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Los suyos no lo recibieron

Fuentes: Koinonia

De todas partes del mundo venían Cardenales de la Iglesia Católica, cargando cada cual las angustias y las esperanzas de sus pueblos, unos martirizados por el sida y otros atormentados por el hambre y por la guerra. Llegaban a la sede de Pedro para elegir a un nuevo Papa. Siguiendo el rito, se reunieron en […]

De todas partes del mundo venían Cardenales de la Iglesia Católica, cargando cada cual las angustias y las esperanzas de sus pueblos, unos martirizados por el sida y otros atormentados por el hambre y por la guerra. Llegaban a la sede de Pedro para elegir a un nuevo Papa. Siguiendo el rito, se reunieron en cónclave para juntos rezar y discutir el estado de la Tierra y de la Iglesia y considerar, a la luz del Espíritu de Dios, cuál de ellos sería más apto para cumplir la difícil misión de «confirmar a los hermanos y hermanas en la fe», mandato que el Señor había dado a Pedro y a sus sucesores.

Mientras estaban allí, encerrados y aislados del resto del mundo, he aquí que aparece un señor que por el modo de vestir y el color de su piel parecía ser semita. Llegó a la puerta de la Capilla Sixtina y dijo a uno de los cardenales retardatarios: «puedo entrar con Usted, pues todos los Cardenales son mis representantes y necesito urgentemente hablar con ellos». El Cardenal, pensando que se trataba de un loco, hizo un gesto de irritación y benévolamente le dijo: «resuelva su problema con la guardia suiza». Y entró.

Entonces, este extraño señor, se dirigió calmadamente al guardia suizo y le preguntó: ¿puedo entrar para hablar con los cardenales, mis representantes? El guardia lo miró de arriba abajo, no dando crédito a lo que oía y, perplejo, le pidió que repitiese lo que había dicho. Y él lo repitió. El guardia, con cierto desdén, le dijo: «aquí entran solamente los cardenales, y nadie más». Pero aquella enigmática figura insistió: «pero yo acabo de hablar con un cardenal y todos ellos son mis representantes, por eso tengo derecho a estar con ellos».

El guardia, con razón, pensó que estaba ante uno de esos paranoicos que se presentan como César o Napoleón. Llamó al jefe de la guardia que había oído todo. Éste lo agarró por los hombros y le dijo con voz alterada: «Esto no es un hospital psiquiátrico. Sólo un loco imagina que los cardenales son sus representantes». Mandó que lo llevasen al jefe de policía de Roma. Allí se oyó el mismo pedido: «necesito hablar urgentemente con mis representantes, los cardenales». El jefe de policía ni siquiera se tomó la molestia de escucharle. Con un simple gesto ordenó que lo retirasen. Dos policías robustos lo metieron en una celda oscura.

Allá dentro continuaba gritando. Como nadie conseguía hacerle callar, le dieron puñetazos en la boca y muchos golpes. Pero él, sangrando, seguía gritando: «necesito hablar con mis representantes, los cardenales». Hasta que un soldado enorme irrumpió celda adentro y comenzó a golpearlo sin parar hasta que cayó desmayado. Después le amarró los brazos con un trapo y lo colgó de dos ganchos que había en la pared. Parecía un crucificado. Ya no se oyó más gritar: «necesito hablar con mis representantes, los cardenales».

Sucede que este misterioso personaje no era cardenal, ni patriarca, ni metropolita, ni arzobispo, ni obispo, ni cura, ni bautizado, ni cristiano, ni católico. Por eso jamás podría entrar en la Capilla Sixtina. Era un hombre, un judío. Tenía un mensaje que podía salvar a la Iglesia y a toda la humanidad. Pero nadie quiso escucharlo. Su nombre es Jeshua.

Cualquier semejanza con Jesús de Nazaret, de quien los cardenales se dicen representantes, no es mera coincidencia sino la pura verdad. «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron», observó tristemente un evangelista suyo.