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Uzbekistán, la república robada

Fuentes: El Viejo Topo

En octubre de 2021, Shavkat Mirziyoyev ganó las elecciones presidenciales en Uzbekistán, treinta años después de su independencia, proclamada en 1991 durante el caos creado en los últimos meses del gobierno de Gorbachov, que culminaron con el golpe de Estado de Belavezha de Yeltsin, Kravchuk y Shushkévich.

Entonces, los dirigentes uzbekos conversos al capitalismo, como los de otras repúblicas soviéticas, decidieron declarar la independencia, que se afianzó en 1992 gracias al apoyo del Kremlin, ya controlado por Yeltsin. El dirigente uzbeko Karímov fue especialmente hipócrita: apoyó el golpe de estado del 19 de agosto de 1991, de Guennadi Yanaiev, que fracasó, pero logró mantenerse en el poder en Tashkent, y tras la prohibición por Gorbachov (cinco días después de la intentona) de la actividad del PCUS en el ejército, la policía y el KGB, su dimisión como secretario general y el llamamiento a que el partido se disolviera, el parlamento prohibió el día 29 de agosto la actividad del PCUS en toda la Unión Soviética, y Karímov, como otros conversos, creyó que había llegado el momento de hacerse con todo el poder en Uzbekistán: dos días después, declaró la independencia. Era, como en otras repúblicas, una flagrante violación del referéndum de marzo del mismo año 1991 donde participó el ochenta por ciento de la población y casi el setenta y ocho por ciento de los ciudadanos votaron por conservar la Unión Soviética. En Uzbekistán, habían votado a favor de mantener la URSS el 95 por ciento de los ciudadanos.

Después, llegó la hora de la contrarrevolución conducida por los dirigentes conversos: Islam Karímov en Uzbekistán, igual que Saparmurat Niyázov en Turkmenistán y Nursultan Nazarbáyev en Kazajastán. Todos eran antiguos secretarios y utilizaron su poder para desmantelar y prohibir el partido comunista, que sigue prohibido en Turkmenistán y Uzbekistán y trabaja en la clandestinidad; mientras en Kazajastán, donde se encontró más resistencia para liquidarlo, Nazarbáyev impulsó la creación de un partido de nombre semejante y después lanzó una sistemática persecución durante años que culminó con la ilegalización en 2016. En la clandestinidad, su secretario, Toleubek Majizhanov, pertenece a la dirección de la Unión de Partidos Comunistas-PCUS, que agrupa a los partidos de todas las repúblicas soviéticas. En Turkmenistán, el secretario del partido comunista, Serdar Rakhimov, fue encarcelado en 2002 y condenado a veinticinco años de prisión, acusado falsamente de atentar contra la vida de Niyázov. Se ignora su paradero en las prisiones turkmenas.

En 1992, el célebre escritor Sarvar Azimov, que había sido ministro de Cultura y de Asuntos Exteriores de la República Socialista Soviética uzbeka, intentó registrar de nuevo el Partido Comunista, plan que el gobierno de Karímov rechazó al tiempo que iniciaba una dura campaña represiva contra los comunistas, hasta el punto de que Azimov no pudo soportar la tensión y murió a causa de un infarto en 1994. Hoy, el Uzbekistán oficial intenta apoderarse del recuerdo del Azimov escritor, sin citar siquiera su condición de comunista ni su defensa de la Unión Soviética. Así, el mismo año, se creó clandestinamente el Partido Comunista de Uzbekistán, con Kajramon Majmudov como secretario, que participó después en la puesta en marcha de la Unión de Partidos Comunistas-PCUS. Desde entonces, la persecución no ha cesado y el partido continúa en la clandestinidad.

Karímov confiscó todas las propiedades del Partido Comunista y creó con ellas su Partido Democrático Popular, XDP, aunque a partir de 2007 optó por el Partido Demócrata Liberal, O’ZLIDEP, que es ahora el partido del régimen. Hoy, son cinco los partidos legales, aunque su función es ornamental, y todos apoyan al presidente y al partido del poder. El segundo partido con más representantes en el Oliy Majlis, el parlamento, es Milliy Tiklanish (O’ZMTDP, Renacimiento nacional) que mantiene una postura xenófoba e intransigente, es contrario al aprendizaje del idioma ruso y abomina de la bandera soviética, además de ser partidario de cobrar impuestos a los uzbekos que han tenido que emigrar a Rusia o Kazajastán. Los otros tres partidos son XDP; O’EP, ecologistas; y Adolat, socialdemócrata.

Los atentados de julio de 2004 en Tashkent, y la rebelión islamista del valle de Ferganá, en 2005, alarmaron a Karímov, que sofocó la revuelta causando centenares de muertos. Karímov, el entonces primer ministro y hoy presidente Mirziyoyev, el ministro del Interior, Zokir Almátov, y el jefe del Servicio de Seguridad Nacional (SNB), Rustam Inoyátov, aplicaron una represión feroz, y el gobierno impidió incluso el acceso a los periodistas de la televisión rusa a la ciudad de Andiyán. La intervención norteamericana en Afganistán, Iraq y después en Siria, y el reclutamiento de yihadistas por los servicios secretos norteamericanos que multiplicaron los grupos terroristas, muchos de los cuales cambiaban de fidelidades, incrementó el temor del régimen a la actividad islamista.

Mirziyoyev mantiene un islamismo oficial, controlado, con la tariqah (una orden espiritual del sufismo) Naqshbandiyya como religión oficiosa, aunque no oficial, de Uzbekistán, algo que le permite influir en Kazajastán, aunque el gobierno kazajo favorece la escuela hanafí. Ambas, son sunnitas. Tras sustituir a Karímov, Mirziyoyev aprobó una amnistía para los presos islamistas, presume ahora de su política reformista y favorece la islamización: en julio de 2021, autorizó por ley la utilización de burkas y velos islámicos, gesto que no es contradictorio con una de las preocupaciones de su gobierno: los focos de terrorismo islamista. El Movimiento Islámico de Uzbekistán y la Unión de la Yihad Islámica han protagonizado acciones terroristas en toda la región; ambos grupos estaban dirigidos por uzbekos, y el dirigente de los wahabíes más radicales, Obidjan Nazarov, que era considerado por Karímov como el islamista más peligroso, vivía clandestinamente en Tashkent, aunque después huyó a Kazajastán y en 2006 recibió asilo político en Suecia, gracias al Alto Comisionado de la ONU para los refugiados. Varios miles de yihadistas de Asia central han acudido a las guerras de Oriente Medio: en Alepo, Siria, se instaló un nutrido grupo de uzbekos que combatián contra el gobierno de Bashar al-Ásad, y la radicalización religiosa llevó a centenares de jóvenes uzbekos a engrosar grupos terroristas en Iraq y Siria, que incluso hicieron viajar allí después a sus mujeres e hijos. En Iraq hay al menos sesenta y cuatro mujeres uzbekas condenadas a cadena perpetua por formar parte de organizaciones terroristas, y la evolución posterior ha llevado a varias operaciones «Misericordia» de repatriación de mujeres uzbekas y sus hijos: entre 2019 y 2021, 530 mujeres y niños fueron devueltos desde Siria.

El régimen ha creado también en sus ministerios personajes nacionalistas como Alisher Kadírov, hoy vicepresidente del parlamento y dirigente del partido Milliy Tiklanish, que ha propuesto formalmente la deportación de lesbianas y homosexuales. Esa agresividad animó, a finales de marzo de 2021, a grupos de fanáticos islamistas a agredir a jóvenes en el centro de Tashkent. De hecho, todo el espectro de partidos que apoya al régimen defiende peligrosas y vagas ideas sobre «las costumbres, tradiciones y valores nacionales». El gobierno protege el islam oficioso y tradicional y persigue a los islamistas.

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Los comicios de octubre de 2021 donde Mirziyoyev fue reelegido fueron otro fraude: muchas urnas ya estaban llenas antes de la apertura de los colegios electorales, y a muchos votantes ni siquiera se les pedía identificación. Es habitual la práctica del «carrusel»: una misma persona vota en varios colegios electorales. No es nada nuevo: sigue los pasos de Karímov, que se mantuvo en el poder con simulacros de referéndums. Mirziyoyev, que fue diputado comunista en los años de Gorbachov, adoptó la piel de los conversos y prosperó bajo la tiranía de Karímov. Fue gobernador de Samarcanda, donde no dudó en recurrir a grupos de matones para imponer sus decisiones a los campesinos del algodón, y donde se forzaba el trabajo infantil. En 2003, Karímov lo nombró primer ministro, sustituyendo a Utkir Sultanov, otro converso que había dirigido el gobierno los ocho años anteriores. Mirziyoyev es presidente desde 2016, y tras las elecciones de 2021, jurando fidelidad a la Constitución y al Corán, anunció que es necesaria una reforma constitucional para el desarrollo del país, aunque junto a los cambios sobre los poderes locales y regionales, es probable que se introduzcan mecanismos para prolongar los mandatos presidenciales: en la práctica, Mirziyoyev se convertiría en presidente vitalicio. De hecho, está apartando a políticos poderosos de la etapa de Karímov, como Rustam Inoyátov, que fue destituido del puesto de asesor presidencial. Inoyátov dirigió el Servicio de Seguridad Nacional (SNB) casi un cuarto de siglo, de 1995 a 2018, trabajó para consolidar el nuevo orden y la independencia y persiguió a la oposición comunista, y durante la presidencia de Islam Karímov, fue una de las personas más influyentes del país. Cuando la hija de Karímov, Gulnara, cayó en desgracia, acusó de sus males a Inoyátov y después a su propio padre. Mirziyoyev desconfiaba de Inoyátov y ya había anunciado en diciembre de 2017, que el SNB había acumulado demasiado poder y era necesario reformarlo: se deshizo de Inoyátov en enero de 2018 por el procedimiento de nombrarlo asesor y miembro del Senado y simultáneamente cesarlo como jefe del Servicio de Seguridad Nacional. Dos meses después, Mirziyoyev, transformó el SNB en el Servicio de Seguridad del Estado (SGB), con personas de su confianza.

Mirziyoyev alardea ahora del plan reformista con que gobierna el país, e incluso presume de cambiar de improviso la ruta de sus giras para ver la realidad uzbeka y no los decorados que le han preparado, y defiende que el apoyo al «espíritu empresarial» mejorará la vida de la población y creará el «nuevo Uzbekistán». Como Berdimuhamedov en Turkmenistán, Mirziyoyev también impulsa una «democratización» que es apenas una operación de propaganda. Tras las elecciones, Mirziyoyev anunció siete áreas de trabajo hasta 2027: el impulso de una «sociedad civil libre» y el acoso a la corrupción; asegurar el estado de derecho y proteger a empresarios y propietarios; desarrollar la economía y aumentar los ingresos de la población, «estimulando al sector privado»; una educación y sanidad de calidad, aumentando gradualmente los salarios de médicos y maestros de forma que, en 2027, alcancen los ochocientos ochenta euros (Karímov prometió en 2011, un salario medio de quinientos dólares o cuatrocientos cuarenta euros, objetivo que no se cumplió); desarrollo de la cultura con el programa «Nuevo Uzbekistán: una sociedad ilustrada»; atención al medio ambiente, con la preservación del Mar de Aral; y finalmente, garantizar la paz y la seguridad del país, manteniendo buenas relaciones con los estados de la región y una «asociación estratégica con los países de Asia central». Mirziyoyev no citó a Rusia en ese contexto; tampoco a Estados Unidos, aunque los lazos históricos con ambos países son muy diferentes.

Uzbekistán cuenta con treinta y cinco millones de habitantes: es el país más poblado de Asia central, con un bajo nivel de vida que lo sitúa entre los más empobrecidos de la región: ocupa el lugar 119 de los 187 países del mundo en la lista elaborada por el Fondo Monetario Internacional. El Banco Mundial clasificaba en 2020 a Uzbekistán entre los países de «ingresos medianos-bajos», con 1.685 dólares de PIB per cápita, a precios constantes, más bajo que el de Filipinas, India o Indonesia, y con un PIB total que representa la vigésima parte del de España. La emigración se dirige sobre todo a Rusia (donde viven más de un millón de uzbekos, aunque algunas fuentes hablan de casi tres millones) y Kazajastán. Solamente en 2021, según estadísticas del gobierno, cien mil uzbekos emigraron a Rusia para trabajar: mientras el salario medio en Uzbekistán es de unos doscientos euros mensuales, en Rusia cobran en la construcción unos quinientos euros.

En la larga etapa de Karímov fue privatizada la mitad de toda la propiedad pública, y ahora el gobierno se lanza a la privatización del resto, incluido el sector bancario que casi en su totalidad era estatal aunque en 2021 Oybek Tursunov, yerno del presidente Mirziyoyev, se convirtió en el principal accionista del Kapital Bank, el mayor banco del país. En septiembre de 2021 vendieron la franquicia uzbeka de Coca-Cola a una empresa turca, siguiendo con el plan de privatizaciones que anunció el gobierno en 2019: Akmaljon Ortikov, director de la AUGA (Agencia Estatal de Gestión de Activos, que controla más de la mitad de las empresas del país) consideró esa privatización un éxito, de forma que el gobierno pretende ahora privatizar en cuatro años, hasta 2025, unas dos mil trescientas empresas de las tres mil que son propiedad del Estado, incluídas las de minería, transporte y energía, consideradas estratégicas. Solamente en 2021 se han privatizado más de seiscientas empresas. Como podía esperarse, el ministro de Finanzas, Timur Ishmetov, declaró que la privatización significa eficiencia, y que cuanto antes se deshiciera Uzbekistán de las «empresas estatales ineficientes», todo iría mejor. También se ha aprobado una nueva ley sobre privatización de terrenos no agrícolas. Los procesos privatizadores son un coto cerrado para empresarios y altos funcionarios del régimen, que no se detienen en la búsqueda de negocios: durante la visita del primer ministro uzbeko, Abdulla Aripov, a Berlín, en noviembre de 2021, los dos países llegaron a un acuerdo para que Alemania construya un almacén de reactivos químicos tóxicos en Uzbekistán.

El propio Mirziyoyev reconoce que el país se enfrenta a graves problemas: la pobreza, el trabajo forzoso e infantil, el desempleo, la falta de viviendas, la deficiente educación y los precarios hospitales donde reina la corrupción. El presupuesto presentado por el gobierno para 2022 pretende alcanzar un PIB global de 74.000 millones de dólares, que lo situaría al nivel de Ghana, Tanzania o Birmania, y con un ingreso per cápita de dos mil dólares anuales. El gobierno favorece la actividad empresarial: el Banco Mundial elogió en su Doing Business 2020 las facilidades que Uzbekistán da a los empresarios: se ha creado un parque para nuevas empresas en Tashkent, que se abrió en 2019, y se pretende impulsar las nuevas tecnologías atrayendo a inversores extranjeros. En 2019, la conferencia sobre conectividad en Asia central trató de reforzar ese proceso.

En julio de 2021 el gobierno organizó la Conferencia de Tashkent, Central & South Asia 2021, a la que asistieron cincuenta países, entre ellos Rusia, China y Estados Unidos, así como la Unión Europea (con Josep Borrell), con el objetivo de impulsar la relación de Asia central con el sur del continente, insistiendo en la conectividad, la estabilidad y la seguridad de la región y abordando el transporte, comercio y cultura, además de la situación en Afganistán, país que en los proyectos uzbekos debería desempeñar una función de puente entre el centro y el sur de Asia. La inversión extranjera aumenta: en 2021, Turquía invirtió en más de trescientas empresas de nueva creación, seguida por Rusia con un número similar y por China y Kazajastán; y la multinacional italiana Danieli & C, de Buttrio, diseñó la nueva Planta Metalúrgica de Tashkent, la mayor inversión de los últimos años en Uzbekistán; con ella el gobierno quiere impulsar la industria metalúrgica en el país. Uzbekistán también pretende convertirse en un centro logístico de Asia central, asegurando los suministros de combustible, y en los últimos años ha invertido siete mil millones de dólares en vías férreas, añadiendo a su red dos mil quinientos kilómetros más. Uno de ellos es el ramal que lleva a la ciudad afgana de Mazar-i-Sharif, que utiliza el puente de la amistad que construyó la Unión Soviética sobre el río Amu Daria. Con la construcción de una planta de gas licuado en el sur del país pretende también disponer de queroseno para el transporte aéreo, gas licuado para vehículos y diésel, para la industria y la agricultura y la producción de plásticos.

Mirziyoyev, que divulga la retórica de un actual «Tercer renacimiento» de Uzbekistán, (según su particular visión, el primero fue la ilustración entre los siglos IX y XII, y el segundo el renacimiento timúrida de los siglos XIV y XV), tiene como prioridad de su política exterior mantener buenas relaciones con las antiguas repúblicas soviéticas de Asia central. Ello implica una relación especial con Kazajastán, que no es ajena a competir con ella. Quiere también detener la desecación del Mar de Aral, afectado por el desvío de los ríos Sir Daria y Amu Daria, un difícil objetivo para el gobierno aunque cuenta con un plan para plantar árboles en un millón de hectáreas del antiguo lecho del mar, ahora convertido en un desierto. La desertización es un gravísimo problema: el ochenta por ciento del territorio uzbeko es desértico, y la escasez de agua afecta también a las centrales hidroeléctricas. Los cortes de electricidad en Tashkent y los apagones afectaron el otoño de 2021, y han sido frecuentes durante los últimos cinco años. La falta de agua hace mirar siempre a Rusia, a quien le sobra.

La corrupción en el país es rampante, y llega incluso a los directores de centros educativos y a los hospitales. La multinacional VimpelCom admitió en febrero de 2016 que había pagado más de 114 millones de dólares en sobornos a un alto funcionario de Uzbekistán, ligado al presidente Karímov, y la compañía tuvo que pagar por ello 795 millones de dólares en multas en Estados Unidos. Para conseguir una licencia para operar en el país, VimpelCom pagó casi sesenta millones de dólares a una empresa de Gulnara Karimova, la hija de Karímov. Es el procedimiento habitual de las multinacionales occidentales: sobornos a cambio de concesiones. En 2019, Suiza devolvió a Uzbekistán 130 millones de dólares de cuentas bancarias de la trama corrupta de Karímov y su hija, y retiene congelados más de seiscientos millones de dólares de la trama. Empresarios corruptos como Gafur Rajimov, Ulugbek Maksumov, Patokh Chodiev (que adoptó la nacionalidad belga), se han enriquecido con la propiedad pública y las concesiones; y Alijan Ibragimov, uzbeko pero con sus negocios en Kazajastán, es socio de Alexander Mashkevich, el oligarca israelí-kazajo. También Alisher Usmanov, próximo a Putin, es uzbeko, aunque sus principales negocios los posee en Rusia. Familiares de Mirziyoyev participan en la corrupción y el robo de fondos públicos para sus negocios privados: los métodos son parecidos a los del capitalismo occidental.

Ayer con Karímov y hoy con Mirziyoyev, Uzbekistán ha mantenido una posición ambivalente con relación a las grandes potencias: es consciente de que debe mantener una buena relación con Rusia, y quiere tenerla también con Estados Unidos; de paso, quiere atraer inversiones económicas chinas, como hizo con el túnel de Kamchiq, construido por China Railway Tunnel Group, que facilita los intercambios entre el valle de Ferganá y el resto del país. Pekín, que tiene interés en estabilizar la situación en Afganistán, con el concurso de Pakistán e Irán, mostró ya su disposición en la conferencia de Tashkent de 2019 a impulsar los intercambios en toda la región, como también quieren hacerlo Rusia, Irán, Pakistán y la India. En 2017, China superó a Rusia como principal socio comercial de Uzbekistán.

Tashkent ha iniciado la construcción del ferrocarril Mazar-i-Sharif-Kabul-Peshawar que atraviesa Afganistán y llega a Pakistán, en su afán por tener una vía de salida al mar para su actividad comercial, y tiene previsto construir una línea de transmisión eléctrica Surkhan-Puli-Khumri; para ambos proyectos ha recibido garantías del gobierno talibán. Mirziyoyev, que facilitó en sus contactos con los dirigentes talibán el inicio del proceso de Doha con Trump que llevó a la retirada estadounidense, negocia ahora con el gobierno de Kabul, y apuesta por su reconocimiento internacional y la anulación de las sanciones, esperando mejorar su posición en Afganistán y bloquear la infiltración de los grupos yihadistas.

Washington tiene como objetivo consolidar la separación entre Moscú y Tashkent, dificultando el proceso de reintegración; corteja a Mirziyoyev para conseguir acuerdos militares de tránsito y acaricia la posibilidad de volver a contar con tropas en territorio uzbeko: en mayo de 2021, The Wall Street Journal daba cuenta de que el Pentágono barajaba la posibilidad de desplegar tropas en Uzbekistán y Tayikistán, objetivo que precisaba el consentimiento de sus gobiernos. Entre 2001 y 2005, Estados Unidos ya dispuso de miles de soldados acantonados en la base aérea de Karshi-Janabad, en el sur del país, para la guerra que inició en Afganistán. Tras la retirada estadounidense en 2021, el enviado especial de Mirziyoyev para Afganistán, Ismatulla Irgashev, recibió en la sede de la OTAN en Bruselas el agradecimiento de la organización por su asistencia en la evacuación. Estados Unidos intenta también atraer a Uzbekistán a través de interesadas colaboraciones de la agencia USAID con el ministerio de Educación uzbeko. Por su parte, la Unión Europea, que ha agradecido a Uzbekistán la ayuda que prestó para evacuar ciudadanos europeos de Afganistán, tiene muy avanzada la negociación con Tashkent para suscribir un nuevo Acuerdo de Asociación y Cooperación Reforzada con Uzbekistán.

Rusia es la referencia inevitable. El lento y complejo proceso de acercamiento entre las quince antiguas repúblicas soviéticas, choca con la resistencia de las oligarquías creadas en cada país, que apuestan por seguir controlando el territorio en su beneficio. Así, Uzbekistán no forma parte de la UEEA, Unión Económica Euroasiática (compuesta por Rusia, Bielorrusia, Kazajastán, Kirguizistán y Armenia, que entró en vigor en 2015), aunque permanece como observador. Esas cinco repúblicas, más Tayikistán, componen la OTSC, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, que tampoco cuenta con Uzbekistán (Karímov retiró al país en 2012). En la laxa Comunidad de Estados Independientes, CEI, que sustituyó formalmente a la Unión Soviética, se integran los seis países de la OTSC más Uzbekistán, Moldavia y Azerbeiján, mientras que las tres pequeñas repúblicas bálticas forman parte de la OTAN y de la Unión Europea, y Ucrania y Georgia permanecen en la órbita norteamericana, mientras que Turkmenistán permanece ajeno a cualquier integración. Cuando llegó a la presidencia en 2016 Mirziyoyev insistió en la neutralidad de Uzbekistán y descartó el retorno a la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva (OTSC). Increíblemente, Tashkent mantiene que su ausencia de la OTSC y de la UEEA le favorece (pese a que limita gravemente su acceso a ese gran mercado) porque puede así «hablar bilateralmente con Moscú» y alcanzar acuerdos con rapidez: es una endeble excusa para evitar una mayor integración. Milliy Tiklanish acusa incluso a los partidarios de ingresar en la Unión Económica Euroasiática de atentar contra la soberanía de Uzbekistán y de intentar reconstruir la Unión Soviética. Estados Unidos permanece muy atento a esos movimientos: a finales de 2019, el secretario de Comercio estadounidense en el gobierno Trump, Wilbur Ross, descartaba que Uzbekistán tuviese la tentación de incorporarse a la Unión Económica Euroasiática porque «ello tendría repercusiones para integrarse en la economía global», en referencia al propósito de Tashkent de ingresar en la OMC. Era una amenaza evidente.

En su propósito de alejarse de Moscú para consolidar su propio poder, Karímov intentó limitar el ruso en la vida del país, e incluso cambió hace veinticinco años el alfabeto cirílico por el latino para la escritura del uzbeko, haciendo patente la ruptura, aunque ahora Mirziyoyev, en su objetivo de atraer inversiones rusas, niega que el país rechace el idioma ruso e incluso ha llegado a acuerdos con Moscú para abrir centros de enseñanza del ruso. En el ámbito de las cinco antiguas repúblicas soviéticas centroasiáticas, Uzbekistán y Kazajastán, los dos países más poblados, rivalizan para desempeñar un papel hegemónico. Aunque Uzbekistán tiene una población superior a Kazajastán (treinta y cinco millones frente a veinte), la economía kazaja triplica la uzbeka. Turquía también quiere influir en la región aprovechando sus lazos históricos y culturales. El presidente kazajo, Nazarbáyev, impulsó en 2009 la creación del Consejo de Cooperación de los Estados de habla turca, que integraron Azerbeiján, Turquía, Kazajastán y Kirguizistán, al que se adhirió Uzbekistán en 2019, y Mirziyoyev propuso en su cumbre de Estambul de noviembre de 2021 el reforzamiento de los intercambios comerciales entre los integrantes túrquicos, la sustitución de importaciones de terceros países por productos de Estados miembros del Consejo y la conexión de los sistemas de transporte. Tras su reelección, significativamente, el primer viaje de Mirziyoyev fue a Turquía, aunque después visitó Moscú el mismo mes, donde se entrevistó con Putin y ambos suscribieron acuerdos sobre seguridad internacional y proyectos de inversión. Pocos días antes los dos países habían firmado un programa de cooperación económica para los años 2022-2026, que aborda aspectos industriales, científicos, de energía, agricultura, finanzas, salud, cultura y turismo.

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El converso Karímov impuso en 2001 que, cada año, el 31 de agosto fuera «día del recuerdo de las víctimas de la represión comunista», aunque tuvieran lugar en el contexto de la guerra civil iniciada por los zaristas y las potencias capitalistas que les apoyaban. En Asia central fueron los basmachi, seguidores de emires islamistas que reinaban en un entorno feudal quienes se enfrentaron a la revolución bolchevique porque el nuevo poder soviético impulsó la nacionalización de la tierra, la prohibición de las madrasas religiosas y el rechazo de los tribunales islamistas. Con Karímov, el nuevo poder uzbeko creó un museo dedicado a la represión soviética, y Mirziyoyev ha manifestado que quiere seguir «la noble misión de recuperar el honor y la dignidad de los patriotas», hasta el punto de que se propone publicar varios volúmenes sobre las «víctimas de la represión», e impone libros escolares glosando la historia inventada de Uzbekistán, ensuciando a la Unión Soviética, convirtiendo el Uzbekistán socialista en un mal sueño.

La obsesión antisoviética es patente. A finales de 2020, Mirziyoyev ordenó crear una comisión para estudiar las circunstancias de las condenas a contrarrevolucionarios islamistas en los años veinte y treinta del siglo pasado, tras el triunfo de la revolución bolchevique. Pese a que no encontraron referencias en los archivos y no se examinaron las audiencias ante los tribunales, la decisión del gobierno ya se había tomado: el Tribunal Supremo rehabilitó a 115 personas, entre los que se hallaban el caudillo islamista Ibrahim Bek y otros dieciséis dirigentes de la revuelta basmachi. En uzbeko, basmachi significa ladrón, bandido. Mirziyoyev declaró para la ocasión: “Casi cien años después, se ha hecho justicia. Se ha restablecido el honesto nombre de 115 antepasados nuestros, que lucharon por nuestra independencia nacional», y equiparó a los basmachi con los intelectuales del Jadid, un movimiento reformista musulmán cuyos integrantes apoyaron la revolución bolchevique y muchos fueron ejecutados por los basmachi, como el poeta Hamza Hakimzade Niyazi, que se incorporó al partido bolchevique, asesinado en 1929. Mirziyoyev mentía a sabiendas, pero no importaba: para el régimen, aquellos bandidos fueron unos patriotas. Esos ejércitos de basmachi, que reclutaban también a delincuentes, rechazaban los límites impuestos a la religión y se oponían a los cambios sociales introducidos por la revolución bolchevique, oponiendo un islamismo fanático que apoyaba a los viejos emires de la región y que, con gran incoherencia, se denominaban a sí mismos Beklar Hareketi o Movimiento de los hombres libres.

Ibrahim Bek era un islamista fiel al emir de Bujara (aquel grotesco soberano llamado Said Mir Muhammad Alim Jan que, ataviado con su lujoso abrigo añil, fue fotografiado por Prokudin-Gorski, y que dominó parte de los actuales Uzbekistán, Kazajastán, Turkmenistán y Tayikistán) que dirigiendo a los basmachi recibió ayuda de las potencias capitalistas, sobre todo de Gran Bretaña, para luchar contra la revolución soviética. Los basmachi estuvieron primero dirigidos por Enver Pasha, un militar turco que fue ministro otomano de la guerra, participó en la matanza de armenios, y comandó la yihad contrarrevolucionaria. Tras él, Ibrahim Bek dirigió la revuelta basmachi, con el destronado emir de Bujara refugiado en Afganistán, hasta que fueron derrotados por el Ejército Rojo al mando de Mijaíl Frunze y después de Iván Máslennikov. El movimiento basmachi buscaba reponer en el trono al emir de Bujara, y recurrió a las torturas, al asesinato de campesinos, maestros y médicos soviéticos y persiguió a las mujeres que se negaban a llevar el burka; destruyeron los cultivos de los campesinos que apoyaban al gobierno soviético, volaron canales de riego, fábricas y líneas de ferrocarril y en las regiones que controlaron implantaron un régimen de terror.

Mirziyoyev no ha dudado en inventar la historia, mencionando el «honor de nuestros antepasados que lucharon por nuestra independencia nacional» y ha convertido a los viejos partidarios del poder feudal de los emires en patriotas uzbekos. Obsesionados con borrar la historia del Uzbekistán soviético, los actuales gobernantes uzbekos no dudan en afirmar que la Unión Soviética rechazó lo que consideran «natural» al ser humano: la religión, los negocios, las nacionalidades, y que impidió el desarrollo de Uzbekistán. Mirziyoyev mantiene que Uzbekistán debe recuperar lo que destruyó el «régimen totalitario» soviético, ocultando que fue la revolución quien acabó con la miseria, con la servidumbre feudal, con el poder de los emires y el zarismo.

En la república robada no podía extrañar que mientras el régimen continúa con el expolio de la propiedad pública, con la corrupción y los negocios sucios, el vicepresidente del parlamento, Alisher Kadírov, declarase en vísperas de la conmemoración de la victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial que el uso de la bandera roja era «un insulto al pueblo uzbeko»: la enseña de la Unión Soviética ha pasado a ser considerada símbolo de «un país ocupante y opresor».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.