La elección del nuevo pontífice se ha producido en la cuarta votación, en el segundo día de cónclave. La fumata blanca salió de la chimenea de la Capilla Sixtina a las 17.50 horas. Minutos después, las campanas han comenzado a repicar en la Plaza de San Pedro confirmando la esperada noticia. No ha habido sorpresa, […]
La elección del nuevo pontífice se ha producido en la cuarta votación, en el segundo día de cónclave. La fumata blanca salió de la chimenea de la Capilla Sixtina a las 17.50 horas. Minutos después, las campanas han comenzado a repicar en la Plaza de San Pedro confirmando la esperada noticia.
No ha habido sorpresa, Juan Pablo II dejó atado y muy bien atado su sucesión, para ello eligió quien fué su mano derecha durante su mandato, el cardenal Joseph Ratzinger, ideólogo de la reacción eclesial tras el Concilio Váticano II.
Ratzinger nació en 1927 en el seno de una familia bávara tradicional. Su padre era policía y muy religioso.
Ratzinger debió interrumpir sus estudios al estallar la Segunda Guerra Mundial, durante la cual fue asignado a una unidad antiaérea en Munich siendo miembro de las juventudes hitleristas, algo a lo que -según él- fue forzado.
Sus simpatizantes dicen que su experiencia bajo el régimen nazi lo convenció de que el Vaticano debía tener una fuerte posición respecto de la verdad y la libertad.
Tras ser ordenado sacerdote, Ratzinger apoyó el Concilio Vaticano II en la década de los 60 y su espíritu de convertir a la iglesia en una institución más abierta.
Más tarde, siendo profesor en la ciudad alemana de Tubinga, Ratzinger vivió de cerca las protestas estudiantiles y hay quienes dicen que allí se definieron muchas de sus posturas ulteriores.
Por ejemplo, durante una de sus disertaciones ocurrió un incidente que lo marcó, según un testigo: los alumnos se levantaron y tomaron el micrófono en violación de las normas universitarias, algo que irritó a Ratzinger.
El Panzerkardinal, como le llaman en Roma, fue uno de los colaboradores más estrechos del Papa y, a menudo, considerado como el auténtico número dos de la Iglesia, por encima incluso del Secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano. Profundamente asociado al pontificado del Papa polaco, la figura de Ratzinger pasará a la Historia como la del teólogo que le ayudó a poner orden en la Iglesia y a decapitar primero y domesticar después a la Teología de la Liberación.
En 1984, las condenas formales de la Teología de la Liberación realizadas por el cancerbero de la fe permitieron a la derecha católica dejar fuera de juego a toda una corriente innovadora en el campo pastoral, teológico, catequético y social, destrozando casi en el huevo la idea de una Iglesia más popular y más fiel al Evangelio de los pobres.
Ratzinger impuso una rigidez doctrinal total a la vida intelectual de la Iglesia y una dinámica de control a ultranza de los teólogos. Y el miedo se instauró entre sus filas. Amonestados, perseguidos, vigilados, en una institución intelectualmente inhabitable, los pensadores de la Iglesia optaron por marcharse (Leonardo Boff), callarse (Gustavo Gutiérrez) o romper la baraja (Hans Küng).
El culmen de la represión teológica se alcanza con la publicación del «Catecismo de la Iglesia católica» y, sobre todo, con la «Dominus Iesus», un documento de Ratzinger, en el que se atribuye en exclusiva a la Iglesia católica la posesión de la verdad y de la salvación. La vuelta del axioma tridentino de que «fuera de la Iglesia no hay salvación». Un documento tan desafortunado que hasta protestaron contra él varios cardenales.
Más aún, Ratzinger silenció con medidas autoritarias todas las cuestiones teológicas debatidas: celibato de los curas, estatuto del teólogo, papel de los laicos, praxis penitencial, comunión para los divorciados, preservativo contra el sida o fecundación artificial.
Impuso la tesis del romanocentrismo, descafeinó la colegialidad y el poder de las Conferencias Episcopales, reduciéndolas a meras sucursales de la Curia, y zanjó casi como dogmático el eventual acceso de la mujer al sacerdocio. En definitiva, Ratzinger desactivó el Concilio.
Y eso que en época del Vaticano II (1962-1965), Ratzinger formaba parte del ala progresista de la Iglesia, aunque pronto se pasó al bando conservador. En el cónclave ha dirigido al partido de la Restauración, el del tradicionalismo legalista, junto a la ristra de movimientos neoconservadores (Opus Dei, Comunión y Liberación, Legionarios de Cristo…). El wojtylismo sin Wojtyla.
A sus 78 años, el Panzerkardinal conserva el encanto de una gran personalidad. Otros, sin embargo, le dibujan como un Jano bifronte. A Ratzinger no le gusta el optimismo ni la fe en la bondad humana del Vaticano II. Le obsesiona el pecado y, como su compatriota Lutero, está «hipnotizado por el mal».