Hace días, en seminario universitario, se discutió sobre el lugar de América Latina en el orden mundial. Su novedad consistió en que los participantes asumieron un enfoque confrontado pero no excluyente, sino complementario y necesario de conocer en cada una de sus dimensiones. Algunos subrayaron no sólo el carácter de la dependencia latinoamericana de Estados […]
Hace días, en seminario universitario, se discutió sobre el lugar de América Latina en el orden mundial. Su novedad consistió en que los participantes asumieron un enfoque confrontado pero no excluyente, sino complementario y necesario de conocer en cada una de sus dimensiones.
Algunos subrayaron no sólo el carácter de la dependencia latinoamericana de Estados Unidos, sino de un orden mundial en que, bajo la hegemonía de ese país, se ejerce la explotación y el control político. Análisis realista y cierto: lo mismo en materia de comercio que en el intercambio industrial y tecnológico, sobre los energéticos e hidrocarburos y en la biodiversidad. Con particular relevancia, por supuesto, en materia financiera, en que el dominio llegaría a rigores y abusos insospechados. La idea es que nuestra región figura como efectivo patio trasero de la potencia.
Se trata, naturalmente, de la vigencia exacerbada del imperialismo, probablemente recrudecido y más implacable que nunca, en estos tiempos de globalización neoliberal, que son apenas palabras de terciopelo tras las cuales se disimula una explotación ilimitada, con guante de hierro. La prueba más contundente se encontraría en los datos sobre nuestra transferencia de capitales hacia los países ricos, en que figuramos como tributarios netos de los mismos.
Los caminos son muchos el resultado el mismo expoliador: desde el intercambio absolutamente desventajoso de materias primas por recursos tecnológicos y bienes industriales, o la devolución de esas mismas materias primas apenas transformadas, cuyo valor agregado pagamos a precio de oro, hasta el control de nuestros sistemas bancarios con un costo de servicios inimaginable en los países del norte. Una verdadera dominación de clase según se explicó en el seminario, un nuevo imperialismo globalizado que destruye nuestras relaciones sociales y cultura, y que ha entronizado la acumulación como único criterio del éxito.
Acumulación en manos de los monopolios que se han encargado también de destruir los residuos que pudieran quedar del liberalismo clásico: mercado y competencia, hoy sólo slogans que disfrazan una realidad económica en manos de unos cuantos poderosos, concentración y centralización de la riqueza que deja fuera a las mayorías latinoamericanas, sistema que se ha convertido en verdadera fábrica de pobres y de exclusión despiadada. Así es, así ha sido en efecto la realidad de América Latina que no podemos eludir.
Ahora bien -la versión de la otra cara latinoamericana-, en los últimos diez o quince años nos encontraríamos ante un verdadero levantamiento continental que se propone corregir y encontrar nuevos rumbos a nuestras sociedades. Se trata de un rechazo radical al sometimiento que impone el imperialismo y que busca construir alternativas para nuestro desarrollo económico, social, político y cultural. Se trata de escapar a los dictados del Consenso de Washington. Y se trata del rechazo generalizado a la explotación y dominación del norte, en que participan crecientes contingentes sociales en busca de alternativas políticas y sociales que los lleven a una genuina liberación.
Este fenómeno de «disidencia» respecto al orden mundial dominante sería más extendido en América Latina, y a veces más radical, que en otras regiones, y esto sin duda contribuye a la originalidad del continente hoy. Hablo de distintos grados de «radicalismo», pero con un denominador común: el rechazo crítico a un orden mundial, a una globalización que está en manos de las grandes corporaciones y que únicamente actúa conforme a sus intereses, implicando la marginación y la exclusión de los más pobres del continente, y una enorme concentración de riqueza en pocas manos.
Distintos niveles de radicalismo, en efecto, porque no es lo mismo la ruta al socialismo de Cuba o que propone Venezuela, a las transformaciones con base indígena que se postulan en Bolivia o Ecuador, o los movimientos sociales, populares o sindicalistas de Brasil, Argentina y Chile. Esto sin olvidar los países en que los movimientos transformadores y democráticos constituyen la más fuerte oposición a los gobiernos establecidos. Una izquierda amplia que ni de lejos se concentra en los partidos políticos formales.
Se trata de movimientos y transformaciones en proceso que no se pueden encasillar como si estuvieran ya terminados. Se trata de la historia viva en movimiento, pero con algunos rasgos en común: su enérgico repudio al imperialismo en su nueva fase que se disimula bajo la forma de una globalización neoliberal. Y que tiene componentes económicos pero también sociales, políticos y culturales del más amplio significado y originalidad, en los que radica su valor universal.
Diría para terminar que la participación amplísima de los pueblos indios en estos procesos significan novedades en muchos planos, y la renovación de categorías políticas que han estado anquilosadas desde hace mucho tiempo. En el campo de la democracia el «mandar obedeciendo» abre perspectivas inusitadas a una democracia liberal que se ha coagulado como simple poder de las fuerzas económicas y políticas, y que ha dejado de ser «del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». El principio de solidaridad resulta una novedad ética y cultural ante el egoísmo de la acumulación a toda costa.
Estas dos caras son sin duda las de América Latina hoy, y nuestra historia, por un buen trecho, se definirá por el curso que cobre esta confrontación.