El «fin de la historia», como señalaba Fukuyama, parece caracterizarse, no sólo por no ser tal, sino además por encumbrar hasta límites insospechados el simplista análisis maniqueísta de «buenos» contra «malos». El conflicto checheno es buen ejemplo de lo anterior: a pesar de su complejidad es visto por unos como un ejemplo más de terrorismo […]
El «fin de la historia», como señalaba Fukuyama, parece caracterizarse, no sólo por no ser tal, sino además por encumbrar hasta límites insospechados el simplista análisis maniqueísta de «buenos» contra «malos». El conflicto checheno es buen ejemplo de lo anterior: a pesar de su complejidad es visto por unos como un ejemplo más de terrorismo (el islámico, el de Al Qaeda, que ha sustituido, al parecer, en el imaginario colectivo a los hermanos malasombra que, como recordarán las personas de mi generación, eran los malos más que malos, requetemalos) y por otros como una gloriosa lucha por la independencia de un pequeño pueblo perdido en las montañas frente al imperio ruso.
Salvando la excepción de algunos analistas que no caen en lo anterior, el resto parece decantarse por una de las dos tesis señaladas. Sin embargo, podemos apuntar, con humildad, la posibilidad de que el conflicto de Chechenia reúne características de un tercer tipo diferente a los anteriores: un conflicto de warlords o señores de la guerra . Estaríamos ante una guerra intraestatal, que como otras existentes en esta fase inicial del siglo XXI se aleja del modelo clásico de las guerras de la modernidad, ya que su fin no es controlar el poder del Estado sino, por el contrario, que éste se diluya en una situación de caos y descontrol, en la que los señores de la guerra dominan parcelas específicas de poder económico y social.
La guerra de Chechenia, desde esta perspectiva, no sería la continuación de un viejo conflicto de corte colonial, entre la metrópoli (Rusia) y la periferia (el Cáucaso Norte en su conjunto y de manera particular Chechenia) que se arrastra desde mediados del siglo XVIII, aunque algo de eso parece que hay. Tampoco nos encontraríamos ante un conflicto secesionista clásico de un territorio periférico que se enfrenta al Estado central con el objetivo final de alcanzar la independencia y configurar un nuevo Estado propio, aunque algo de eso parece que hay.
La historia de los últimos quince años de Chechenia, con dos conflictos bélicos, entre 1.994 y 1.996 el primero y desde 1.999 hasta hoy el segundo, con un período de entreguerras e independencia chechena de facto entre 1.996 y 1.999, nos ofrece rasgos característicos de ese tercer modelo de conflicto, denominado de warlords:
1. La Federación Rusa, tras la desaparición de la Unión Soviética a finales de 1.991, se configura como un nuevo Estado en el que, a pesar de las colosales dimensiones de su territorio y de sus recursos naturales, las estructuras estatales son tan quebradizas que se produce un vacío de poder reconocido generalmente, siendo más visible en las periferias. Es el caso de Chechenia.
2. En el conflicto de Chechenia surgen una serie de señores de la guerra, generalmente representativos de clanes (teips) o de alianzas de clanes y, en otros casos, de tariqas o cofradías. Ambos elementos son los articuladores del tejido social de Chechenia y de la mayor parte de las repúblicas norcaucásicas. Desde nuestro rincón de Europa occidental debemos hacer el esfuerzo por comprender que, aunque se hable de Gobiernos, Parlamentos, partidos políticos, etc. en Chechenia, el poder real descansa en una estructura tradicional -hoy profundamente alterada por la guerra- articulada en torno a la siguiente troika: Consejo de Ancianos, Jefes de clanes (unos 131, de los que 28 juegan un papel fundamental) y Jefes religiosos; estructuras que se entremezclan y superponen a las estructuras formales del poder político. Todo ello en el marco de una sociedad donde el Islam sunní y las cofradías sufíes han representado los referentes de la nota cultural e identitaria esencial de la pobla
ción chechena: un islam moderado y con unas prácticas muy mitigadas en las áreas urbanas, como consecuencia de setenta años de poder soviético.
3. Otro elemento clave es el de la criminalización de la economía chechena que, si bien tiene sus condiciones específicas, está claramente influida por la criminalización del conjunto de la economía rusa: «La crisis económica generada por la ruptura de las relaciones de dependencia con Moscú y el bloqueo impuesto por la Federación Rusa, alentó la aparición de mafias, el crimen organizado y el crecimiento de la corrupción generalizada. Los constantes robos de petróleo del oleoducto fue -y es- para los grupos armados y mafias de la zona una de las maneras más importantes de financiar sus actividades militares, mediante el tráfico ilícito de los derivados de los hidrocarburos». Durante el período de independencia de facto, entre 1.996 y 1.999, la crisis económica y el caos se acrecentaron, extendiéndose la criminalización a los principales sectores de la economía, asentándose el secuestro practicado por las diferentes bandas armadas, que escapaban al control del Gobierno chech
eno liderado por Masjadov, como negocio altamente lucrativo.
4. Los señores de la guerra chechenos fueron capaces de unirse tras el liderato formal de Djohar Dudayev, primero y de Aslan Masjadov, después, en el conflicto que les enfrentaba a la mayoría de ellos contra el ejército ruso, pero no debemos olvidar la existencia de sectores minoritarios de chechenos, representantes de determinados clanes o grupos de solidaridad, aliados de los rusos. Sectores que tras el inicio del actual conflicto se vieron significativamente reforzados por los clanes articulados en torno a la figura de Ajmad Kadirov, que fue gran muftí (máxima autoridad religiosa) y apoyó la independencia chechena en el conflicto desarrollado entre 1.994 y 1.996 y después aliado de los rusos, fue elegido (en comicios de dudosa legitimidad) presidente del gobierno autonómico checheno, siendo asesinado el pasado mayo en un atentado. Ese sector sigue articulado en torno a la figura del actual presidente autonómico, Alú Aljanov. Detrás del abandono de las filas independentista
s del sector mencionado y de la ruptura total de la alianza de los señores de la guerra, está el hecho del ascenso del peso específico de los grupos wahabbíes, llamados así por la notoria influencia que esa corriente rigorista islámica -totalmente ajena a la tradición chechena- va ganando gracias, precisamente, a la guerra y al apoyo en medios económicos y humanos que grupos de esta adscripción están realizando. Su cabeza visible es el líder guerrillero Shamil Bassayev, que fue vencido por Masjadov en las elecciones de 1.997, en los únicos comicios en los que puede hablarse de un mínimo de legalidad y legitimidad.
5. Ya en 1.998, como fruto de la ruptura de la alianza de los señores de la guerra chechenos, Aslan Masjadov -Presidente del Gobierno de Chechenia no reconocido por Moscú y elegido en 1.997 – quedó totalmente aislado y con un escasísimo poder real sobre la situación. La economía y el territorio pasan a ser controlados por los diferentes grupos armados que no reconocen poder institucional alguno (ni checheno, ni mucho menos ruso).
6. El Gobierno de Moscú, con el Presidente Putin a la cabeza, pasan a ocupar objetivamente (al margen de todas las matizaciones y diferencias que evidentemente existen) un papel de señor de la guerra en este conflicto. Podríamos decir que, así como los señores de la guerra chechenos, «surgen de la guerra y viven de la guerra, esto es, las guerras, desde su punto de vista, no son ningún medio para un fin específico sino que son un fin en sí mismas. Haciendo la guerra afirma su posición dirigente, conserva el poder militar sobre el que se apoya y controla y protege a la población, de cuyas contribuciones, en parte voluntarias, en parte involuntarias, depende». Muchos de ellos son, a la vez, empresarios, generales y líderes políticos. Y no olvidemos que Putin en sus dos campañas presidenciales hizo del conflicto checheno su piedra angular para demostrar al pueblo ruso que era el líder que necesitaban, con la suficiente mano dura para restablecer la verticalidad del poder e impe
dir el desmembramiento y la descomposición del Estado ruso.
7. Tanto los warlords chechenos como los políticos del Kremlin, «no están interesados seriamente en la paz sino que, al contrario, necesitan prolongar el estado de inseguridad y de guerra (…) rehuyen las decisiones definitivas y siempre encuentran un motivo para seguir luchando» . Los propios acuerdos de paz de Jasaviurt, que pusieron fin en agosto de 1.996 al primer conflicto, dan buena muestra de ello pues dejaban aplazada la discusión del estatus definitivo de Chechenia y de sus relaciones con la Federación Rusa durante un período de cinco años.
8. Por último, el Estado no ocupa en el pensamiento y la acción de los warlords chechenos ese lugar central que sí le corresponde en las guerras de la modernidad. Da la sensación de que muchos de ellos, al menos, se apoderan de él para saquearlo, para debilitarlo, en lugar de utilizarlo para dar fuerza a sus ansias de poder. Y algo similar podríamos decir de los políticos del Kremlin y de los grupos de presión económicos más poderosos de Rusia, así como del propio ejército ruso.
Y mientras tanto, el conflicto continúa, dejando un número considerable de víctimas, en medio de un silencio que sólo se rompe cuando la atrocidad alcanza el nivel de lo que hemos visto recientemente en Beslán (Osetia del Norte) y desde el poder institucional existe la posibilidad de atribuir la responsabilidad de la misma al «terrorismo». ¿Por qué no se rompe el silencio para romper las atrocidades cometidas por las instituciones?
Después de las bombas atómicas que pusieron fin a la II Guerra Mundial en el Pacífico, ninguna ciudad ha sufrido devastación semejante a la sufrida por Grozni (capital de Chechenia) como consecuencia de los bombardeos de la aviación rusa…
Juan M. Vicente Errea pertenece al área Internacional de IPES (Navarra).