Cuando el último día de agosto de 2021 el general de división Chris Donahue subió en Kabul al avión de carga estadounidense C-17, se cerraba la guerra más larga de las que ha participado Estados Unidos. Habían transcurrido veinte años de muerte y devastación en Afganistán.
Tras el caos en el aeropuerto internacional, donde los soldados norteamericanos llegaron a disparar contra la multitud, el mundo contempló la destrucción de documentos y material bélico, los últimos bombardeos con drones que asesinaron a siete niños que jugaban en un patio de Kabul, y la retirada del último militar norteamericano, que mostraba la humillación y la vergüenza del país que todavía pretende dirigir el planeta. Atrás, quedan numerosas matanzas, impunes por el momento, como la que exterminó a treinta campesinos afganos, en 2019, en la provincia de Nangarhar, que el Pentágono achacó a un «error» de los drones. Afganistán ha padecido muchos errores semejantes. Cuando despegaba el último avión norteamericano, Blinken, el viejo ‘halcón’ que dirige el Departamento de Estado, declaraba que su país dirigirá su diplomacia con Afganistán desde Doha, la capital aliada de una monarquía medieval.
Mientras tanto, en el Pentágono, ante la prensa, el general Kenneth F. McKenzie, un veterano de las sangrientas campañas en Iraq y Afganistán, jefe del United States Central Command (USCENTCOM), Comando Central estadounidense, intentaba dar la impresión de que su país no abandonará a todos aquellos colaboracionistas con la ocupación estadounidense que se han quedado atrás, varados en un país en manos del talibán. Y el jefe del Pentágono, el general Lloyd Austin, declaraba su orgullo por la misión, aunque no podía esconder la evidencia de la humillación. Dejaban atrás un Afganistán donde no solo vuelven a gobernar aquellos que Estados Unidos desalojó veinte años atrás, sino que ni siquiera han conseguido desmantelar las bases del terrorismo islamista, objetivo que sirvió de pretexto para la invasión. Porque la invasión de Afganistán no fue soviética, sino estadounidense: la URSS había firmado un tratado con el gobierno revolucionario afgano de Najibulá, y acudió a su solicitud de ayuda. En la conmoción de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos entró a sangre y fuego en el país unas semanas después, armado de la seguridad de su enorme poder militar y de la avidez del programa neocon (Project for the New American Century que agrupó a los Bush, Cheney, Wolfowitz, Rumsfeld, Perle y otros). Pero los planes definidos por los neocon eran demasiado ambiciosos.
Pese a algunas iniciativas, visibles sobre todo en Kabul, Estados Unidos no ha reconstruido el país, y lo abandona como el mayor productor de opio del mundo, con redes de traficantes de las que participan sus protegidos en el país, aunque algunos, como el primer presidente que impusieron, Hamid Karzai, negocien con los talibán e incluso critiquen a sus antiguos protectores norteamericanos. Washington tampoco deja organismos democráticos: tras una fachada electoral levantada para consumo del mundo, han gobernado de facto los ‘señores de la guerra’, beneficiarios y cómplices de la corrupción, del robo de las ayudas internacionales, del tráfico de drogas y de los subsidios, y las instituciones democráticas han sido siempre una mentira, con elecciones fraudulentas y gobiernos títeres. Las dos décadas de ocupación norteamericana y de la OTAN han sido un magnífico negocio para las empresas de armamento, las compañías de mercenarios, los intermediarios y traficantes de droga, los comisionistas de la guerra, los políticos corruptos estadounidenses y afganos, y los grupos de notables colaboracionistas. Ha servido también como campo de pruebas de nuevas armas y formas de bombardeos letales. Pero veinte años de ocupación es demasiado tiempo, y afectaba gravemente al presupuesto: según un estudio de la Universidad Brown, en esas dos décadas Estados Unidos ha gastado en Afganistán 2’3 billones de dólares y 243.000 personas han muerto a causa de la guerra. Además, Washington necesita limitar la carga de Oriente Medio para concentrarse en la «contención» de China.
El pacto con los talibán en Doha para la retirada militar norteamericana fue gestado por el gobierno Trump. Obedecía al objetivo de limitar el gasto, tan gravoso para el presupuesto, al temor de seguir sufragando una guerra interminable, a la reorganización de su dispositivo militar para orientarlo hacia los océanos Índico y Pacífico y el Mar de China meridional, y a la esperanza de Trump de que la finalización de la guerra afgana le reportaría beneficios electorales para ganar las elecciones de 2020 ante Biden. Pero los estrategas del Pentágono y del Departamento de Estado calcularon mal, basando decisiones en informes que estaban lejos de responder a la realidad, como había puesto de manifiesto ya en 2019 The Washington Post publicando los «The Afghanistan Papers», donde muchos responsables militares y políticos reconocían las mentiras con que los gobiernos de Bush, Obama y Trump ocultaron la verdad sobre la situación en el país.
Estados Unidos no esperaban un desenlace tan rápido: los helicópteros, blindados y aeronaves abandonados en los hangares son la constatación de una humillante estampida, que ha alarmado a sus propios aliados: Dominic Raab, ministro de Asuntos Exteriores británico, intentaba explicar en la Cámara de los Comunes el incuestionable desastre, aludiendo a que los informes de los servicios secretos compartidos por los británicos con los norteamericanos negaban, pocas semanas antes de su caída, que Kabul estuviese en riesgo de pasar a manos de los talibán.
Con el fin de la guerra, el nuevo régimen debe gestionar el gasto público, además de la difícil situación en que queda el país. Los talibán son un movimiento local, con ramificaciones en Pakistán, que forma parte del confuso mundo del fascismo islamista, y cuyos milicianos son incluso más extremistas que los de veinte años atrás, aunque sus actuales dirigentes intentan un ejercicio de pragmatismo ante la dura realidad del país: afirman que su nuevo gobierno impondrá la sharia, es decir un conjunto de disposiciones y leyes que creen son voluntad divina (aunque en su interpretación discrepen de otros grupos islamistas), pero deberán regirse por algunas concesiones porque no disponen de técnicos y funcionarios para reactivar el aparato del Estado, y su aparente moderación es una muestra de que pretenden negociar con otros sectores de la sociedad afgana y encontrar un acomodo internacional que les permita el acceso a capitales, fuentes de financiación e inversiones, más allá del que puedan facilitar Arabia, Qatar y Pakistán, ahora que los fondos aportados por Estados Unidos se han terminado. Es posible incluso que el mulá Abdul Ghani Baradar y los suyos incluyan en el gobierno a representantes de las minorías (uzbekos, tayikos, etc.) y de los sectores que gobernaron con los norteamericanos, como indican sus negociaciones con Karzai y Abdullah, aunque siempre subordinados al talibán. Sus dirigentes afirman que van a gobernar para terminar con la corrupción, y saben que si la ayuda internacional desaparece, la crisis y la hambruna serán inevitables. Si los talibán quieren acabar con el cultivo de la adormidera, como hicieron en su anterior gobierno, deberán asegurar otros medios de vida a los campesinos que la siembran. Y van a gobernar impregnados del viejo anticomunismo islamista y con resortes neoliberales semejantes a los que impone la autocracia saudí. Y saben que Estados Unidos puede convivir perfectamente con ello, como hace con Riad. Deben afrontar los problemas de la gobernación: Afganistán necesita alimentos, vacunas contra la Covid-19, medicamentos; padece la falta de recursos, inexperiencia, falta de técnicos: la reapertura parcial del aeropuerto de Kabul ha sido posible gracias a los controladores enviados por Qatar. Los talibán quieren recibir ayudas de China, Rusia, Pakistán, Turquía, de los países árabes, y también de la Unión Europea y de Estados Unidos. La «ayuda humanitaria» no depende de condiciones políticas, pero sí las tienen las «subvenciones al desarrollo».
La derrota americana afectará a su diplomacia y prestigio, a su influencia política, a la proyección de su fuerza militar, incluso a su hegemonía en la OTAN, y centrará su actividad en el «pivote hacia Asia» que lanzaron Obama y Hillary Clinton. Estados Unidos invadió Afganistán movido por el ansia de venganza por los atentados del 11 de septiembre de 2001, pero también porque pretendía diseñar el nuevo mapa de Oriente Medio, controlar los yacimientos de hidrocarburos y las rutas de abastecimiento, con el dominio del gasoducto que uniría Turkmenistán y la India a través de Afganistán. También, para asegurar que las antiguas repúblicas soviéticas no volvieran a agruparse bajo la dirección de Moscú, hundiendo una cuña en el corazón del continente, y ampliando su dispositivo militar con nuevas bases en una región desde la que podía monitorizar, y eventualmente atacar, a China, Rusia e Irán. Washington no perdía de vista que, apenas tres meses antes, Pekín y Moscú habían creado la Organización de Cooperación de Shanghái, con el implícito pero no confesado objetivo de evitar la hegemonía norteamericana sobre las antiguas repúblicas soviéticas centroasiáticas.
Esa aventura se cierra ahora con un régimen teocrático en Afganistán al que se puede calificar de fascista aunque tenga también otras características, propias del islamismo radical, que debe lidiar con los opositores del Panjshir (con el hijo de Maud, el viejo ‘señor de la guerra’) y con Daesh, Estado Islámico en Iraq y Levante-Jorasán (EIIL-J, dirigido por veteranos del yihadismo creado y financiado por Estados Unidos contra los soldados soviéticos, y por desertores del talibán). Las milicias talibán son un conjunto de hombres reclutados entre los sectores más pobres de la población afgana, que reciben su salario de ‘señores de la guerra’ que controlan el mercado de la droga, y de potencias que les financian como Arabia, Qatar y Pakistán, y también de jóvenes campesinos que querían vengarse porque vieron morir a muchos de los suyos en el diluvio de bombas que Estados Unidos lanzó: lo hicieron en 2001, con miles de ataques aéreos y no dejaron de bombardear durante veinte años. El nuevo gobierno afgano de Baradar convertirá esas milicias en el nuevo ejército afgano, aunque encontrará obstáculos: muchos de los trescientos mil militares del ejército que organizaron Estados Unidos y la OTAN con Karzai y Ghani han quedado a la intemperie (aunque muchos solo existían en la nóminas que cobraban altos mandos y políticos del régimen títere de Washington), y una parte intentará buscar nuevos patrocinadores; por otra parte, la lealtad de muchos grupos que han hecho de la guerra su forma de vida es precaria, como muestra la historia de la organización muyahidin de Jalaluddin Haqqani, cuya red luchó contra la república de Daud (el defenestrador del último rey afgano), atacó al gobierno comunista de Najibulá recurriendo a saqueos, decapitaciones y violaciones, trabajó para Estados Unidos, cobró de la CIA, más tarde colaboró para los servicios secretos pakistaníes (ISI) y después se hizo talibán cuando las tropas del mulá Omar conquistaron Kabul, y combatió a las tropas norteamericanas, cobrando también de Arabia y de los Emiratos Árabes Unidos. Su hijo, Sirajuddin Haqqani, es ahora ‘hombre fuerte’ en el gobierno del mulá Baradar. Pero Estados Unidos intentará acomodarse a la nueva situación e incluso mantener bases militares en Afganistán. No abandona la región, quiere seguir influyendo, directamente y a través de su alianza con Arabia y las monarquías del golfo, e Israel, y quiere mantener una cierta inestabilidad en Afganistán para evitar que China desarrolle proyectos económicos en el país.
Para el gobierno de Pekín no hay duda de que la lógica de la retirada norteamericana de Iraq y Afganistán, sin admitir la derrota, radica en el hecho de que Estados Unidos necesita concentrar sus fuerzas en la contención de China, y Oriente Medio se había convertido en un pesado fardo. Pese a su distancia y prevención con los talibán, China ha celebrado el final de la ocupación militar estadounidense y afirma respetar la soberanía afgana. Está también dispuesta a colaborar en la reconstrucción del país, siempre que deje de ser un refugio del terrorismo islamista: es una de las condiciones que pone Pekín para su cooperación económica, aunque en el seno del movimiento seminarista coexisten diferentes posiciones al respecto. Suhail Shaheen, portavoz talibán, ha declarado que esperan la colaboración de China en la reconstrucción, y aunque Pekín se muestra muy prudente ante la situación en el país, y espera la evolución de los acontecimientos, está dispuesto a facilitar asistencia humanitaria y ayuda para superar la devastación. El uzbeko Abdul Salam Hanafi, dirigente talibán y uno de los responsables de la oficina del movimiento en Qatar, mantiene conversaciones con el ministerio de Asuntos Exteriores chino, y se declara partidario de que Afganistán participe en el desarrollo de la nueva ruta de la seda. Pero otros asuntos acaparan también la atención de China: está alerta a la actividad de los destacamentos terroristas, y teme que grupos uigures utilicen Afganistán como base para sus ataques en el Xinjiang. Le preocupa también el mercado de la droga: bajo la dominación norteamericana, Afganistán se convirtió en el mayor productor del mundo de heroína, casi el noventa por ciento del total, y una parte de ese volumen fue introducido clandestinamente en China.
Y no olvida la exigencia de responsabilidades por una de las guerras más sangrientas del siglo XXI: en el debate sobre la resolución del Consejo de Seguridad acerca de la situación en Afganistán, donde China y Rusia se abstuvieron, el embajador chino exigió a Estados Unidos que dejase de bombardear a la población civil afgana y afirmó que debía tener responsabilidad penal por el asesinato de civiles. Además, China ha exigido públicamente que se investiguen los crímenes cometidos por Estados Unidos y la OTAN durante sus dos décadas de ocupación, a través de una comisión internacional. Aunque Estados Unidos no tiene la menor intención de hacerlo: dos días después de su retirada, el Pentágono calificaba de «justo» el bombardeo que acabó con la vida de siete niños en Kabul, justificándolo porque consideraban que el coche donde jugaban era una amenaza terrorista inminente.
China quiere, sobre todo, estabilidad en la región: le preocupa la llegada de islamistas al Xinjiang, y le preocupa la actividad de los grupos monitoreados por la CIA y el Pentágono, consciente de que siguen siendo uno de sus instrumentos de intervención, desde Siria a Irán pasando por Pakistán o el Cáucaso. También recela de la actividad del uigur Movimiento Islámico de Turkestán Oriental (ETIM), que fue creado en Pakistán en la década de los noventa y que mantiene lazos con la CIA norteamericana. El ramal pakistaní de la nueva ruta de la seda padece los embates de «misteriosos» grupos terroristas, y del Ejército de Liberación de Beluchistán (ELB), que se adjudicó el atentado de julio de 2021 en Dasu que causó la muerte de nueve ingenieros chinos, y que volvió a repetirse con el atentado contra trabajadores chinos de la autopista Gwadar Eastbay Expressway Projet que forma parte del ‘Corredor económico chino-pakistaní’, sin ser reivindicado. En el Beluchistán operan otros grupos terroristas, como Tehreek-i-Taliban Pakistan (TTP), que mantiene excelente relación con los talibán afganos, y el Mossad interviene en la región en su plan de acoso al vecino Irán. Washington califica como terrorista al ELB, pero sus servicios secretos lo respaldan extraoficialmente por dos motivos: es útil para atacar intereses chinos en Pakistán, y podrían aumentar su apoyo para lograr la fragmentación del Pakistán si Islamabad fortalece sus lazos económicos con Pekín. India también apoya al ELB, como carta contra Pakistán, eterno rival. La retirada norteamericana de Afganistán va a influir también en otros escenarios que interesan a Pekín: el Mar de China meridional, el estrecho de Taiwán, y todo el arco marítimo que va desde Japón hasta Singapur, así como la evolución del QUAD, el foro estratégico creado por Cheney y el japonés Abe, donde Estados Unidos pretende consolidar un frente político y militar con Japón, India y Australia para acosar a China.
Rusia critica también con dureza la aventura norteamericana, y considera a los talibán un sanguinario grupo terrorista, aunque es consciente de que deberá enfrentarse a los litigios que crea el nuevo régimen. Por ello, como Washington y Pekín, ha mantenido contactos con los talibán y definirá su actitud conforme al proceder del nuevo régimen teocrático. Putin ha calificado la situación en Afganistán como una catástrofe, y quiere evitar una desestabilización que afecte a Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán, convertido este último en una dictadura hermética, aunque con intereses para hacer llegar sus hidrocarburos a través de Afganistán. China también está preocupada por esa hipótesis desestabilizadora, porque algunas rutas de transporte atraviesan esa región y además es fuente de hidrocarburos, y su apuesta por la cooperación económica en la región es bien vista por Moscú, consciente de que si abre paso contribuirá a la estabilidad en Afganistán y limitará los riesgos y las amenazas para las repúblicas de Asia central, con las que Rusia quiere seguir recomponiendo los lazos con que estaban unidas a ella en la Unión Soviética. Pero esas previsiones dependen de la actuación norteamericana, y Moscú no olvida los antecedentes y la responsabilidad de los servicios secretos estadounidenses en el envío y la infiltración terrorista en Chechenia y el Cáucaso ruso y su actividad desde Azerbeiján, uno de los centros operativos de la CIA en la región.
La Unión Europea teme las consecuencias de la derrota norteamericana, y no se atreve a sacar conclusiones: buena parte de sus miembros fueron arrastrados a una guerra en Afganistán y ni siquiera les consultaron cuando Washington decidió la retirada, y ahora teme una nueva oleada de refugiados, un «éxodo masivo hacia Europa» como lo definió el ministro de Asuntos Exteriores italiano, problema con el que Estados Unidos no debe lidiar: al igual que ocurrió con la guerra y el éxodo sirio, cuyo promotor fue Washington, la posible llegada masiva de refugiados afganos afectará a Europa y no a Estados Unidos. Afectará también a los países vecinos. Según cifras de ACNUR, en 2020, dos millones doscientos mil refugiados afganos se encuentraban en Irán y Pakistán, mientras que en Estados Unidos apenas había dos mil. Estados Unidos, pese a ser el principal responsable de la devastación y la crisis, se desentiende del problema, mientras los ministros de Justicia e Interior de la Unión Europea proponen «ayudar» a los países limítrofes de Afganistán, con el estrafalario argumento de que los refugiados «deben quedarse en la región». Es decir, la Unión Europea quiere comprar con dinero la voluntad de algunos gobiernos, como hizo con Turquía para frenar a los refugiados sirios.
Bruselas ha decidido establecer una delegación (como camuflaje de embajada) en Kabul y plantea cinco condiciones al talibán: que no se convierta en refugio del terrorismo, que respete los derechos humanos y los de las mujeres y que permita la libertad de prensa en el país, además de formar un gobierno amplio e «inclusivo» (que los talibán ya preparan y Pakistán impulsa), que permita la libre salida del país de quienes opten por ello y una justa gestión de la ayuda humanitaria. En realidad, la Unión Europea sabe que ninguna de esas condiciones va a cumplirse, pero le sirven para justificar su permanencia en el país, aunque de momento no reconozcan formalmente la dictadura talibán. Después de todo, tampoco esas condiciones son cumplidas por Arabia, Qatar o los Emiratos Árabes Unidos, sin que ello suponga el menor obstáculo para que mantengan magníficas relaciones con la Unión Europea y con Estados Unidos. Hablar de la Unión Europea es hablar de Berlín y París, y si la Comisión de Bruselas defiende mantener el diálogo con los talibán, es por temor a perder influencia en el país y en la región. La solitaria Gran Bretaña, tras el Brexit, permanece como solícito aliado de Estados Unidos, sin que ello le suponga más reconocimiento internacional ni mayor influencia. Afecta también a Europa, la desairada posición de la OTAN, que ha sufrido un golpe demoledor, llegando Jens Stoltenberg incluso a reconocer que su función en Afganistán era de mera ayuda a Estados Unidos, olvidadas ya las falaces proclamas de libertad y democracia con que disfrazaron una operación imperialista más. Todo ello debería afectar a los países miembros, y mientras Francia sigue jugando con la idea de un ejército europeo, sin mayores consecuencias aunque la Unión decida la creación de un «fuerza de reacción rápida», idea mal acogida por Estados Unidos y Stoltenberg, otros países, como España, deberían iniciar el proceso para liquidar las bases norteamericanas, que ni sirven para la defensa de cada país ni ayudan a definir una nueva política exterior europea que abandone la subordinación a Washington y tienda la mano a Pekín y Moscú.
La India es uno de los grandes perdedores de la caída del gobierno Ghani, al que apoyaba, y el nuevo gobierno afgano aviva su enemistad con Pakistán, con quien se enfrenta en Cachemira a través de grupos terroristas que convierten a esa región en un peligroso polvorín por la posesión de armas nucleares de Delhi e Islamabad. Pakistán acusa además a la India de «sabotear» la paz en Afganistán, y se niega a asumir sus responsabilidad en los frecuentes atentados en terrirorio indio, donde operan decenas de organizaciones terroristas, muchas con dependencia del ISI pakistaní. Junto a ello, las diferencias con Pekín se mantienen, agravadas por el riesgo que representa el QUAD al que Estados Unidos arrastró a Delhi. Y la presencia en el gobierno talibán de Sirajuddin Haqqani (hijo de Jalaluddin Haqqani, activo organizador del terrorismo contra la India) inquieta en Delhi: los Haqqani, hoy en el bando talibán, son los feroces asesinos muyahidin organizados por Washington que en 1987 rodeaban la ciudad de Jost, durante el gobierno de Mohammad Najibulá de la República Democrática de Afganistán aliada de la Unión Soviética. Los Haqqani son expertos en organizar atentados suicidas.
A su vez, Pakistán, que estuvo en el origen del nacimiento talibán, y en el de los muyahidin que crearon y financiaron Estados Unidos y Arabia, sigue siendo su principal apoyo. Pocos días después del fin de la ocupación norteamericana, el 4 de agosto, el general Faiz Hameed llegaba a Kabul para discutir la composición del nuevo gobierno afgano. Casi dos millones de afganos viven refugiados en el país, pero Islamabad no quiere admitir más. Los generales pakistaníes son aliados de Washington, y su gobierno quiere mantener también buena relación con Pekín y Moscú, mientras que Irán (que influye culturalmente en Afganistán: el darí, lengua oficial junto al pastún, es un dialecto del persa) desconfía de Pakistán, aliado a su vez de Arabia y gran enemigo de Teherán en muchos de los conflictos regionales. Islamabad quiere controlar la frontera con Afganistán, y que no perjudique a China, y se compromete a seguir vigilando el terrorismo del TTP (los Tahrik-e-Taliban pakistaníes, muy activos con coches-bomba), de Daesh, y del ETIM (Movimiento Islámico de Turkestán Oriental, que Estados Unidos, con Trump y Pompeo, borró de su lista de organizaciones terroristas en su campaña antichina), aunque su capacidad para hacerlo es limitada. En Pakistán operan más de diez grupos islamistas que recurren al terrorismo, y no hay que olvidar que los atentados han causado en las dos últimas décadas decenas de miles de muertos pakistaníes y que, de hecho, ha sido el país más afectado por la guerra afgana.
Irán, otro régimen teocrático en la región, está enfrentado a Arabia e Israel, y duramente afectado por las sanciones económicas norteamericanas. Pese a su patente enemistad con Estados Unidos, apoyó a las tropas norteamericanas para derribar el gobierno talibán en 2001, aunque la larga ocupación posterior hizo cambiar a los ayatolás iraníes de estrategia: temían que Afganistán pudiese convertirse en plataforma para atacar a Irán.
Arabia conecta con los talibán, a quienes apoya y sirve de modelo para gobernar, y quiere aumentar su influencia en la región, mientras Qatar, donde se desarrollaron las negociaciones con Trump, mantiene una relación cercana con el mulá Baradar, apoya a los talibán, y va a colaborar en la gobernación del país. Emiratos Árabes Unidos reconoció el anterior gobierno talibán, y junto a Qatar ya han enviado ayuda humanitaria a Kabul. A su vez, Turquía, pese a ser miembro de la OTAN, mantiene buenos lazos con los talibán, e incluso ha ofrecido ayuda para volver a poner en funcionamiento el aeropuerto internacional y otros organismos: junto a Qatar se ofrece para gestionar el aeropuerto de Kabul, tal vez con ayuda holandesa.
El nuevo emirato islámico talibán, con el mulá Abdul Ghani Baradar (que fue joven muyahidin contra la República Democrática de Afganistán) como jefe del gobierno, y el siniestro ulema Haibatulá Ajundzadá (que se encargó de aplicar la sharía tras la victoria talibán de 1996) como guía supremo y emir, domina ya la totalidad del país, tras la toma del Panjshir.
Estados Unidos fue a Afganistán para vengarse, y para desarrollar un plan de dominio planetario que tenía en Oriente Medio un objetivo central. Hoy, llora por sus últimos soldados muertos, por los dos mil quinientos militares y cuatro mil mercenarios caídos, pero no repara en los centenares de miles de muertos que ha causado su implacable máquina de guerra. Ahora las diversas piezas del rompecabezas de Oriente Medio se recomponen, aunque sigue la guerra en Siria, Israel no ha renunciado a impedir el poder atómico de Irán, aun a costa de la guerra, Arabia sigue apoyando el terrorismo wahabita y el fascismo islamista, y Turquía juega con el espejismo otomano. El talibán va a tener serias dificultades para gobernar, y ya ha empezado a aplicar la venganza y los castigos del yihadismo, aunque necesite mostrar un rostro más moderado para afianzar su poder ante el mundo. El ansiado final de las guerras afganas no debería suponer dejar el país en manos del fascismo islamista.
En Afganistán no ha muerto el imperialismo norteamericano, aunque ha recibido una derrota que tendrá grandes consecuencias estratégicas. Pero las ansias de dominación imperial siguen ahí, sobre todo porque Washington va a seguir utilizando su extensa red militar en el mundo (800 bases operativas) y no quiere renunciar a su hegemonía planetaria. Ha perecido el viejo proyecto que quiso hacer del siglo XXI el siglo americano, y enfrenta el temor a la decadencia y la conversión definitiva de China en la mayor potencia económica del mundo. Y, aunque sea un difícil objetivo, tras la montaña de mentiras y el horror de la guerra que termina, el mundo debería llevar ante un tribunal internacional a todos los presidentes norteamericanos que, desde George W. Bush, han bombardeado sin piedad las tierras afganas. La ocupación norteamericana ha terminado, pero continua la guerra contra China, y no podemos saber que deparará el futuro a Afganistán, ese país llamado desolación.
Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/un-pais-llamado-desolacion/