Sólo con preocupación creciente puede considerarse el resultado de la reunión de ministros de Defensa de los países de la OTAN que tuvo lugar en Bruselas la pasada semana, respecto a la intervención militar de la Alianza Atlántica en Afganistán. Contribuyó a esta sensación de inquietud la intervención del ministro afgano de Defensa, quien manifestó […]
Sólo con preocupación creciente puede considerarse el resultado de la reunión de ministros de Defensa de los países de la OTAN que tuvo lugar en Bruselas la pasada semana, respecto a la intervención militar de la Alianza Atlántica en Afganistán. Contribuyó a esta sensación de inquietud la intervención del ministro afgano de Defensa, quien manifestó que los talibanes habían aumentado su actividad ofensiva en los últimos tiempos.
La prensa española se ha hecho eco del compromiso alcanzado por la OTAN de reforzar con más de 6.000 soldados las fuerzas de ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán, en siglas inglesas) allí desplegadas, para afrontar lo que se estima como «la peor escalada de violencia en Afganistán tras el derrocamiento del régimen talibán en el 2001».
Los países de la OTAN se han comprometido a efectuar el despliegue de los nuevos efectivos en los próximos dos meses, a fin de extender la influencia del Gobierno de Kabul al sur de Afganistán, donde crecen los gérmenes de la insurrección talibana. Hay ahora cerca de 10.000 combatientes de la OTAN en ese país y se espera que, de los 16.000 que estarán desplegados este verano, unos 6.000 lo hagan en esa crítica zona meridional.
Mientras tanto, las tropas estadounidenses siguen combatiendo la prolongada insurgencia en la zona oriental del país, en lo que llaman «operación Libertad Duradera». La coordinación entre ésta e ISAF, pese a desarrollarse en un mismo país y por ejércitos englobados en la OTAN, choca con las limitaciones que imponen algunos miembros de la Alianza Atlántica, que aceptan participar en la reconstrucción y la seguridad de Afganistán pero no desean verse implicados en una guerra de ocupación militar del territorio. Máxime cuando esta guerra sigue siendo vista por Washington como parte de la interminable e indefinible «guerra universal contra el terrorismo», funesto concepto inaceptable para muchos gobiernos.
Quizá el aspecto más inquietante de esta intervención militar extranjera en territorio afgano sea el hecho de que se la quiere presentar, ante la opinión pública mundial, como una prueba de las nuevas capacidades de la OTAN para afrontar con éxito las amenazas que surjan en territorios muy alejados de Europa. En el curso de la citada reunión, el secretario general hizo especial hincapié en que las tropas aliadas van a ser probadas y «reaccionarán con energía».
Desbordados ya, sin que se muestre preocupación por ello, los límites geográficos que el Tratado del Atlántico Norte impone a la acción militar de la OTAN, las nuevas operaciones militares de la Alianza Atlántica configuran algo que nada tiene que ver con el documento que la fundó. En vez de reformar la OTAN cuando desaparecieron las circunstancias (básicamente: el enemigo centrado en la Unión Soviética) que la hicieron nacer y crecer, los miembros de la Alianza han preferido crear las condiciones de facto que configuran algo que nada tiene que ver con la OTAN inicial, sin someter a discusión la redacción de otro tratado que tuviera en cuenta la nueva situación.
Respecto a la intervención afgana, ha quedado una grave cuestión pendiente de decisión futura. La de atribuir en exclusiva a la OTAN, bajo mando militar estadounidense, la responsabilidad total en ese país. La jefatura suprema de ISAF -actualmente en manos de un general británico- desaparecería y sería EEUU quien dirigiría la ocupación de Afganistán por una fuerza militar de la OTAN. No hubo acuerdo sobre el comienzo de esta nueva fase y el secretario de defensa de EEUU afirmó que dependería de cómo funcionase la OTAN en la zona meridional del país.
Así queda claro que todo vuelve a ser lo que siempre fue: la OTAN, instrumento militar al servicio de la política exterior de EEUU. Pero ahora parece poco recomendable ampararse bajo el paraguas militar de EEUU, en unos momentos históricos en los que la credibilidad política de Washington está bajo mínimos y sus fuerzas armadas no sólo sufren los efectos de dos guerras simultáneas y mal ejecutadas (en Afganistán y en Iraq), sino que también ven menoscabado su prestigio al ir quedando de manifiesto, al paso del tiempo, sus errores, sus prácticas corrompidas y su creciente desmoralización.
Es indudable que, tanto en la Alianza Atlántica como fuera de ella, los ejércitos de EEUU no tienen rival en el mundo y su capacidad militar es, hoy por hoy, incontestable. Pero tampoco se puede negar que han perdido ascendiente moral y que en un número creciente de países se les considera enemigos o, lo que es peor, causantes de tanta inestabilidad como el propio terrorismo.
En el último número (9-15 de junio del 2006) del semanario británico The Guardian Weekly se puede leer: «La premisa oculta de la visión de Blair es que las tropas británicas y americanas son, por definición, una bendición para cualquier país que ocupen. Se considera inconcebible que aumenten la anarquía o que su marcha pueda aliviarla. Es el último residuo de la ilusión imperialista…». La más clara expresión de esto, según el periodista, es una irracional frase, común en boca de Bush y de Blair: «Hemos de concluir lo que empezamos». Los imperios nunca yerran.
Como miembros de la OTAN y participantes en las operaciones afganas, los españoles no podemos permanecer ajenos a lo que allí está sucediendo. Nuestros soldados están pisando hoy ese territorio afgano que para EEUU es una pieza más de su ajedrez mundial.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)