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El autoritarismo social en el combate al Covid-19

Fuentes: Rebelión

Las desmovilizaciones en masa producidas por los estados de excepción sanitarios instaurados por una multiplicidad de gobiernos alrededor del mundo han llevado a las poblaciones en las que se instalan a enfrentar los mayores o menores grados de inmovilidad social a través de respuestas sumamente creativas y radicales en términos de la satisfacción de sus necesidades de consumo y de sus capacidades de producción. Es decir, en los hechos, la consecuencia más palpable de las restricciones a la movilidad tiene que ver con las posibilidades que las sociedades en situación de cuarentena han ensayado para mantenerse con vida en un contexto en el que las dinámicas normalizadas de producción y consumo neoliberales son profundamente cuestionadas y sometidas a escrutinio; demostrando su ineficacia y su ineficiencia para responder ante eventos que restrinjan la masificación de la producción y del consumo.

Y es que, en efecto, cada sociedad, al poner sobre la mesa el reconocimiento de que una desmovilización parcial o total de la vida en comunidad atenta contra las posibilidades de subsistencia de las familias y los individuos, además de evidenciar que esa opción está atravesada por un privilegio de clase en el que el nivel de ingresos, las prestaciones, la seguridad laboral, etc., condicionan el que una persona pueda o no acatar una cuarentena por mayor o por menor tiempo; da cuenta, también, de los riesgos que implica para la supervivencia de las colectividades humanas el que las capacidades de producción de una nación entera y las tendencias del consumo de su población se concentren y centralicen en círculos de poder, conglomerados corporativos, hombres y mujeres de negocios, en lugar de favorecer economías colaborativas, organizaciones comunitarias, el autoconsumo y sus variantes y derivados.

El riesgo siempre latente en esa toma de conciencia, no obstante lo anterior, es que se llegue a un punto de romantización de la desmovilización social, ya sea porque se la toma como un momento de descanso de la superexplotación del trabajo que campea ahí en donde el neoliberalismo es la racionalidad dominante o porque se la recibe como una oportunidad para rendirse ante el ocio, la convivencia familiar, el rescate del tiempo de calidad con los seres queridos, etcétera. La realidad detrás de tal romantización, no obstante, es que por privilegiar espacios y condiciones sociales de rescate del tiempo libre y de ocio se pierde de vista que el tema de fondo no se halla en elegir la proporción más razonable o más justa entre laborar y descansar, sino en disputar el control de la forma en que se produce y se consume, más allá de los tiempos en que cada actividad es realizada en el marco contextual vigente.

Por eso, y en sintonía con la observación anterior, es importante no menospreciar la manera tan radical en la cual una epidemia como la presente conducen a cuestionar, de nueva cuenta, los lugares comunes dominantes en torno del control del aparato de Estado, su administración y su sentido político. Es decir, en la disputa de la sociedad civil frente al gran capital, lo que la diseminación del Covid-19 demuestra son dos cosas. Primero, que para hacer frente a una contingencia de grandes proporciones (bacteriológica o de cualquier otro tipo) es un imperativo el que la sociedad cuente con un aparato de Estado y un andamiaje gubernamental que sean mucho más que una simple estructura dedicada a la administración de la economía neoliberal. Se requiere, por lo contrario, un Estado y un gobierno que sean capaces de imprimir en su organización y conducción un sentido social, ético, sobre todo, en el que en el centro se encuentre el cuerpo social, y no la necesidad de hacer crecer la economía en abstracto: el crecimiento por el puro crecimiento.

En segundo lugar, además, ese cuestionamiento debe mantenerse presente como un imperativo en escenarios en los que, como sucede con cada crisis que atraviesa al sistema, la destrucción y el barrido que cause la coyuntura en cuestión son siempre utilizados por el capital para reorganizar y reconstruir sus dinámicas de apropiación, explotación y acumulación de capital sobre los cadáveres que la historia deja detrás de sí. Casos como el de México dan cuenta de lo necesario que es disputar el control del Estado y del ejercicio de gobierno para hacer frente a los embates que el capital abre en su actividad carroñera en un momento de crisis. En este sentido, si bien es cierto que la autogestión, la comunitarización, el autoconsumo, etc., son factores esenciales para comenzar a pensar y practicar alternativas a la producción y el consumo en sus formas capitalistas, también lo es que, hasta el presente, no existe ninguna otra forma de organización social que sea capaz de resistir la agresividad del capital como lo es el Estado-nacional.

El Brasil de Bolsonaro, la Argentina de Macri, la Bolivia de Añez, etc., por ejemplo, muestran que cuando el Estado es reducido al papel de administrador y facilitador de la actividad empresarial los únicos resultados que se obtienen van desde el querer responder a una pandemia a través de la militarización del espacio público hasta el gestionar la muerte de las capas menos necesarias o más prescindibles para la economía en términos de rendimientos empresariales.

Italia, en un registro similar, da cuenta de ello, muy a pesar de la larga tradición discursiva e ideológica europea que instauró en los imaginarios colectivos nacionales de todo el mundo que Occidente es la meca del Estado de bienestar o Welfare State. La manera en que la capacidad de respuesta del Estado se ha visto rebasada tanto por los niveles de contagio como por la proporción de muertes que el virus produce entre la población han orillado a que en el país se privilegie el reaccionar a partir de una lógica matemática, una racionalidad instrumental, en la que las posibilidades de recuperar un caso de infección dependen de la valoración de la utilidad económica que cumple la persona en cuestión.

A contracorriente del caso italiano y de los ejemplos latinoamericanos en los que el neoliberalismo hizo añicos el carácter social del Estado-nacional, pero además en sintonía con las acciones que en México se llevan a cabo, Cuba, por ejemplo, de nueva cuenta da muestras de su vocación humanitaria e internacionalista enviando brigadas de médicos y médicas a Venezuela, Suriname, Granada, Nicaragua e Italia (Lombardía); además de haber recibido en sus puertos a un crucero británico con tripulantes confirmados por Covid-19 cuando ningún otro país les quiso recibir por temor a introducir o potenciar la propagación de la enfermedad entre sus propios habitantes. Situaciones similares las observó el mundo en África, frente al Ébola; en la América continental, con sus misiones milagro, para tratar afectaciones de la vista en la región; en Haití, ante la emergencia causada por el cólera; y una lista bastante amplia de cincuenta y seis años de asistencia médica en ciento sesenta y cuatro naciones. Y todo ello, a pesar de que el Estado se encuentra sometido y en permanente resistencia a un bloqueo criminal que restringe el acceso por parte del pueblo cubano a equipo médico, insumos y medicamentos monopolizados por los grandes conglomerados farmacológicos de Occidente.

Aterrizados los contrastes entre los casos italiano y cubano en el plano del sector salud, lo primero que se alcanza a observar es que, ahí en donde la racionalidad neoliberal del capitalismo moderno lo impregnó todo con su lógica de la mayor eficiencia y el grado más alto de utilidad, las capacidades de respuesta de los Estados con grandes núcleos de población infectados y en condiciones de fallecer se han visto superadas, orillando a esas sociedades a administrar la muerte de la población porque los recursos de los que se vale el sector salud (y su sistema hospitalario, en particular) se encuentran atados a las necesidades de acumulación de capital.

Estados Unidos, para no variar, es el paradigma de esta situación en la cual se encuentran gran parte de los Estados occidentales en los que la posibilidad de contar con un seguro médico, la cantidad de enfermedades que éste cubre y la calidad con la cual lo hace dependen, en primer lugar, de la condición laboral de la persona en cuestión; y en segunda instancia, de su capacidad salarial y del tamaño de las contribuciones que sus ingresos aporten al sector salud. Y por si el carácter de clase de los sistemas de salud neoliberales no fuese poco, a ello hay que agregar de manera transversal, las distinciones estructurales, fundadas en la raza y el género, que hacen que la pretendida universalidad de la cobertura médica en esas sociedades no sea más que una abstracción en la que se ocultan las profundas inequidades que lo determinan.

Al final, dada la experiencia histórica reciente respecto de la manera en que reaccionan las distintas sociedades nacionales al miedo de verse sumergidas en una pandemia generalizada y, eventualmente, en un escenario apocalíptico de muertes en masa debido a la nueva enfermedad, la verdadera tragedia de ese darwinismo social encubierto en los sistemas de salud privatizados, administrados y hegemonizados por la actividad empresarial y el gran capital transnacional es que lejos de despertar una respuesta en gran escala sobre la necesidad de arrebatar el control del sistema a los privados, las masas optan por exigir la puesta en marcha de una mayor radicalización del ejercicio autoritario de gobierno ante la crisis. Y es que, en efecto, a pesar de que la letalidad del Covid-19 es mínima y su eliminación del cuerpo infectado requiere únicamente de reposo y cuidados sintomáticos menores, la forma en la que en Occidente se piensa el contagio y los efectos que tiene sobre la salud ha llevado a que en esas sociedades las medidas de contención, mitigación y tratamiento que se adoptan sean cada vez más intransigentes, más excepcionales y hasta cierto punto autoritarias.

El Estado de crisis decretado en el Perú, y el consiguiente despliegue de las fuerzas armadas por todo el territorio; la imposición de una cuarentena sanitaria en Bolivia, impulsada por el ejército al servicio del gobierno golpista; el regreso del ejército chileno a las calles para controlar el ambiente en el contexto de la desmovilización social decretada, en el Sur de América; son, por supuesto, ejemplos claros de la manera en que las disputas políticas que atraviesas a esas sociedades del continente determinan la radicalidad de la respuesta conservadora y armada en cada país para asegurar que la desmovilización se cumpla, que los movimientos políticos activos pierdan potencia y que cualquier posibilidad de escalar el descontento social ante las torpes reacciones de los gobiernos a la diseminación del virus se articulen en un verdadero Estado de excepción justificado en una coyuntura sanitaria. Sin embargo, más allá de esas respuestas, hasta cierto punto previsibles en esos casos, lo que ya se ve ocurrir en otras latitudes (principalmente en aquella que atraviesan por procesos electorales nacionales, como Estados Unidos) es que el ánimo de las capas medias de la sociedad, ante el pánico que causa el temor de verse infectadas por una enfermedad nueva, les ha conducido a endurecer sus propias posturas, exigiendo acciones más decididas, menos democráticas y más conservadoras de lo que estarían dispuestas a asumir en situaciones sí de urgencia, pero dentro la normalidad de la cotidianidad.

No deja de ser irónico, en ese sentido, que cuando el Covid-19 tenía su mayor presencia y sólo causaba estragos en la sociedad china, un número importante de mandatarios occidentales, de comentócratas, analistas y think tanks, etc., veían en el brote el elemento que hacía falta poner a prueba y demostrar que el autoritarismo chino no sólo se encontraba en crisis, sino que, además, era incapaz de responder de manera efectiva para contener, mitigar y retrotraer los márgenes de dispersión del virus por su territorio. La democracia —entendida como Occidente lo hace—, se afirmó en ese momento, sería la única posibilidad de escapar de la crisis y sería el único camino al que el gobierno chino y el Partido Comunista de ese país deberían de transitar si se esperaba tener algún grado de éxito en la coyuntura.

Hoy, a poco más de tres meses de haberse observado el primer brote de Covid-19 en el territorio continental de China, los hechos muestran que fue la enorme capacidad de movilización de recursos y personas en China (impuestas por la fuerza y el enorme control que tiene el gobierno sobre su población) lo que llevó a ese Estado a controlar las infecciones domésticas, locales, en sus superpobladas, dinámicas, interconectadas y caóticas ciudades; mientras que en Francia, Italia, España y otros Estados de Occidente las autoridades son incapaces de poner en práctica medidas eficientes, eficaces de amplio espectro y efecto sistemático para salir de la situación en la que se hallan.

No es casual ni azaroso, en este sentido, que el discurso sobre la guerra en contra de un enemigo invisible, en palabras de Donald J. Trump; la guerra en contra de un virus, en las de Emmanuel Macron; sea hoy tan popular entre las clases dirigentes de Occidente, pero también entre los estratos poblacionales medios. El recurso a las imágenes de una población en guerra es lo que permite que los grados de aceptación de medidas extremas, poco populares y/o nada consensuadas al interior de un Estado cualquiera se incrementen y la irritabilidad de la población ante tales escenarios sea más laxa y menos volátil. Las emergencias nacionales decretadas, así, proporcionan al velo ideológico del autoritarismo social el marco de intelección y aceptación popular necesario para convalidar políticas racistas, sexistas y clasistas en contra de estratos poblacionales —generalmente minorías culturales y políticas, aunque sean mayorías numéricas— que sirven de chivos expiatorios para paliar el descontento popular.

En los hechos, esa convalidación masificada de ejercicios más autoritarios y conservadores de gobierno (ya sean de izquierda o de derecha), el único camino al que conduce es a querer solucionar la crisis sanitaria, pero también el resto de los problemas que alimentan a la crisis estructural del capitalismo moderno, por la vía de la instauración de las medidas de excepción como norma general de gobierno, más allá de la coyuntura específica. Es en ese preciso sentido que la crisis actual, y sobre todo en los términos de magnificación discursiva a la que la han llevado los medios de comunicación y el pobre —pero abundante en exceso— manejo y flujo de la información sobre el tema, por ser un instante de peligro colectivo y de virulencia de la actividad política individual y colectiva, tiene todo el potencial para ocular los mecanismos a través de los cuales en los días por venir bien podrían comenzar a normalizarse más honda y ampliamente prácticas y discursos profundamente conservadores que previsiblemente no se moderarán ni regresaran a su punto de origen ideológico cuando el caos y el pánico por el contagio terminen.

Por eso habría que voltear la mirada hacia los casos de México y, sobre todo, de Cuba, para comprender las profundas consecuencias históricas que sus respectivos esquemas de manejo de la epidemia de Covid-19 van más allá del momento presente y están pensadas más allá, también, del marco de lo estrictamente médico y sanitario. Hay, en ambos casos, ejemplos muy concretos sobre las implicaciones políticas de las respuestas a la crisis —material o psicológica.

Ricardo Orozco es Consejero Ejecutivo del Centro Latinoamericano de Estudios Interdisciplinarios