Thailandia, bautizada por la cursilería de los empresarios del turismo como el «país de las sonrisas», tiene tras ellas la mirada de los generales de una Junta Militar que fue capaz de imponer un golpe de Estado mientras declaraba que defendía la libertad y la democracia, y el rostro de un nuevo rey, déspota y […]
Thailandia, bautizada por la cursilería de los empresarios del turismo como el «país de las sonrisas», tiene tras ellas la mirada de los generales de una Junta Militar que fue capaz de imponer un golpe de Estado mientras declaraba que defendía la libertad y la democracia, y el rostro de un nuevo rey, déspota y autoritario, feroz experto en contrainsurgencia. Ello no impide que las gigantescas operaciones inmobiliarias que están llenando Bangkok de rascacielos, adornen las obras con desmesurados carteles a mayor gloria de Bhumibol, el rey finado, o de su hijo, el monarca Vajiralongkorn, un viejo soldado de la guerra fría, formado por Estados Unidos en la militancia contra el comunismo. Vajiralongkorn, el nuevo rey del país, no suscita ningún entusiasmo popular, pese a que la población thailandesa ha sido moldeada durante décadas en el fervor monárquico y en la adoración a Bhumibol, a quien el gobierno y el Consejo Real presentaron siempre como un ser casi divino, un rey amante de la ciencia y del arte, preocupado por el progreso de su pueblo, mientras ocultaban con celo extraordinario la oscura red de sus turbios negocios privados, dirigidos desde su palacio Chitralada, escondían las concesiones del gobierno, y encubrían que sus inversiones en muchos sectores de la economía contaban con información privilegiada y la corrupción. Bhumibol acumuló una gran fortuna, que la revista Forbes cifraba en 35.000 millones de dólares.
En muchos edificios de las riberas del río Chao Phraya que cruza Bangkok, se ven también enormes retratos de Bhumibol, el rey finado, y de su hijo Vajiralongkorn , un hombre formado en la milicia, piloto de combate y especialista en misiones de sabotaje y guerra sucia que aprendió en los cuarteles y academias norteamericanas y británicas. No es un hombre de despacho, con saberes teóricos de contrainsurgencia: ha participado en combates (siempre a buen recaudo), y a finales del siglo pasado dirigió el exterminio de la guerrilla comunista en el norte del país. Es un hombre cínico y despótico, además, cuya vida privada está presidida por todo tipo de abusos, de escándalos sexuales y de amantes, conseguidas de grado o a la fuerza, que selecciona a capricho; un sujeto capaz de humillar a sus servidores y colaboradores. Un tipo muy poco recomendable.
El enorme complejo del palacio Chitralada tiene su entrada principal por la calle Rama V, el quinto rey de la dinastía Chakri que sigue gobernando. En los alrededores, se ven numerosos puestos de control con soldados que buscan la sombra mientras vigilan el tráfico y los transeúntes. En toda la ciudad, se observan frecuentes controles policiales, en estaciones de ferrocarril, cuarteles, centros comerciales y aeropuertos, tras los atentados que se produjeron al inicio del verano en Bangkok y que algunos medios vincularon con las actividades de Thaksin Shinawatra, el primer ministro depuesto por los militares en el golpe de Estado de 2006. Al sur del palacio Chitralada, estalla el bullicio de Chinatown y la premura de los barcos de pasajeros en el río. Bajo el calor tropical, se demoran en el Chao Phraya las gabarras de largo timón y flores en la proa, y un barco blanco, el Chao Phraya Princess, se detiene ante el Wat Arun, el templo del amanecer, mientras, más allá, la melodiosa música china se escapa por los callejones de Chinatown llenos de comercios y repletos de paseantes y compradores, de recaderos en moto, de hombres con carretilla. De repente, en Thanon Phadungdao y Yaowarat, la vida se detiene ante el estallido de las sirenas, y, unos segundos después, vuelve a la normalidad de un país que soporta a la fuerza una dictadura militar y unos ladrones con licencia.
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El martes 20 de mayo de 2014, el ejército thailandés proclamó la censura de prensa y el estado de excepción en todo el país. Dos días más tarde, dio un golpe de Estado, suspendió la Constitución y estableció un estricto toque de queda. No era nada nuevo: los militares thailandeses han protagonizado dieciocho golpes de Estado, sin que la diplomacia norteamericana (siempre presta a «defender la democracia») haya movido nunca una ceja, más allá de algún mohín dirigido a la galería, como el anuncio del Pentágono tras el golpe de 2014 de que «examinaría» su relación con el ejército thailandés. Los enfrentamientos callejeros y la tensión entre los seguidores del rey Bhumibol Adulyadej y los del primer ministro Thaksin Shinawatra (destituido también por el ejército, en 2006) habían llevado al país, a juicio de los militares, a un callejón sin salida, con decenas de muertos en las calles de Bangkok. El movimiento aglutinado por Thaksin Shinavatra, denominado los camisas rojas (compuesto por campesinos y trabajadores pobres de las ciudades), tenía enfrente a los seguidores del Partido Demócrata, y a un Comité para la Reforma Democrática, dirigido por Suthep Thaugsuban, un antiguo viceministro, denominados camisas amarillas. Ninguno de los dos bandos es de izquierda.
Dos días después, el jueves 22 de mayo, en el curso de una reunión conjunta del gobierno, partidos políticos, Parlamento y dirigentes del movimiento opositor de las camisas rojas, y de los camisas amarillas (entre ellos, Suthep Thaugsuban), convocada por los militares para negociar una salida a la crisis política, el general Prayuth Chan-Ocha, jefe del ejército, ordenó a todos los presentes: «No se muevan de sus sillas», y, sin más preámbulos, anunció que el ejército tomaba el poder. Acto seguido, soldados a sus órdenes detuvieron a todos los participantes en la reunión y los trasladaron al Primer Regimiento de Infantería, mientras la televisión y las radios emitían comunicados militares. Otra vez, Thailandia se convertía en una dictadura militar.
Yingluck Shinawatra, primera ministra y hermana de Thaksin, había sido desalojada del poder y sustituida provisionalmente por un gobierno interino dirigido por Niwatthamrong Boonsongpaisan el 7 de mayo de 2014. Dos semanas después, siguiendo un preciso guión, el general Prayuth anunció ante la prensa, con desenvuelto cinismo, que la acción de los militares no era un golpe de Estado, pese a la creación de una Junta Militar (denominada Consejo Nacional para la paz) que gobernaría el país desde aquel instante. El golpe de Estado contó con la aprobación del rey Bhumibol, que murió dos años después, en octubre de 2016. Transcurridos tres años del golpe, el general Prayuth sigue gobernando el país. El ejército thailandés no ha dudado nunca en utilizar la más dura represión contra las protestas: todavía siguen sin aclararse las circunstancias y los responsables del mayo sangriento de 1992, cuando los militares perpetraron una matanza en Bangkok asesinando a decenas de personas en las calles, al igual que el golpe de Estado de 2006, la represión de 2009 o la sanguinaria persecución contra los camisas rojas en 2010, que causó también numerosos muertos.
Thaksin Shinavatra (el empresario más rico del país, enriquecido gracias a la concesión gubernamental de contratos y negocios en condiciones muy ventajosas, y cuya fortuna incrementó durante su propio gobierno) creó su propio partido político, un instrumento populista ocasional para hacerse con el poder: su estrafalario nombre, Thai Rak Thai (Thailandeses aman a Thailandia), era apenas un recurso patriótico para navegar en las sucias aguas de la monarquía y la política thailandesa, pero contó con el favor de la población: llegó al gobierno en 2001, y revalidó en las elecciones de abril de 2006, consiguiendo más del sesenta por ciento de los votos, aunque los comicios fueron anulados, él mismo depuesto por el ejército cinco meses después, y su partido disuelto al año siguiente por el Tribunal Supremo, acusado de manipular las elecciones. Durante los cinco años de su gobierno impulsó la creación de un precario sistema sanitario y aseguró que renovaría los suburbios pobres y llevaría la electricidad a la Thailandia rural. La persecución del tráfico de drogas se hizo sin miramientos: centenares de personas fueron asesinadas por la policía.
Sus dirigentes, forzados por la prohibición del Thai Rak Thai, crearon el Partido del Poder del Pueblo que ganó las elecciones de 2007, aunque su principal dirigente, Samak Sundaravej, elegido primer ministro, fue también destituido por los tribunales (con el ejército supervisando la operación), con la excusa de que participaba en un programa de televisión dedicado a la cocina. Algunos componentes de la izquierda participaron en el movimiento de los camisas rojas, pero la izquierda política no ha conseguido superar la división de los años ochenta del Partido Comunista en dos facciones, provietnamita y prochina, ni la derrota de la guerrilla y las diferencias entre socialistas y comunistas. Aun con diferencias evidentes entre los distintos países de la región, en Thailandia, Malasia, Birmania e Indonesia, los ejércitos exterminaron a las organizaciones y guerrillas comunistas, con planes supervisados por Estados Unidos (como la «Emergencia malaya»), de los que el golpe de Suharto en Indonesia, en 1965, fue la operación más feroz, que asesinó a un millón de comunistas indonesios. El Partido Comunista thailandés continúa prohibido, como en Birmania, Indonesia o Malasia.
Desde el golpe de Estado de 2014, la represión de la dictadura ha desmantelado casi por completo el movimiento de los camisas rojas, y varios de sus dirigentes han sido condenados a varios años de cárcel. Uno de ellos, Wutthipong Kachathamakul «Ko Tee» huyó al Laos socialista tras el golpe de Estado con el propósito de denunciar la dictadura: en agosto de 2017, desapareció, al parecer raptado por un comando del ejército thailandés, aunque el gobierno golpista ha negado tener información al respecto y el propio primer ministro, general Prayuth, ante la circulación de una fotografía que mostraba el cadáver de Ko Tee, alegó desconocimiento del caso, añadiendo, significativamente, que las imágenes pueden ser manipuladas. Por el contrario, significados miembros de los camisas amarillas (agrupados en la Alianza Popular para la Democracia, PAD) que sitiaron la sede del gobierno y causaron graves daños durante la efímera presidencia en 2008 de Samak Sundaravej (un político ultraderechista considerado testaferro de Thaksin Shinawatra), fueron condenados por un tribunal a dos años de prisión pero vieron su pena reducida a ocho meses; entre ellos, el general Sonthi Limthongkul, y un antiguo gobernador de Bangkok, Chamlong Srimuang, veterano militar que combatió a la guerrilla comunista en Laos y en su propio país y que participó en la matanza de estudiantes de la Universidad de Thammasat, de Bangkok, de 1976. La espada del ejército no golpea a todos por igual.
El viejo partido de la burguesía thailandesa, el Partido Demócrata, que fue creado tras la Segunda Guerra Mundial, ha estado gobernando siempre a la sombra de la monarquía y del ejército, aglutinando a los sectores más ricos del país e impulsando una política conservadora y anticomunista que atravesó toda la segunda mitad del siglo XX de la mano del dispositivo militar asiático creado por el Pentágono para controlar los mares cercanos a China. Ahora, el dictador Prayuth, un severo general a quien no le tiemblan las manos para dar orden de disparar a matar, guarda celoso el papel del ejército y de los militares, involucrados además en turbios negocios y concesiones gubernamentales, mientras supervisa la forma en que los cuarteles dominarán la vida política del país durante los próximos veinte años: el ejército y el monarca siempre han sido la columna vertebral de Thailandia.
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A finales de agosto de 2017, el Tribunal Supremo thailandés emitió una orden de busca y captura contra la ex primera ministra Yingluck Shinawatra, que fue derrocada por el ejército en 2014 y acusada ante los tribunales de corrupción y negligencia por un programa de subvenciones a los campesinos que, según la acusación, respaldada por el gobierno golpista, habría supuesto pérdidas para el país de dieciséis mil millones de dólares, además de haber hecho que Thailandia retrocediese entre los primeros exportadores de arroz del mundo: según la FAO, en 2017, los mayores exportadores de arroz del mundo son Vietnam, China, India, Indonesia y Bangla Desh. El retroceso de Thailandia en ese terreno es achacado por la Junta Militar al gobierno de Yingluck Shinawatra, quien debía presentarse ante el tribunal para escuchar la sentencia, una posible condena a varios años de cárcel, y que, ante el peligro, optó por exiliarse del país, supuestamente a los Emiratos Árabes Unidos, donde también se encuentra exiliado su hermano, Thaksin, depuesto por el ejército en 2006. Yingluck, a quien la Junta Militar intervino sus cuentas bancarias, corría el riesgo además de ser condenada a pagar una multa de mil millones de dólares.
La división política en el país enfrenta a la burguesía y la mesocracia asociada, junto con el ejército, presentes en Bangkok y en las principales ciudades, y tiene enfrente a la mayoría campesina del interior del país, más partidaria de los Shinawatra, acusados por los militares de clientelismo y de compra de votos campesinos con su política de subvenciones. Sin embargo, los Shinawatra representan otra facción de la burguesía, enfrentada a la tradicional alianza de monarquía, ejército y empresarios. Ambos sectores difieren en cuestiones relacionadas con las facilidades que deben otorgarse a las multinacionales, en la política de privatizaciones y en gestos destinados al consumo popular, pero coinciden en la defensa de un modelo económico liberal. Desde el golpe de Estado, los militares han prometido la convocatoria de elecciones en diversas ocasiones, aunque han ido aplazando su compromiso. El 6 de agosto de 2016, la Junta Militar celebró un referéndum para aprobar la nueva Constitución del país, elaborada por el ejército. El proyecto, aprobado en una consulta realizada sin ningún tipo de garantías democráticas, establece un severo control por parte de los militares de las nuevas instituciones del país. La campaña fue grotesca: los opositores al proyecto de nueva constitución fueron perseguidos, y decenas de personas detenidas en todo el país por mostrar su rechazo. Sin embargo, en un golpe de efecto que el ejército no esperaba, el rey Vajiralongkorn, cuya coronación formal está prevista para octubre de 2017, exigió modificaciones en la Constitución aprobada, relacionadas con sus propias atribuciones: regulación de la figura del regente (Vajiralongkorn pasa largas temporadas en Alemania, y quiere poder designar y controlar al regente que, temporalmente, le sustituya), reforzamiento del papel del monarca en los cambios de gabinete en detrimento del Tribunal Constitucional, y capacidad para que el rey tome decisiones sin la supervisión del gobierno.
La Junta Militar designó una ponencia para introducir los cambios exigidos por el rey, quien, una vez examinadas las modificaciones, promulgó la Constitución definitiva en abril de 2017: más regresiva que las anteriores, y la vigésima desde 1932. Las exigencias de Vajiralongkorn no implican, ni mucho menos, una ruptura con los militares: son disputas internas en el reparto de las áreas del poder. El nuevo rey tiene una estrecha relación con el ejército, y el Consejo Real cuenta con militares de su confianza y del primer ministro, el general Prayuth. Ese Consejo Real se ha formado con generales, con personajes destacados de probada fidelidad monárquica, y con la figura del general Prem Tinsulanonda, hombre fiel a su padre, Bhumibol, que fue regente de Thailandia durante los últimos meses de 2016, hasta que Vajiralongkorn fue proclamado rey. Con esa constitución, el ejército será el poder en la sombra. Para completar el cuadro, en junio de 2017, el Parlamento dominado por el gobierno golpista aprobó una ley sobre partidos políticos, hecha a la medida, y otra ley sobre «estrategia nacional» que permitirá al ejército, al menos durante los próximos veinte años, controlar a los gobiernos gracias a un «comité de estrategia» que tendrá la última palabra. La Junta Militar anunció la convocatoria de elecciones para noviembre de 2017, aunque también se especula desde fuentes gubernamentales con que sean convocadas en 2018: son necesarias para dotar de un barniz democrático al régimen y para facilitar el discurso de «defensa de la democracia» de la diplomacia norteamericana, pero no importan mucho: el poder siempre ha estado a buen recaudo.
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Hace ahora cincuenta años que se fundó la ASEAN, en 1967, que hoy se ha convertido en la principal plataforma de cooperación económica del sudeste asiático, con diez países miembros: Indonesia, Birmania, Vietnam, Brunei, Camboya, Laos, Singapur, Malasia, y Filipinas, además de Thailandia, representados en los diez tallos de arroz que ilustran la bandera de la organización. Ampara una zona de libre comercio en la región que cuenta con un plan de colaboración y desarrollo, aprobado en 2015, para una década. Thailandia es la segunda economía del sudeste asiático, tras Indonesia, y cuenta con un PIB nominal per cápita de unos 5.800 dólares anuales (en España, alcanza los 30.000).
Están lejos los tiempos del frenético crecimiento económico de los «tigres del sudeste asiático», como se denominó entonces a Indonesia, Malasia y Thailandia, cuyo futuro se vio seriamente afectado por las consecuencias de la crisis financiera de 1997 en esos tres países y en Corea del Sur y Filipinas. La crisis se inició con la devaluación de baht thailandés, y siguió con la devaluación de las monedas del resto de países de la zona. Tras la bancarrota thailandesa de 1997, y tras años de dificultades y pobreza, la región ha recuperado el crecimiento, aunque está lejos de los niveles anteriores a la crisis financiera: Indonesia y Malasia han conseguido un crecimiento aceptable, mientras que Thailandia, sumida en la inestabilidad política, ha tenido mayores problemas. Además, en los veinte años transcurridos desde la crisis de 1997, China se ha convertido en un gigante planetario, y todos los países del sudeste asiático ansían que el proyecto chino de la nueva Ruta de la seda ayude a fortalecer sus economías.
El Vietnam socialista, uno de los países de mayor crecimiento económico y con un envidiable equilibrio político, se muestra preocupado por la inestabilidad en la zona, que, sin embargo, no impide el tirón de la economía china sobre la ASEAN. En julio de 2017, inició su actividad la nueva ruta de transporte terrestre de mercancías entre Chongqing (una de las más importantes ciudades industriales chinas, cuya área metropolitana agrupa a treinta millones de personas y que hoy es la urbe que más crece del mundo), Vientián, la capital laosiana; y Bangkok. El plan desarrollado por China para esa región tiene su núcleo en Chongqing y contempla tres grandes rutas comerciales de intercambios: se inició con el ramal que la une a la capital vietnamita, Hanoi, que ya está en funcionamiento; la ramificación de Bangkok, y el brazo que la unirá a la principal ciudad birmana, Rangún, que empezará a funcionar a principios de 2018. El diseño contempla el suministro de alimentos desde el sudeste asiático a la región de Chongqing y la llegada de productos industriales y manufacturas chinas a los tres países. Tanto China como los países del sudeste asiático otorgan una gran importancia a esa colaboración: según el Consejo China-ASEAN (China-ASEAN Business Council, CABC, por sus siglas en inglés), el comercio entre ambos bloques crece más rápidamente que los intercambios con la Unión Europea y Estados Unidos. Además, en octubre de 2017 está previsto el inicio de las obras para la construcción del tren de alta velocidad que unirá Thailandia a China.
El general Prayuth, presidente del gobierno thailandés, se entrevistó con Wang Yi, ministro chino de Asuntos Exteriores en julio de 2017 para examinar la cooperación económica entre ambos países: China, que conoce a la perfección el papel de Thailandia como fiel aliada de Washington, está interesada, además, en preservar la estabilidad en el Mar de China del Sur y en que Thailandia y el resto de los países de la ASEAN sigan observando la Declaración de conducta que fue suscrita entre ambos para asegurar que las disputas sobre la soberanía en distintos archipiélagos (Spratly y Paracelso) de ese mar sean tratadas entre las partes afectadas sin que otros países intervengan. Estados Unidos azuza las diferencias y trata de enfrentar a algunos países con China, e incluso pretende atraerse a Vietnam, mientras postula la internacionalización del conflicto para tener así la posibilidad de intervenir en él. Rex Tillerson, secretario de Estado norteamericano, realizó una gira en agosto de 2017 por Filipinas, Thailandia y Malasia, que pretendía centrar en las desavenencia sobre el Mar de China del sur y en la «seguridad marítima» y la «libertad de navegación», señuelos que utiliza la diplomacia norteamericana para inmiscuirse, pero su viaje coincidió con el agravamiento de la crisis coreana, forzando al cambio de parte de su agenda. Estados Unidos realiza desde hace más de veinte años ejercicios militares conjuntos con las fuerzas armadas thailandesas.
Por su parte, Japón, que no quiere perder más terreno e influencia ante China entre los países de la ASEAN, impulsa un proyecto de tren de alta velocidad (su famoso Shinkansen) para unir Bangkok y Chiang Mai, en el norte de Thailandia, plan ya aprobado por la Junta Militar; y pretende conseguir otros contratos, entre ellos dos nuevos proyectos: una línea de alta velocidad para unir Bangkok con la capital malaya, Kuala Lumpur, y otra línea más modesta que llegue desde Bangkok a Rayong, cerca de Pattaya, el centro de la prostitución y la esclavitud sexual de Thailandia.
La Junta Militar espera recuperar este año el crecimiento económico, pretende desarrollar un plan para aumentar los intercambios con sus vecinos más próximos, Camboya, Laos, Birmania y Vietnam, y quiere atraer trabajadores de esos países para su industria pesquera, que cuenta con escasez de mano de obra debido a las duras condiciones laborales y los bajos salarios. Pese a ello, existe un importante número de trabajadores en situación ilegal, sobre todo procedentes de Birmania y Camboya, donde las condiciones de vida son más duras que en Thailandia. Cuatro millones de birmanos trabajan legalmente en Thailandia, y otro millón más está en situación ilegal, así como un millón de camboyanos, de los que la tercera parte carece de permiso de residencia. La nueva legislación laboral aprobada por Bangkok establece que los trabajadores inmigrantes que no dispongan de permisos legales pueden ser condenados hasta a cinco años de prisión, riesgo que, desde principios de julio de 2017, ha hecho volver a sus países de origen a más de cien mil trabajadores y ha causado inquietud entre los empresarios thailandeses que se aprovechan de esa mano de obra barata.
En los últimos años se ha desarrollado un activo sector de traficantes de seres humanos, con complicidad en muchas empresas thailandesas, que la Junta Militar, tras los escándalos por la participación de miembros del ejército en las redes, quiere limitar. En mayo de 2015, fueron descubiertas fosas de enterramiento colectivas con decenas de cadáveres en el sur de Thailandia, cerca de la frontera con Malasia, personas que habían muerto o habían sido asesinadas mientras estaban prisioneras de una organización criminal dirigida por un general thailandés. Gracias al empeño de un policía honesto (Paween Pongsirin, que tuvo después que exiliarse a Australia por las amenazas de muerte recibidas) se descubrió una amplia red dedicada al tráfico de personas que actuaba en todo el golfo de Bengala a las órdenes de un general, Manas Kongpan, que contaba con cómplices en el ejército, entre altos funcionarios, en la policía y en numerosos empresarios. La red, que captaba a personas de la minoría thailandesa de los rohinyá y de bengalíes de Bangla Desh, supuestamente para enviarlos a Malasia, mantenía prisioneros a muchos inmigrantes para exigir rescate a sus familias, y no dudaba en abusar y matar a mujeres y niños. Esa red, y otras mafias, abandonaban con frecuencia a centenares de personas en alta mar, a su suerte, para huir de los controles.
En la misma región del sur, en las provincias de Narathiwat, Yala y Pattani, actúan grupos armados, algunos ligados a Daesh, Estado Islámico, donde, desde hace más de una década, se suceden serios enfrentamientos entre musulmanes y budistas. La situación es muy tensa: desde 2004, más de siete mil personas han muerto en los enfrentamientos, y aunque el gobierno golpista de Prayuth mantiene contactos con los grupos armados, las negociaciones secretas no han dado ningún resultado ni han conseguido detener los enfrentamientos armados y los atentados.
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No son esos los únicos problemas del país, ni mucho menos. La pobreza de las regiones rurales, las dificultades de los campesinos y la falta de futuro llevan a la esclavitud de la prostitución a muchas niñas y jovencitas del interior, enviadas a las trituradoras de vidas de Pattaya o de Bangkok. A la prostitución, se une la piratería en el golfo de Siam, capaz incluso de abordar petroleros, como sucedió con un buque thailandés en junio de 2017, y el activo tráfico de drogas: solamente en los primeros seis meses de 2017, la policía birmana detuvo en la frontera thailandesa a más de doscientos traficantes de droga, y la thailandesa dispara con facilidad para perseguirlos.
Thailandia está gobernada por la corrupción, y los distintos gobiernos han actuado siempre en interés propio y de sus amigos. Ahora, la dictadura militar ahoga al país, y el mundo parece haber olvidado que, en 2014, además de golpes de Estado en Ucrania y Egipto, también Thailandia padeció uno. Thailandia, aliada norteamericana desde los años de la guerra de Vietnam y de la guerra fría, ve cómo Estados Unidos y sus aliados (Australia o Gran Bretaña) acogen sin queja a los generales de la Junta Militar, que conviven, como siempre, con la monarquía. Criticar al rey Bhumibol no era posible, y nada ha cambiado: cualquier tipo de reproche o de censura al monarca es duramente perseguido y comporta la cárcel, y la policía ha detenido a decenas de personas acusadas de difamarlo en las redes sociales, o de criticar al gobierno golpista. Para combatir la crítica y la disidencia, el gobierno dispone de un programa de espionaje para controlar la circulación de noticias en Internet: en julio de 2017, la Junta Militar aprobó un presupuesto millonario para organizar una severa vigilancia cibernética de los ciudadanos en todas las plataformas de expresión, y prepara una ley que permitirá a la policía incautar sin orden judicial todo tipo de ordenadores y teléfonos, así como eliminar contenidos en Internet.
Mientras tanto, la débil izquierda política thailandesa sigue sin encontrar la forma de intervenir en ese futuro incierto que prepara un ejército golpista y un monarca repulsivo; en Khao sand road, jóvenes de cuatro continentes, ajenos a la crisis política del país, ríen y se aturden con alcohol y música en centenares de garitos; y en los prostíbulos de Pattaya o del Nana Plaza, situado junto a uno de los nuevos centros comerciales de la modernidad mercantil de Bangkok, los turistas occidentales piden cerveza y carne joven.
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