas y, lo más importante, la agenda abiertamente antisocial, reaccionaria y antidemocrática de los líderes oficiales del movimiento?
Los dobles estándares son sin duda la norma para la propaganda, pero en este caso hablamos no de periodistas de la televisión estatal sino de intelectuales, quienes se enorgullecen de su independencia y pensamiento crítico.
Las protestas en el sudeste ucraniano parecerían haber dado a los intelectuales todo aquello con lo que habían soñado durante muchos años, si debemos creer sus palabras y escritos. ¿No debería haber encantado a «verdes» y anarquistas la resistencia no violenta, detener en seco la maquinaria militar estatal? ¿No son los grupos locales organizados espontáneamente el mecanismo ideal para el autogobierno? ¿Y por qué está en desacuerdo la aparición en las calles de una masa de trabajadores con las profecías y llamamientos de los marxistas? ¿Por qué no se alegran los intelectuales de izquierda? ¿Por qué se unen al coro de fascistas e instigadores de pogromos que piden represalias sangrientas para los rebeldes o, en el mejor de los casos, mantienen un vergonzoso silencio?
Aquí, tal como indicaban las enseñanzas del doctor Freud, encontramos lo que no es tanto inconsistencia ideológica como terror inconsciente. El motivo por el que los intelectuales atacan la república de Donetsk no es solo y no tanto porque deseen condenarlo, como porque esperan justificarse a sí mismos, probarse a sí mismo que no se han equivocado, y lo que es más importante, cerciorarse de que no hay culpa alguna que les afecte por su apoyo a los nacionalistas del Maidán. Todo su refinamiento intelectual y toda su agudez de mente se ha dirigido a pergueñar argumentos para justificar a la extrema derecha o la colaboración con sus miembros.
El apoyo acrítico mostrado por los intelectuales al Maidán es terrible no solo porque les fuerza a una posición moralmente catastrófica. Mucho peor es que una vez que se encuentran en esta vía les resulta muy difícil salirse. Tomar esta posición aisla a los intelectuales no solo de las masas que se han alzado en una protesta genuinamente revolucionaria en el sudeste de Ucrania, sino también de la gran cantidad de partidarios y activistas del Maidán que ayer tenían dudas, hoy están desilusionados y mañana se unirán a las protestas, quizá en las primeras filas. La gente normal puede cambiar sus puntos de vista, incluso en dirección opuesta, de forma relativamente fácil y sin vergüenza. Pero no los intelectuales. La gente normal siempre pueden decir simplemente: «Me han decepcionado». Los intelectuales tienen que confesar: «He decepcionado a la gente».
Donetsk a la sombra de Moscú
No es un secreto que las masas rebeldes del sudeste ucraniano han contado con el apoyo de Moscú. Al desplegar banderas tricolor y gritar eslóganes sobre su amor por Rusia han esperado sinceramente arrastrar de su lado al estado hermano. Esta esperanza ha unido a la gente que sueña con la unificación con Rusia, otros que buscan la federalización de Ucrania y aún aquellos otros que simplemente esperan que el poder de Rusia defenderá a los residentes de la región contra la represión de Kiev. Pero desde el principio, el Moscú oficial ha tomado una posición ambigüa sobre los acontecimientos. Aun apoyando claramente un movimiento dirigido contra el abiertamente inamistoso gobierno de Kiev, está menos preparado para patrocinar una revolución popular, aunque su resultado sirviese para expandir el estado ruso. Los funcionarios del Kremlin no disfrutan con la idea de recibir como nuevos súbditos masas de gente rebelde que están organizadas, a menudo armadas y que han adquirido el hábito de la lucha activa por sus derechos. Esto es especialmente cierto en el contexto de una creciente crisis socioeconómica en Rusia misma. Las revoluciones a veces se exportan, pero hay pocos oficiales estatales que quisieran importar una.
Moscú nunca ha querido conquistar Ucrania o desmembrarla. Esto no es así porque el Kremlin haya sido leal a los intereses de un estado vecino sino simplemente porque al liderazgo ruso le ha faltado cualquier plan estratégico. Las élites rusas de hoy son básicamente incapaces de pensar estratégicamente. Dos circunstancias han exacerbado la situación. En primer lugar, se ha demostrado imposible consolidar los resultados conseguidos en Crimea. La anexión de Crimea a Rusia fue incuestionablemente una improvisación y no tanto por parte de Moscú como de las élites de Crimea, quienes reaccionaron ante una situación que había cambiado y la explotaron para servir a sus intereses. Pero una vez Crimea ha sido anexionada, la tarea principal con la que se enfrentó la diplomacia rusa fue defender la adquisición. Parte de esto suponía sacrificar los intereses del sudeste ucraniano. Mientras tanto la sociedad rusa, a diferencia de la intelligentsia liberal, ha apoyado masivamente a los insurgentes de Donetsk y esto ha puesto al Kremlin en una situación muy difícil. Animar enfáticamente tal estado de ánimo implicaría crear una cultura de resistencia y revuelta en las masas. Pero un abrupto cambio de curso, lo que implicaría un rechazo a apoyar a los rebeldes, sería arriesgado. El estado de ánimo patriótico cultivado por las autoridades rusas se enfrentaría al carácter de la protesta.
En una situación así la política del Kremlin es necesariamente ambigua y contradictoria, pero hemos sido testigos de un momento curioso de verdad cuando se firmó el acuerdo entre Rusia, Ucrania y Occidente en Ginebra el 17 de abril. A primera vista todo parecía completamente adecuado y convencional. Hubo llamamientos a la reconciliación, el desarme y las concesiones mutuas. Pero incluso antes de que empezase la reunión, el lado ruso, supuestamente por motivos técnicos, renunció a su demanda de que representantes de la Ucrania del sudeste tomasen parte en las charlas. Más tarde se dijo que la delegación rusa en Ginebra había presentado el punto de vista de las organizaciones del este ucraniano, específicamente, del Partido de las Regiones y otras estructuras oligárquicas. La República Popular de Donetsk, la única fuerza que une genuinamente a la población y controla la situación a nivel local, ni siquiera fue mencionada.
El texto del documento resultante indicaba claramente que Moscú no se opondría a la liquidación de la república de Donetsk: «Los pasos a cuya puesta en marcha hacemos un llamamiento son los siguientes: todas las organizaciones armadas ilegales deben ser desarmadas; todos los edificios ocupados ilegalmente deben ser devueltos a sus legítimos propietarios; y todas las calles, plazas y otros lugares públicos ocupados en todas las ciudades de Ucrania deben ser despejados. Se debe promulgar una amnistía para todos los opositores excepto aquellos que hayan cometido crímenes graves».
En principio, la idea principal que subyace al acuerdo, y que unió a los diferentes lados, fue un rechazo a reconocer la república de Donetsk como un hecho político. Hubo consenso sobre este punto que servía como base real del pacto. La subsección sobre el desarme de «formaciones ilegales» fue escrita de una forma calculada para adaptarse a las nuevas autoridades de Kiev. Formalmente, la subsección propone el desarme de ambos lados. Pero el gobierno de Kiev conserva su ejército, los servicios de seguridad y la Guardia Nacional. La república de Donetsk no tiene formaciones armadas aparte de la milicia «ilegal». Lavrov informó tras el acuerdo que por formaciones ilegales el tenía en mente también a la Guardia Nacional, pero no hay ni una palabra sobre esto en el texto del acuerdo. El lado ucraniano y Occidente interpretarán el acuerdo de manera diferente, y en términos jurídicos tendrían completamente la razón: la Guardia Nacional fue creada por una decisión oficial del gobierno con el consentimiento de la Rada Suprema. Por lo que respecta a las «salvajes» centurias y los elementos del Sector de Derechas que todavía no habían sido legalizados mediante la incorporación a la Guardia Nacional, el gobierno de Kiev mismo sueña con su desarme puesto que ya han surgido conflictos con ellos.
Aún más importante, sin embargo, es la demanda para retirarse de los edificios ocupados y la eliminación de las barricadas en calles y plazas. Si esta cláusula se cumple significará la autoliquidación de las repúblicas de Donetsk y Lugansk y el retorno a las antiguas posiciones de los administradores nombrados por Kiev. Esto a pesar de que fueron precisamente estos nombramientos los que provocaron el levantamiento. Para gobernar a las provincias sud-orientales, Kiev nombró a oligarcas odiados por el pueblo, dando a estas figuras autoridad política además de su poder económico.
Vale la pena señalar que este punto no es compensado por ninguna concesión que equilibre. Nada se dice, por ejemplo, sobre la retirada oficial de las llamadas operaciones antiterroristas en el este de Ucrania y no se sugiere que las unidades militares deban ser retiradas a los lugares en los que normalmente están estacionadas. Esto sería perfectamente comprensible considerando el obvio fracaso de las operaciones y la decrepitud del ejército.
En suma, Moscú firmó un acuerdo que ofrecía la capitulación del levantamiento a cambio de una promesa abstracta de empezar un proceso constitucional abierto e «inclusivo» ¡y ni siquiera proponia conversaciones directas con los insurgentes! Naturalmente a los representantes del gobierno ucraniano no se les pidió que diesen un proyecto claro sobre cómo se llevarían a cabo los preparativos de esta reforma.
Los diplomáticos rusos tenían tanta prisa por firmar el acuerdo de Ginebra con Kiev que ni siquiera se molestaron en pedir la eliminación de la desgraciada prohibición de la entrada en Ucrania de hombres adultos procedentes de la Federación Rusa. Esto a pesar de que la prohibición contradice todas las normas internacionales y equivale a una brecha directa y flagrante de derechos humanos, como los negociadores rusos hubieran debido señalar ante la presencia de los representantes occidentales.
La Kiev oficial no perdió tiempo en explotar las oportunidades que se le habían dado. El primer ministro Arseny Yatsenyuk amontonó amenazas sobre los rebeldes de Donetsk y Lugansk pidiendo la rendición inmediata y haciendo referencia al acuerdo de Ginebra, en el marco del cual «Rusia se vio forzada a condenar el extremismo».
El arresto de Konstantin Dolgov, uno de los líderes de la coalición de centroizquierda Unidad Popular, los ataques por parte del Sector Derecho a los puestos de control de la república de Donetsk y los actos de represión contra activistas, todo lo cual siguió inmediatamente a la firma del acuerdo de Ginebra, confirmaron que Kiev no tenía en mente ni un diálogo demócratico ni un acuerdo de paz. Incluso si el gobierno de Turchinov y Yatsenyuk hubiese estado dispuesto a hacer concesiones, lo hubieran impedido los nacionalistas radicales, sin cuyo apoyo el nuevo régimen no podría existir.
Por su parte, los líderes de la república de Donetsk declararon que estaban satisfechos de encontrar la expresión en el acuerdo de Ginebra de un «cambio en la posición de los países occidentales en relación con los acontecimientos en Ucrania.» Pero como no habían sido invitados los representantes de la república a la reunión en Ginebra y no habían firmado el documento, los líderes de Donetsk no se consideraban vonculados a él.
«Nos vemos obligados a declarar que nuestra advertencia sobre la inutilidad jurídica y el absurdo político de un diálogo ‘con todos los ucranianos’ sin la participación de los representantes legales de la Ucrania oriental y la República Popular de Donetsk se ha demostrado, desgraciadamente, completamente justificada. Ignorar la voluntad del pueblo del Donbass ha tenido un resultado previsiblemente triste: los resultados de las discusiones solo se pueden valorar como un conjunto de llamamientos semicoherentes inútiles, imposibles de realizar en la práctica, dirigidos por algunas figuras oscuras a gente sin nombre y sujetas a su aplicación en un periodo indeterminado de tiempo y de una forma desconocida. En la actualidad estos llamamientos no reflejan ni las realidades políticas ni la nueva situación legal que ha surgido desde la proclamación de la República Popular de Donetsk, sobre cuyo territorio no tienen fuerza legal.»
El acuerdo de Ginebra no será aplicado. ¿Cómo puede alguien forzar al pueblo a llevar a cabo tal acuerdo cuando este pueblo acaba de empezar a sentir su fuerza? ¿Cuando los tanques dan la vuelta y huyen de ellos?¿Cuando son capaces de detener columnas del ejérctio simplemente con abucheos y obscenidades? El pueblo no rendirá sus posiciones solo porque importantes caballeros en Ginebra, sin preguntar a nadie realmente en el lugar hayan decidido tomar sobre sí mismos el destino de otros.
Para cualquiera en Donetsk, Lugansk, Odessa, Kharkov (e incluso Kiev) que haya mantenido la esperanza de que la Rusia de Putin resolverá todos los problemas mediante su intervención solidaria, los acontecimientos recientes habrán supuesto un chasco aleccionador. Pero este chasco simplemente beneficiará al movimiento. La revolución no solo debe basarse en su propia fuerza sino que ya tiene la fuerza suficiente como para tener éxito. Esto es especialmente cierto puesto que a pesar de la posición tomada por el Kremlin, la simpatía de la sociedad rusa sigue del lado del pueblo insurgente de un país hermano.
Por lo que se refiere a Rusia misma, las capas dirigentes están en riesgo de seguir en el agujero que conciencudamente han excavado. Al rendir sus posiciones en la cuestión ucraniana, se están volviendo contra el estado de ánimo patriótico cuyo surgimiento ellos han potenciado de todas las formas posibles en los últimos meses. Por supuesto, ningún hecho convencerá a la gente que considera a Putin un héroe irreprochable o, en el otro lado, un villano de cuento de hadas. pero esta gente, aunque llenen de spam el 70 por ciento de internet con sus arengas, son sin embargo una minoría.
Borís Kagarlitski es un sociólogo y teórico marxista ruso, Coordinador del proyecto Crisis Global del Transnational Institute y director del Instituto de la Globalización y Movimientos Sociales (IGSO) de Moscú.
Fuente: http://links.org.au/node/3838
Traducido por Carlos Valmaseda