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La élite criminal de los Estados Unidos

Una orgía de ladrones

Fuentes: Sin Permiso

Entre los años 1980 y 1990, algunos embaucadores profesionales como James Q. Wilson y Charles Murray se llenaron de gloria con sus bestsellers sobre las propensiones criminales inherentes a la «clase marginal», sobre la patología de la pobreza, los depredadores adolescentes, el derrumbe de la moral y la irresponsabilidad de las madres de dichos adolescentes. […]

Entre los años 1980 y 1990, algunos embaucadores profesionales como James Q. Wilson y Charles Murray se llenaron de gloria con sus bestsellers sobre las propensiones criminales inherentes a la «clase marginal», sobre la patología de la pobreza, los depredadores adolescentes, el derrumbe de la moral y la irresponsabilidad de las madres de dichos adolescentes.

Existía, en realidad, una amplia clase criminal que adquirió su mayor potencial en los 90. Un grupo completamente desprovisto de los más elementales instintos de honestidad social, carentes de toda fibra moral y egoístas hasta un nivel casi insondable. Esta clase se personifica en la élite empresarial.

Después de dar luz verde a finales de los 70 con el festín desregulador instado por los think tanks de las empresas, y lanzado a nivel legislativo por Jimmy Carter y Ted Kennedy, en los 90, los líderes de las empresas estadounidenses habían desarrollado una estrategia criminal muy sencilla de auto-enriquecimiento.

En primer lugar, debían mentir sobre su actuación, para que, de forma calculada, ésta decepcionara a los inversores. Todo ello fue diseñado con la producción de un balance general «pro forma», servido con una argucia de contabilidad para cada tendencia y matiz, y suministrado voluntariamente por Arthur Andersen y otros de su misma calaña. Las pérdidas se catalogaron como «gastos de capital»; los activos con pérdidas fueron «vendidos» a co-conspiradores de los grandes bancos en los períodos contables relevantes.

Más tarde, empleando los Principios de Contabilidad Generalmente Aceptados, se presentaron balances ligeramente más realistas a la SEC y al IRS.

Haciendo alarde de las cifras «pro forma», las empresas expidieron más reservas, solicitaron más créditos de algunos de los bancos co-conspiradores, volvieron a comprar las reservas para los jefes ejecutivos, quienes más adelante inflarían su valor a fuerza de una contabilidad falsa, vendieron las reservas a los clientes más crédulos y obtuvieron rescates antes de que se les cayera el cielo encima, dejando los fondos de pensiones como si CalPERS (sistema de pensiones público para empleados en California) sostuviera sus bolsas. Las fortunas amasadas por George W. Bush y Dick Cheney son ejemplos vívidos de esta técnica.

¿Cuál ha sido la magnitud del saqueo? De un nivel prodigioso. Esta orgía de robos, sin parangón en la historia del capitalismo, fue aprobada e instigada año tras año por el arzobispo de la economía Alan Greenspan, un hombre con un afilado sentido de la distinción entre la magnitud de reprobación que merecen los ricos y la que merecen los menos poderosos. Cuando Ron Carey lideró al sindicato de transportes en su victoria en el año 1997, Greenspan se apresuró a denunciar el potencial «inflacionista» de las modestas mejoras en los salarios. Aun habiendo sido declarado inocente por un jurado compuesto por sus iguales, a Carey se le prohibió incluso volver a presentarse en futuras elecciones de sindicatos. De igual manera continua ahora, sistemáticamente, la presión sobre el aumento del salario mínimo.

¿Dónde se encontraban entonces los sermones de Greenspan y su sucesor Ben Bernake sobre el potencial inflacionista de las fortunas en opciones de compra de acciones, impulsadas con las grandes ínfulas de la contabilidad deshonesta y del resto de conspiraciones análogas?

Si una persona muere en un fuego cruzado en South Central, William Bennet se apresurará a condenar a toda una generación, a toda una raza. ¿Dónde quedan entonces los discursos de Bennett, Murray y los moralistas del Sunday Show sobre cómo los directivos se marchan con el botín, dejando a sus empleados en la miseria entre pensiones destrozadas y perspectivas rotas? Un niño de la calle en Oakland puede sentarse frente a un ordenador a la edad de 10 años. No existen perfiles de «propensión criminal» en los licenciados de las escuelas de negocios de Wharton o Harvard.

Resulta necesario retomar a Marx o a Balzac para adquirir un sentido verdadero y claro de los ricos como élite criminal. Sin embargo, estos gigantes han legado una tradición de alegre disección de la moral y ética de los ricos, impulsada por Veblen, John Moody, C. Wright Mills, William Domhoff y otros tantos. A mediados de los años 60, la ciencia política negativa no era una propuesta viable si se apuntaba a ocupar un cargo en la universidad. Un estudiante que investigara sobre Mills tenía que pagar sus estudios trabajando de noche en un bar, mientras que uno que lo hiciera sobre Robert Dahl y escribiera necedades sobre el pluralismo podía obtener una beca de estudios.

En los años 50, en las zonas residenciales acomodadas, se leía sobre el vacío moral que propugnaban escritores como Vance Packard y David Riesman. Puede entenderse entonces que la soledad interior pronto se convirtió en felicidad interior. No había nada malo en pisotear la cabeza de un coetáneo para obtener un beneficio. ¿Dónde están ahora esos libros (que resultan pruebas tangibles) sobre los fundamentos de la gran cohorte empresarial criminal de la década del 2000, que alcanzó la mayoría de edad en la época de Reagan?

De hecho, hoy es tarea casi imposible localizar aquellos libros que analizan a la clase de ejecutivos de empresa a través de las lentes del menosprecio científico e imparcial. Mucha de la literatura actual sobre el mundo de los grandes directivos de empresa se publica en revistas como Fortune, Businessweel o Forbes. Además, a pesar de que hay unos cuantos autores -como Robert Monks (Power and Accountability)- que centran su atención en la cultura de los ejecutivos, en ningún lugar pueden encontrarse estudios empíricos sobre las raíces sociobiológicas de las tendencias criminales de la clase ejecutiva.

¿Por qué? Quizás porque los ricos han comprado a la oposición. En las remotas neblinas de la antigüedad, existían comunistas, socialistas y populistas que leían a Marx, y que tenían una noción bastante certera de lo que pretendían los ricos. Incluso los demócratas tenían ciertos conocimientos de la verdadera situación. Entonces llegaron de la mano las cazas de brujas y las compras de empresas. Como resultado, un operador de Goldman Sachs ha podido llegar a la madurez sin escuchar una sola palabra admonitoria sobre lo deleznable que resulta mentir, robar, engañar, vender a los socios o defraudar a los clientes.

Las escuelas más reputadas de los Estados Unidos han formado a una élite criminal que ha robado todos sus fondos en menos de una década. ¿Ha sido todo ello culpa de Ayn Rand, de la Escuela de Chicago, de Hollywood o de la muerte de Dios?

Este ensayo es la adaptación y actualización de un artículo publicado en la edición de noviembre del 2000 de la revista The New Statesman.

Jeffrey St. Clair es el autor de Been Brown So Long It Looked Like Green to Me: the Politics of Nature, Grand Theft Pentagon y Born Under a Bad Sky. Su último libro es Hopeless: Barack Obama and the Politics of Illusion. Es el editor de Counterpunch.org. Alexander Cockburn (1941-2012) fue el editor de Counterpunch.org

Traducción para Sin Permiso de Vicente Abella

Fuente: www.sinpermiso.info