El pasado mes de diciembre se cumplió el décimo aniversario de la primera invasión federal de Chechenia. Desde entonces, exceptuando un breve periodo entre 1997 y 1999, la guerra, el sufrimiento, la devastación, el horror, han sido las constantes señas de identidad de esta pequeña república norcaucásica
Suena algo así como a futbolista, pero de eso nada. Los zindans son la forma en lengua caucasiana que tienen los federales rusos para referirse a los profundos pozos, a cielo abierto, donde retienen a los ciudadanos chechenos, por los que piden un rescate; a los «desertores», como el teniente Bagreyev, por negarse a actuar tras una orden de saqueo del pueblo de Tanghi; o a los, en general «desaparecidos», antes de ser interrogados. En los pozos o zindans son orinados, defecados y humillados por días, semanas e incluso meses hasta que deciden «qué hacer con ellos».
Así es la cotidianidad. Todas las noches desde octubre de 1999 los escuadrones de la muerte federales, las tropas «antiterroristas especiales» rusas y las colaboracionistas chechenas kadirovistas, se dedican a secuestrar, robar, violar, matar, humillar… a exterminar a la diezmada población de Chechenia.
Porqués al despropósito
En otoño de 1999 el Kremlin decidió invadir nuevamente Chechenia valiéndose del efecto que generaron en la opinión pública unos oscuros atentados indiscriminados en Moscú, Riazan y Volgodonsk, nunca reivindicados por grupo checheno alguno, y habiendo serios indicios aún hoy, por otro lado, de la participación de miembros de los servicios de inteligencia federales.
Había por tanto una razón oficial para la invasión, aunque fuera un despropósito: la «lucha antiterrorista». La razón real, sin embargo, es múltiple.
La explicación clásica de que la guerra de Chechenia deriva del manido interés ruso por controlar de modo indirecto, mediante las infraestructuras chechenas, las explotaciones petroleras del Caspio, no tiene consistencia, ya que desde 1998 las corporaciones internacionales que lideran la explotación apuestan por un nuevo oleoducto transcaucasiano. Es por esto, que el argumento principal para entender la segunda guerra se circunscribe a la lógica de impedir la aplicación del Acuerdo de Jasavirut de 1996, por el que se reconocía el derecho de autodeterminación de Chechenia en 2001. El Kremlin no podía permitir que se desarrollara dicho precedente jurídico, por lo que suponía como antecedente legal para otras repúblicas de la Federación. Inhabilitar por la vía de los hechos la aplicación del acuerdo de paz que había suscrito el mismo Boris Yeltsin responde a la idea de garantizar la unidad de la Federación de Rusia.
Pero bien es cierto que, además de preservar la «unidad nacional» de Rusia, había otras razones que justificaban la invasión: el deseo de revancha de los militares federales, derrotados y ridiculizados en 1996; los intereses electorales del propio Putin, para vertebrar una «idea fuerza» tangible ante el electorado; el interés por recuperar y mantener un «foco de atención nacional» que amplificase los sentimientos nacionales y diluyese la atención sobre el malestar social…
De ahí que desde 1999 (oficialmente hasta 2003, aunque en la actualidad sigue igual) la «operación antiterrorista» en Chechenia se haya basado en una táctica definida por la casuística: la táctica aritmética.
La táctica aritmética
El Kremlin intenta exterminar físicamente lo que considera un problema «de orden» y ha hecho sus cuentas. Calcula que el exterminio de 20.000 personas más en Chechenia (ha habido 180.000 muertos entre las dos guerras) supondría el final de la resistencia armada, sólo que dicha táctica aritmética no está funcionando. Seis años después, las resistencias siguen manteniendo la iniciativa armada.
La impunidad con la que Putin está desarrollando su política «aritmética» en Chechenia, su política de exterminio numérico de todos y cada uno de los habitantes de la república caucásica, es indiscriminada. A día de hoy, todos los niños, jóvenes varones de entre 12 y 18 años son objetivo de las zatchitskas, los pogromos con los que apresan y hacen desaparecer a todo «potencial terrorista». Las zatchistkas u «operaciones de limpieza» asolan día sí y día también Chechenia. Ninguna mujer es respetada, ningún niño, ningún anciano, ningún ser vivo. Todos son «delincuentes», todos atesoran el delito de ser, de vivir, de haber nacido chechenos, hijos e hijas de una tierra rica e indómita. Son «terroristas», por lo que son torturables, violables, ejecutables, secuestrables… legalmente, impunemente… democráticamente.
Efecto inverso
La barbarie, el inmenso «polígono de tiro», tantas veces reivindicado por Zhirinovski, en el que han convertido la caucásica república (poco mayor que Navarra) sólo es perceptible porque incluso tamaña violencia, engendrada desde el más puro racismo y la más bestia de las mezquindades humanas, llega a las calles más prósperas de la inmensa ciudad de Moscú.
Anna Politkovskaya, al igual que otros autores, cuenta cómo sencillas ciudadanas moscovitas pueden ser agredidas, violadas, e incluso desaparecidas, por miembros de las «fuerzas de elite» federales, que tras haber campado a sus anchas por territorio checheno, sienten la misma impune necesidad de imponer «sus atributos» a las propias compatriotas capitalinas, desde el más extremo de los instintos animales.
La guerra de Chechenia, olvidada, anónima, minimalista, está gestando toda una serie de variables que afectan al conjunto de la sociedad rusa. No es un conflicto lejano que les es indiferente, es el auténtico Vietnam de toda una generación, un conflicto que está generando graves disfunciones sociales y profundas heridas sociológicas que tendrán graves repercusiones psico-sociológicas en toda la estructura social de la Rusia moderna.
Unido a ello, la inseguridad y los efectos que las acciones indiscriminadas de la resistencia chechena han generado en la población rusa en general, sobre todo tras las tragedias del teatro Dubrovka en Moscú y la de la escuela de Beslan en Osetia del Norte, multiplican la sensación de que la «ciénaga chechena» pudre todo lo que toca. Lo que había de ser en 1999 una «operación antiterrorista» circunscrita al Cáucaso Norte ha terminado por ser una pesadilla que en 2005 amenaza la seguridad cotidiana de millones de ciudadanos de la Federación: «todo un éxito para Putin».
Así es, desde finales de 2002 los atentados suicidas se han cobrado centenares de vidas en amplias partes de la Federación de Rusia. Las ya míticas «viudas negras» chechenas no son sino producto de la desesperación que ha supuesto el genocidio checheno. Mujeres y hombres, sin ningún futuro, con ámbitos familiares diezmados o exterminados, sin horizontes de vida digna, optan generalmente por inmolarse en Moscú u otras zonas de Rusia como venganza por su sufrimiento personal. Son «la tercera vía de la resistencia», que actúa de modo autónomo, y sin objetivo político o militar aparente. Otro fruto del despropósito ruso en Chechenia.
Aún así, pocos políticos son tan pertinaces en el error, y pocos son también los que deciden tropezar sistemáticamente con la misma piedra. A pesar de que la reciente muerte del presidente legítimo de Chechenia, Aslan Masjadov, se transmita como la puntilla final al conflicto, la iniciativa armada de las resistencias sigue siendo lo suficientemente importante como para que todo proceso de normalización a la rusa continúe haciendo aguas. Los ataques combinados habidos recientemente en el centro de Grozny, por dos escuadrones de la resistencia chechena, demuestran que el conflicto está lejos de darse por cerrado, como pretende Putin, y son la prueba de que nunca habrá solución sin que se asiente un proceso negociador que garantice un proceso de paz, similar al que dio fin a la primera guerra 1994-1996 y que reconocía el derecho del pueblo de Chechenia a la autodeterminación.
Pero la guerra no es un mero error político, una tragedia humana. No se hace sólo por defender la unidad patria de la Gran Rusia, o por venganza tras la derrota del 96: la guerra en Chechenia es un inmenso negocio multimillonario basado en el chantaje y el saqueo masivo, que genera los suficientes dividendos como para que siga siendo alimentada. Y es además, la más próspera de las excusas para que Putin pueda seguir emulando a los zares decimonónicos, para seguir siendo presidente de Rusia ad eternum, eso sí, «democráticamente». La guerra chechena es el espejo en el que se ha caracterizado Putin para representar su solvencia ante la sociedad rusa.
«La Doctrina»
Tras el 11-S se impuso una doctrina que negaba la existencia de «causas que generasen el terrorismo» y planteaba con rotundidad el aniquilamiento físico de éste. Putin participaba eufórico de este principio al igual que Sharon, Aznar, Blair o Bush. Pero el paradigmático fracaso antiterrorista de la ilegal invasión y ocupación de Irak, en marzo de 2003, por parte de EE UU y sus aliados (hoy hay más «terrorismo» que nunca en Irak), o la propia guerra de Chechenia, demuestran que combatir al «terrorismo» militarmente o con terrorismo de Estado; que generalizar el concepto de terrorismo y crear doctrina desde sus efectos y no desde sus causas, han sido las dos políticas más erráticas que pudieran hacerse, la expansión del conflicto checheno es prueba de ello. Hoy Rusia en particular y el planeta en general viven con más inseguridad que nunca.
La clave sin duda reside en la naturaleza multivariable y política del conflicto checheno y en la desafortunada simplificación de éste, como mero «problema terrorista». La falta de respeto democrático a la voluntad popular mayoritaria de una comunidad es el eje sobre el que se superponen decenas de variables que complican la dimensión de un conflicto. Chechenia es hoy un conflicto multivariable en transformación, de compleja resolución, pero lo que está claro es que las políticas que se derivan de «la Doctrina» preventiva no sólo han fracasado, sino que han transmutado el conflicto.
Pero al margen de que el diagnóstico sea complejo, de que la interlocución política legítima chechena haya sido exterminada (lo que enmaraña aún más la situación) y el hecho de que cualquier salida de carácter democrático sea hoy una quimera, es obligatorio que adoptemos una posición esperanzadora respecto a una posible resolución a medio plazo. Si bien es cierto que tras la muerte de Masjadov toda esperanza a corto plazo es utópica, sería deseable que agentes externos al conflicto presionasen para que el Kremlin flexibilizase sus posiciones. La presión que las sociedades civiles occidentales pudieran desarrollar sobre sus gobiernos para que implementasen políticas concretas hacia Rusia, en este caso, sería determinante.
Colaboracionistas necesarios
Pero la realidad es inversa. Por el contrario, nada de todo lo narrado sería viable sin la mejor de las coberturas, la que protagonizamos las orondas «sociedades civiles» occidentales. Ni movilizaciones, ni denuncias, ni explicaciones a los políticos que legitiman a Putin… Somos, junto al resto de ciudadanos europeos, corresponsables del genocidio, ya que nunca podrían darse políticas de exterminio aritmético en el mundo, y menos en Europa, si las opiniones públicas con mayor acceso teórico a la información, o sea las nuestras, exigiesen a sus políticos políticas de aislamiento y deslegitimación de carniceros como Putin. Hoy es absolutamente normal que políticos o periodistas «progresistas y demócratas» occidentales no duden en hablar de «la democracia rusa» y «los terroristas chechenos», legitimando el «despropósito» putiniano.
Y por tanto, es lógico que para la mayoría de los ciudadanos europeos Chechenia sea un conflicto lejano más del arcón de los conflictos olvidados. Pocos son conscientes de que Chechenia es Europa, de que en el extremo oriental del continente se produce un genocidio, de que la desesperación de los supervivientes de este pueblo les lleva a llamar la atención de cualquier modo. Es en vano. Diez años después de la primera invasión, la pequeña república norcaucásica está devastada, diezmada. De 1.200.000 habitantes que había censados en 1991 no quedan en 2005 más de 600.000. Sea esta quizás la mejor «fotografía» del conflicto.
Por eso es obligatorio terminar con el manto de silencio que legitima esta aberración, porque no es posible tanto horror impune sin tanta complacencia indiferente.
Gabirel Ezkurdia Arteaga es politólogo y analista internacional. Este artículo ha sido publicado en el nº 16 de la edición impresa de la revista Pueblos, junio de 2005, pp. 6-8.